Jueves, 21 de junio de 2018

Somos pecadores por naturaleza, prevaricadores contra todo sistema legal. Por eso la ley implica castigo para quien la desobedece, ya que se presume que el hombre en sociedad no puede vivir sin violentarla. Claro está, si hablamos de la ley divina sabemos que Adán desobedeció el mandato de su Creador. A partir de él, como cabeza federal de la humanidad, todos nacemos con el germen del primer pecado, el deseo de desobedecer a Dios. ¿Pero qué cosa presume la desobediencia? La independencia del Creador, la rebelión contra Dios, para sentirnos libres por  un lado y poderosos por el otro.

De allí proviene la sociopatía (o psicopatía) que presupone la violencia contra la autoridad o incluso contra el prójimo común y corriente. Hacer lo que se quiere implica que no se respeta la frontera del otro, la libertad supuesta de aquel a quien violentamos. Y si Dios es quien gobierna y da la ley (sea la escrita o la que está en el corazón de la humanidad), la rebelión implica que desafiamos el poder soberano de la divinidad. En consecuencia, como un argumento de mayor a menor, el que puede lo más puede lo menos; es decir, si le hacemos el desafío al Altísimo ¿cómo no lo haremos a la criatura?

El creyente tiene que creer en la ley de Dios y en la de los hombres. Estar sometido a las autoridades impuestas por Dios mismo se supone es la conducta a seguir. Sin embargo, Pedro dijo en un discurso que era menester obedecer a Dios antes que a los hombres. Cabe decir que ese es el camino a seguir cuando la norma humana viola la norma divina. Por otro lado la Escritura nos enseña que no debemos ser demasiado justos, pues ¿por qué habremos de destruirnos? Pero en relación a la ley divina, la que está grabada en nuestros corazones, ha sido colocada para que el hombre conozca el pecado. Si no hubiese norma que prohíba la codicia no habría conciencia del pecado de codiciar y mucho menos violación al mandato.

La naturaleza humana ya caída se inclina por la disputa con el Creador en todo lo que ordena. El creyente sabe que tiene una lucha interna entre el Espíritu y la carne, de manera que está conminado por la palabra revelada a hacer morir esas malas obras. Eso es llamado lo terrenal en nosotros, la fornicación, la lascivia, la lujuria, los homicidios, los odios y cosas semejantes a éstas. De allí la angustia del creyente cuando peca pues pudiera suponer que por no haber sido liberado de pecar tampoco ha sido escogido para salvación.

Pero Juan ha comprendido esta situación en la iglesia por lo cual recomendaba la confesión de nuestros pecados ante el Señor, quien es nuestro abogado para con el Padre. Tenemos también la figura del Acusador, Satanás o la serpiente antigua, el cual anda frustrado porque para él y sus ángeles no hubo reconciliación, no hubo perdón otorgado. De allí que nos acusa ferozmente por dos vías: ante el Juez de toda la tierra y ante nuestras conciencias. Ante el Creador tenemos a Jesucristo quien testifica haber muerto por los pecados de su pueblo; ante nuestra conciencia tenemos al Espíritu Santo quien nos ayuda a orar como conviene. No podemos sucumbir ante la acusación satánica, ya que poseemos doble ayuda divina.

Sin embargo, debido a su ignorancia de las Escrituras, hay muchos que se afligen por haber pecado. Se ha dicho que el pueblo de Dios padece y se debilita por falta de conocimiento. Por eso debemos escudriñar la Biblia para encontrar la vida eterna y el testimonio del Señor. Ya hemos sido perdonados de todos nuestros pecados (incluso los que tenemos que cometer más tarde y aún hasta el momento de la muerte), ya que en eso consistió el trabajo perfecto y consumado del Señor en la cruz. Lo que sucede es que nuestra carne está todavía contaminada con el pecado, no hemos sido liberados todavía de este cuerpo de muerte; de allí que Satanás se disfraza como ángel de luz y se hace pasar por el Espíritu de Dios. Usando los elementos naturales de la mente contaminada desde Adán inspira pensamientos de terror por el pecado cometido. Como si el diablo tuviese interés en que no pecáramos, pero esa es parte de su astucia.

El hombre en el Edén no podía comparar el bien con el mal hasta que pecó. A partir de entonces supo que estaba desnudo, que su relación con el Creador se había roto. Pero conocemos que fue Dios quien inició el proceso reconciliatorio al preguntarle a Adán dónde estaba. En su conversación con la serpiente el Señor la maldijo y colocó enemistad entre su simiente y la simiente de Eva. Esa simiente humana se refería al Hijo de Dios hecho hombre quien le daría en la cabeza al reptil malévolo, si bien éste lo abatiría en el talón. Conocemos por lo escrito en el texto sagrado que Jesús vino al mundo y padeció la herida por nuestros pecados (la mordedura de la serpiente) hasta conocer la muerte de cruz. Afligido por nuestras culpas clavó en el madero el acta de los decretos que nos era contraria, pero al resucitar al tercer día llevó cautiva la cautividad. Su victoria fue definitiva sobre Satanás y lo golpeó en la cabeza. El diablo está acabado en dos tiempos: 1) en la cruz y mediante la victoria sobre la muerte; 2) cuando sea lanzado al lago de fuego y azufre para padecer eternamente, de acuerdo al relato del Apocalipsis.

