Conocer a Dios puede ser considerado como un arte, pero algo más apropiado sería decir que es una búsqueda que no se termina. De hecho, Jesucristo afirmó que la vida eterna consistiría en conocer al Padre y al Hijo. Si la eternidad no acaba, el conocimiento de la Divinidad tampoco. Pero pareciera ser que muchos de los que se dicen creyentes dejan esa tarea para el futuro, en la suposición de que bajo la ignorancia en la que viven podrán alcanzar la vida eterna. Cierto es que la salvación es por gracia y no por obras de conocimiento o de ningún tipo, pero debemos preguntarnos en qué consiste tal gracia.
Gracia es un favor inmerecido, pero no es una donación de dinero o la aparición de un genio para darnos tres deseos. Es más bien el proceso y actos de sacarnos de las tinieblas a la luz, de transformar a un muerto en un ser vivo, de hacernos nacer de nuevo. Y de la gracia se derivan varias consecuencias, como la fe y el arrepentimiento (entre tantas otras). En la carta a los Efesios Pablo asegura que la salvación, la fe y la gracia son un regalo de Dios, pero también en otras epístolas nos dice que existe una oposición entre la gracia y las obras, ya que ambas se excluyen mutuamente. Entonces, ¿cómo queda el conocimiento de Dios en todo esto?
El apóstol para los gentiles aseguraba que había tenido todo por basura por causa del conocimiento de Cristo. Es decir, hay un conocimiento inmediato que otorga el Espíritu de Cristo en la persona que hace nacer de nuevo. Juan el Bautista era un feto cuando se movía en forma especial dentro del vientre de su madre, para el momento en que reconoció que Jesús estaba en el vientre de María. Ese conocimiento es dado de arriba, es sobrenatural. La persona que llega a creer sabe acerca de en quién cree, de otra manera ¿cómo invocaría si no conociere al invocado? Pero ese conocimiento no se detiene en sus bases mínimas, más bien va en aumento con nuestro paso por la historia humana. Sigue más allá de esta vida cuando pasamos a disfrutar de la vida eterna en el reino de los cielos. Hoy día sabemos que Jesucristo es el Hijo de Dios que se hizo hombre y habitó entre nosotros, pero también conocemos que es nuestro Salvador. Asimismo reconocemos que es nuestro Señor en virtud tanto de ser Creador como de ser nuestro Redentor por gracia. Como otra consecuencia del conocimiento del Señor, Pablo colocó su gran afecto y aprecio en la persona y obra de Jesucristo, ante quien se sujetaba voluntariamente.
El creyente no tiene solamente un conocimiento general del Señor, como puede también tenerlo el incrédulo. Fijémonos que la Escritura afirma que hasta los demonios conocen al Señor en tanto creen y tiemblan. Ellos saben quién es el Rey de reyes y Señor de señores, por eso están seguros del castigo eterno que se les viene encima. Pero los creyentes tenemos un conocimiento especial que es llamado propio del hombre espiritual; nuestro conocimiento del Señor no es para temblar como el de los demonios sino de aprobación. Fue Cristo quien nos redimió de la maldición del pecado al hacerse él mismo maldición por nuestra causa, al morir en un madero.
Nuestro conocimiento del Señor no es solamente teórico sino ejercitado en la experiencia cotidiana. A veces no entendemos lo que él hace en nosotros y nos parece que está distante; en otras ocasiones creemos que duerme como dormía en la barca con sus discípulos. Pero clamamos a gran voz pidiendo por su auxilio cuando nos vemos atrapados en las trampas del enemigo, cuando sucumbimos por enésima vez al pecado que gravita en nuestra vieja naturaleza. Decimos con el apóstol Miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
Sabemos que el Padre nos ha llevado hacia el Hijo y por ello hemos recibido un conocimiento mínimo acerca de su persona y su obra. La ignorancia en cuanto a la justicia de Dios ya no la tenemos, y si alguno la tiene es porque todavía no le ha amanecido Cristo. Dios no nos deja en la ignorancia del mundo, el cual no logra entender las cosas que son del Espíritu de Dios. Nosotros andamos en el progreso del conocimiento de Cristo, en el entendido de lo que es el evangelio de la gracia. No nos convertimos en expertos de la ley de Moisés, o en teóricos de la salvación por obras de hombres muertos, sino en especialistas de la gracia divina.
Es entonces cuando nuestra justicia la conocemos como impropia para alcanzar aunque sea una mirada del Todopoderoso. Y es que hemos llegado a comprender que Jesucristo vino a ser nuestra Pascua. Es decir, gracias a lo que hizo en la cruz en favor de los escogidos del Padre la muerte segunda y eterna no nos compete. De la manera como el ángel de la muerte pasaba por alto las casas de los hijos de Israel en Egipto, por causa de tener sus dinteles o portales con los trazos de sangre del cordero ordenado para tal fin, Jesús vino a ser el Cordero de Dios preparado desde antes de la fundación del mundo para nuestro beneficio. Reconocemos que ese mismo Jesús daba gracias al Padre por los que le había dado y por los que le daría por la palabra de los primeros frutos que tuvo. Pero de igual forma reconocemos que afirmaba simultáneamente que no rogaba por el mundo.
