Viernes, 13 de julio de 2018

De gran importancia son los textos encontrados en Romanos 10:1-3, cuando Pablo habla de los judíos que no lograron entender lo que es el evangelio. Para estas personas del entorno del apóstol la justicia propia era la cultura teológica aprendida de los fariseos. La ley, siempre la ley, con su normatividad y mandatos había domado la mente de los judíos, quienes por la costumbre aprendida desde la época de Moisés hasta la venida del Mesías anunciado fosilizaron el hábito de hacer y no hacer. Toda esa tradición legal les brindaba no sólo la protección jurídica social de su nación, sino además les obsequiaba el confort teológico necesario para creer que por su pertenencia a un grupo religioso conseguían el camino al cielo eterno.

Pablo escribe respecto a ese asunto y se lamenta por sus conciudadanos, cuando dice que su oración para con el pueblo de Israel es para salvación. ¿Por qué un apóstol clama a Dios por la salvación de una nación? Porque reconoce que esa gente está perdida. Ahora bien, lo que Pablo exhibe como prueba de lo que dice es la ignorancia de los judíos respecto a la justicia de Dios. Sabido es, por otras epístolas, que el apóstol para los gentiles pregona que Jesucristo es nuestra pascua, la garantía de la vida frente al decreto de muerte por el pecado. En tal sentido, Jesucristo pasó a ser la justicia de Dios, todo lo que el Altísimo esperaba en cuanto a corazón perfecto exigido por la ley.

Ciertamente, la ley fue dada para mostrar por un lado la exigencia del Creador pero por otra parte para denunciar la imposibilidad que tiene el alma caída para alcanzar la más mínima perfección. Los fariseos se creían perfectos, suponían que al guardar la forma legal satisfacían el fondo de  la ley. Andaban equivocados por cuanto al infringir alguno de sus puntos se hacían culpables de todos. Esa era la exigencia de Dios dada a Moisés, por lo cual también ordenaba en la misma ley el ofrecimiento de holocaustos para la expiación de la culpa.

Aquellos sacrificios hechos desde la época de Aarón y Moisés no limpiaban por sí solos el pecado del pueblo israelí, más bien eran un símbolo o tipo del antitipo que vendría siglos después para realizar el verdadero sacrificio anunciado por Dios a través de sus profetas. Todos aquellos que sacrificaron animales y dieron ofrendas por sus pecados, pensando y creyendo en el Mesías que vendría como la culminación de esas obras, fueron salvos. Pero aquellos que ofrecían sacrificios sin guardar relación con el Mesías anunciado no entendieron lo que hacían, cumplían con los rituales pero en nada se atenían al fondo del mensaje. Lo mismo estaba aconteciendo con los judíos una vez venido el sacrificio perfecto de Jesucristo.

Pero hoy día no es muy distinto de la época de Pablo, ya que muchos que se llaman creyentes se proponen a sí mismos ciertos sacrificios de hacer y de no hacer para paliar sus cuitas por el pecado. Ellos piensan que está bien que Jesucristo haya hecho su parte en la cruz pero que ellos deben hacer la suya propia. A esta forma de creer se llama sinergismo, en el sentido de que se implica un trabajo conjunto entre Dios y los hombres. Nada más lejos del evangelio el suponer que  Dios se agrada de la justicia humana, cuando al solo proponerla se está menoscabando la justicia divina que es la persona y el trabajo de Jesucristo. Si usted piensa que puede colocar su grano de arena en la obra de la expiación ya deja mucho que desear respecto a su comprensión del evangelio.

Esta ausencia de entendimiento la llama Pablo ignorancia, falta de ciencia; de esta forma todos los judíos (y por extensión todos los gentiles) que no comprenden la justicia de Dios están perdidos. El estar perdido no implica que se sea necesariamente reprobado pero sí implica que debe arrepentirse y creer el evangelio. El que no se vuelve de su auto-justicia va camino a la perdición; de la misma forma, todo aquel que llama hermano al que practica la justicia propia se hace partícipe de sus plagas y castigos. Es más, la Biblia nos asegura que el que le dice bienvenido a quien no trae la doctrina de Cristo está extraviado, no tiene ni al Padre ni al Hijo, por lo cual tampoco tiene al Espíritu como garantía de la redención.

Nadie puede encontrar la salvación oyendo un falso evangelio, más bien hay que oír a quien predique el verdadero evangelio para poder tener la opción de creerlo. Esto se desprende de lo que también dijo el apóstol Pablo: ¿Cómo invocarán a aquel de quien no han oído? ¿Cómo oirán si no hay quien les predique?  Debemos odiar los falsos evangelios y denunciar su contenido. No debemos aceptar que la libre gracia de Jesucristo sea transformada en el libre albedrío de la humanidad, ya que por esa vía se llega a la justicia propia, como si los muertos en delitos y pecados tuviesen alguna opción de ser revividos por cuenta propia. Aquellos que sostienen que ellos aceptaron a Jesucristo y decidieron seguirlo, como si Dios les rogase y ellos le concedieron su propia disposición de ánimo al Todopoderoso, no hacen más que entronarse como pequeños dioses para intentar ser semejantes al Altísimo.