Mientras tanto el diablo sabe que le queda poco tiempo y tiembla de ira por cuanto para él no hubo redención. En cambio, para las criaturas inferiores a los ángeles Dios proveyó la reconciliación de un pueblo que se hizo para Sí mismo, si bien dejó al resto de la humanidad bajo la maldición del pecado.

Como la paga del pecado es muerte, el hombre morirá físicamente y espiritualmente en forma eterna. Solamente aquellos que Jesús representó en el monte Calvario, al cargar con los pecados de su pueblo, serán redimidos definitivamente del peso de la segunda muerte (la eterna). No obstante, la ley divina sigue ordenando el mismo mandato: arrepentirse y creer en el evangelio. Los que lo hemos hecho hemos alcanzado la vida eterna porque primeramente hemos sido enseñados por Dios. Por esa razón, de acuerdo a las Escrituras, sabemos que fuimos ordenados para esa vida con Cristo, aún desde antes de la fundación del mundo. Dios nos amó con amor eterno y nos prolonga por siempre su misericordia; Dios no mira a nuestras obras para darnos la redención, no sea que alguno se jacte en su presencia. La salvación es de pura gracia, por el puro afecto de la voluntad de Dios.

De esta manera se ha dicho que Dios amó a Jacob pero que odió a Esaú, antes de que hiciesen bien o mal o antes de que fuesen concebidos. Esto se hizo bajo esta condición para que la elección permaneciese por causa del Elector y no por las hipotéticas buenas obras. Más allá de que la condenación sea un acto judicial del Creador sobre la criatura que desobedece su mandato, se ha escrito que descansa en Dios el propósito de darse la gloria de su justicia y de su ira en los que fueron destinados para desobediencia. Dios sale a la palestra teológica y se adjudica para Sí mismo la causa de todo cuanto existe y le responde al que objeta su palabra que no es nadie para que reclame. Una olla de barro no puede decirle a su alfarero por qué razón me ha hecho de esta manera. Más bien, el alfarero tiene la potestad de hacer con la misma masa de barro un vaso para honra y otro para deshonra.

Ese es el punto final que Dios coloca por medio del Espíritu en la inspiración de las Escrituras: que Él y solamente Él es soberano, que no hay otro Dios fuera de Él que declara el final desde el principio. Después del desafío que le hace a la impía humanidad se dirige a los escogidos que Él amó desde la eternidad, para decirles que no teman porque ellos son la manada pequeña odiada por el mundo por la sencilla razón de que no son del mundo. Les anuncia que mayor es el que está en ellos (Jesucristo y su Espíritu Santo) que el que está en el mundo (Satanás como príncipe). Desde la perspectiva bíblica esta ha sido una gran suerte o herencia para nosotros los elegidos de Dios, pero desde la óptica de los que odian a Dios venimos a ser menospreciados por causa del que ellos menospreciaron.

Dentro del grupo de redimidos existen unos que han pecado más que otros, pero no por eso somos menospreciados por el Señor. Al igual que María Magdalena derramó el perfume sobre el Señor, de quien se dijo que amaba más porque había sido perdonada más, así también los que hemos pecado más sentimos ese amor especial de Jesucristo. Tenemos un ejemplo en el rey Manasés, un rey oprobioso que al arrepentirse fue reconciliado con Dios. Otro ejemplo lo constituye el rey David, quien a pesar de ser conforme al corazón de Dios pecó en forma oprobiosa, quien aunque fuera castigado públicamente por su maldad también fue perdonado para ser librado de la muerte. Recordemos también el caso del ladrón en la cruz en su momento de ser ajusticiado; desde ese madero reconoció al Señor y le pidió que se acordara de él cuando volviera en su reino. Había sido enseñado por Dios y por medio de la obra del Espíritu había nacido de nuevo, por cuya razón el Señor le prometió que ese mismo día estaría con él en el paraíso.

Pablo el apóstol lamentaba su situación de miseria por hacer lo malo que no quería y por no hacer el bien que deseaba, pero no claudicó sino que agradeció a Dios por Jesucristo pues sería liberado del cuerpo de muerte. Santiago dice que el profeta Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, pero oró y Dios lo oyó. La naturaleza del primer pecado es la misma que la del último pecado que cometamos, siempre será una desobediencia explícita al mandato de Dios. Pero seguiremos luchando para hacer morir lo terrenal en nosotros, sabiendo que Jesús murió por nuestros pecados, que resucitó a la vida para mostrarnos que el último enemigo nuestro también fue vencido. La muerte ya no tiene su aguijón, ya que el pecado fue perdonado en todos aquellos que el Señor representó.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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