Si su doctrina fue reiteradamente predicada por él mismo, como se recoge de los evangelios, y en ella se advierte que nadie podrá ir jamás hacia él si el Padre no lo lleva, sabemos que su muerte expiatoria fue hecha solamente para esas personas que el Padre le dio. Estos son los hijos que Dios le dio, como dice el Antiguo Testamento; y si él dijo que todo lo que el Padre le daba iría a él y él no lo echaría afuera, estamos ciertos al menos de dos cosas: 1) que hemos acudido al Hijo por causa del Padre y no en base a nuestro antiguo estado mortuorio de delitos y pecados; 2) que los que no van a Jesús en pro de la redención jamás han sido enviados por el Padre para tal beneficio.
Esta doctrina de Jesús fue enseñada por sus discípulos. Los escritores bíblicos se han encargado de anunciarla, no sólo en el Nuevo Testamento sino también en el Antiguo. Si bien nosotros vivimos en un plano físico sometidos a las leyes del espacio-tiempo, existe un plano espiritual donde el tiempo parece no existir. Ubicados en ese plano vemos a Dios como el Hacedor de todo cuanto existe y sabemos que es un Ser que no está limitado ni por el espacio ni por el tiempo. Ciertamente Dios ha hecho al tiempo pero no se somete a esa ley, por lo tanto no envejece ni se limita en ningún sentido por su causa. Es así como la Escritura afirma que ya estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo Jesús, nuestro Señor. De igual forma se ha escrito que desde antes de la fundación del mundo Dios se propuso redimir a un pueblo para Sí mismo, pero de igual manera odió a Esaú sin miramiento a sus obras. A los que no han sido llamados de las tinieblas a la luz, los que son gobernados por la ignorancia espiritual, les parece bien el reclamo contra los designios del Creador. Así se ha levantado la figura del objetor, mostrada en la carta a los Romanos en su capítulo nueve. Hoy día siguen en la misma fila millones de personas, los que llamándose creyentes afirman que, si eso es así como está escrito, Dios sería injusto. Por esa razón cambian el sentido del texto y llegan a decir en su desvarío que Dios amó menos a Esaú pero que no lo odió.
Sin embargo, Dios odia a los hacedores de iniquidad, los que maquinan mal desde la mañana, los que en su cama traman engaño. El sacrifico de los impíos es abominación al Señor (Proverbios 15:8), de manera que solo se agrada de aquellos que son justos. Pero ¿qué humano puede ser declarado justo delante del Señor? Solamente aquellos que tienen la justicia de Dios, la cual es Jesucristo. Hemos sido declarados justos basados en un acto judicial divino, ya que se nos ha imputado la justicia del Hijo; por lo tanto, ¿quién acusará a los escogidos de Dios? El que justifica es Dios. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió, más aún, es el que también resucitó y está a la diestra de Dios, y quien también intercede por nosotros. Nadie nos puede separar del amor de Cristo, ni tribulación, ni angustia o persecución, mucho menos el hambre o la desnudez, ni los peligros ni la espada. Más bien podemos contarnos como más que vencedores (Romanos 8: 33-37).
Pablo tuvo a menos todos los privilegios civiles del hombre carnal, incluso los que se relacionaban con la ley de Moisés. Es decir, el servicio religioso lo desestimó por causa de Jesucristo, llegando a cambiar de nombre (de Saulo a Paulus, el más pequeño). Su comodidad de fariseo fue transformada en el sufrimiento por causa de la cruz de Cristo. Todo lo contó por basura, como si aquello que había hecho por tantos años de su vida no significara nada útil. El conocimiento sobre Dios vino a ser el más valeroso tesoro, para poder dar una información confiable a la iglesia acerca del Cristo de la Redención.
Ese apóstol llegó a mostrarnos parte de su conocimiento, cuando en su epístola a los Romanos y en el capítulo 9 nos expuso que Dios creó a los réprobos en cuanto a fe para proveerse un contexto donde exhibir su ira por el pecado y por los pecadores. Y esto tiene una función pedagógica en los elegidos del Padre, ya que jamás llegaremos a ser testigos personales o experimentados de esa ira divina. No nos ha puesto Dios para ira sino para ser objetos de su amor eterno. Dios da a los creyentes una iluminación espiritual especial, y si oímos sus mandamientos y los obedecemos es porque le amamos. Asimismo seremos amados por el Padre y por el Hijo (Juan 14:21).
Dios ha dicho: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni se alabe el valiente en su valentía, ni se alabe el rico en sus riquezas. Más bien, alábese en esto el que se alabe: en entenderme y conocerme que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra. Porque estas cosas me agradan, dice Jehová (Jeremías 9:23-24).
César Paredes
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