Debemos mirar lo que Cristo hizo por su pueblo y no en lo que podemos hacer por Jesucristo. Cualquier doctrina que se enfoque en el hacer nuestro, o en el dejar de hacer, esto es, hacer buenas obras y dejar de hacer las malas, como una garantía de la salvación, está en clara oposición a las enseñanzas de Jesucristo. Nadie viene al Padre sino por mí (no por sus propias obras),  ninguno puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trajere, creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna, no ruego por el mundo sino por los que me diste, ustedes no pueden creer en mí porque no son de mis ovejas, el buen pastor su vida da por las ovejas.

En este punto podemos preguntarnos si Jesucristo sugirió alguna vez que ponía su vida por los cabritos, pero descubriremos que jamás lo dijo ni lo propuso. Más bien la expiación de Jesús en la cruz fue un antitipo o cumplimiento del tipo anunciado en el Antiguo Testamento. Observamos al sacerdocio en Israel y vemos que ofrecían holocausto por su nación, sin hacerlo nunca por los amalecitas, por los egipcios, por los asirios, por los babilonios, ni por un gran etcétera de naciones. Asimismo, Jesucristo vino a salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21): su pueblo no es el mundo por el cual no rogó (Juan 17:9).

Muchos falsos maestros se han introducido encubiertamente en la iglesia para hacer creer que vienen en nombre de la doctrina de la gracia. Sin embargo, más allá de sus palabras clichés que repiten sin cesar está el resto del contenido doctrinal. Cuando uno los escucha y los examina de acuerdo a las Escrituras se da cuenta de su engaño. Llegan a decir que Dios salva por gracia a las personas haciendo una transformación en el corazón de la gente para que hagan buenas obras. Ellos no enseñan que las buenas obras son una consecuencia de la redención en nosotros sino una causa para que coadyuve en la salvación eterna. Sabemos que donde haya sinergismo en materia de salvación hay contradicción con la Escritura.

La iglesia católica oficialmente dice que la salvación es por gracia, pero igualmente tiene en uno de sus cánones contra la Reforma Protestante la declaración de maldición sobre todo aquel que rechace el libre albedrío. Es decir, esa iglesia mantiene la idea de una salvación de gracia pero con el libre albedrío del hombre que es quien decide, aparte de exigirle a la feligresía las buenas obras para mejor garantía de la redención. Es más, ellos sostienen que nadie puede estar totalmente seguro de la salvación, a no ser que pase al sitial de santo proclamado por la misma iglesia.

Pero no son solamente los católicos los que así piensan. Dentro de las filas del protestantismo está la gran masa arminiana, los seguidores de la enseñanza de Jacobo Arminio. Ellos dicen que Dios previó quien se habría de salvar y por eso los predestinó para salvación. Una gran contradicción en la lógica que le atribuyen a su dios, ya que si vio quiénes irían a creer no hacía falta predestinación alguna. Pero además, los arminianos son defensores acérrimos del libre albedrío, sin el cual nadie podría ser declarado culpable de pecado. Ellos tuercen las Escrituras al llegar a decir que Dios tiene muchos futuros posibles, que nadie está determinado a un destino particular, que Dios aguarda paciente habiendo hecho su trabajo a la espera de que nosotros hagamos el nuestro. En otras palabras, el Espíritu Santo no puede hacer un trabajo irresistible en el corazón humano sino que como buen caballero espera por nuestro permiso.

¿Es ese el Dios de las Escrituras? Jesucristo nos recomendó no solamente leerlas sino escudriñarlas, si es que pensamos que allí está la vida eterna. Al examinarlas descubriremos que ellas hablan del Dios soberano que hace como quiere, que no tiene consejero ni quien le diga ¿qué haces? Más bien, Él tiene misericordia de quien quiere tenerla y endurece al que quiere endurecer. Y esas Escrituras son las que dan testimonio de Jesucristo, la justicia de Dios. Es por ellas que aprendemos que nuestra justicia ante Dios es como trapos de mujer menstruosa; pero Jesucristo llega a ser la Pascua de los creyentes, de los escogidos desde antes de la fundación del mundo para salvación eterna.

El Dios al que servimos y adoramos está en los cielos, es Padre soberano y rige todas las cosas (Daniel 4:34-37); Él escogió salvar a un pueblo antes de la fundación del mundo y predestinó todas las cosas desde la eternidad (Efesios 1:3-5; Romanos 8:28-30); Jesucristo redimió a su pueblo de todo pecado (Gálatas 3:13); la salvación es por gracia a través de la fe que es un don de Dios (Efesios 2:8-9);  a través de su sabio consejo y voluntad Dios gobierna todas las cosas, las controla, las dispone para proveer la salud de su pueblo (Isaías 46:9-13; 2 Corintios 5:18).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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