Job se pregunta si Dios tiene ojos de carne para ver al hombre, si el tiempo de Dios es como el de los seres humanos. Es un reclamo retórico para intentar frenar la inquisición divina sobre la iniquidad del ser que sufre. Job le recuerda a Dios que él no es ningún impío pero al mismo tiempo reconoce que no hay quien lo libre de la mano del Todopoderoso. Sigue su querella con el Altísimo con el alegato de que no hay sentido en la destrucción de lo que Él mismo ha hecho, ya que habiendo sido formado del lodo el Creador le dio forma de vaso (en su caso, vaso de honra), si bien su cuerpo volverá al polvo de la tierra.
El hombre, a pesar de la supuesta grandeza que ostenta, no es más que tierra vestida de piel y carne, con huesos y nervios. Esa es una asunción enteramente biológica, pragmática, aunque el patriarca Job comprende que él ha recibido el favor de la vida y la misericordia del Omnipotente. La ambivalencia de su espíritu queda expuesta como reacción al azote que el Creador le ha enviado: Si fuere malo, ¡ay de mi! Y si fuere justo, no levantaré mi cabeza (Job 10:15).
Si uno quisiera comprender el dolor de Job puede leer el libro que lleva su nombre en la Biblia. Sabemos cómo inicia el relato, en una reunión en el cielo donde Satanás parece entrar detrás de unos ángeles. Es Dios quien le pregunta de dónde viene y él le responde que viene de rodear la tierra. De inmediato el Creador lo conmina a pensar en su siervo Job, que no hay como él en toda la tierra. Satanás desafía al Señor al decirle que la honra que recibe del hombre es producto de su buen trato, pero que si le faltara algo del auxilio divino el hombre sería un ser abominable. Tal vez Lucifer o Satanás, como quiera que se le llame, estaba pensando en su propia condición, en su aflicción como criatura divina que por su ostentación y soberbia quedó relegado a la separación perpetua del Creador. Como si comparara a Job con él mismo, ya que despojado de su honor y de su gloria Satanás no tiene otro recurso sino injuriar al Altísimo y dañar todo lo que toca.
Dios coloca el reto en el tapete para que comprendamos que solo Él es soberano, que aún cuando seamos tocados por el maligno éste no puede ir más allá de lo que el Señor ordena. En la prueba sufrida por Job vemos que Dios lo sustenta, en cada tentación que sufre su alma puede elucubrar con argumentos, pero se refugia en la esperanza de la justicia divina. Ese triunfo de Job es también el triunfo de Dios, puesto que no hay manera de soportar el azote diabólico sin la ayuda y la misericordia del sostén divino.
Sabemos por la lectura de ese libro que, si el castigo que el diablo infringe a los humanos es terrible, mucho más terrible habrá de ser el castigo que Dios infligirá en los réprobos creados para destrucción y sufrimiento perpetuo. Esos son dos sentidos que podemos observar claramente a partir de la lectura de este maravilloso libro, uno de los más antiguos de la Biblia. La esperanza de Job es la misma de todo creyente, saber que su Redentor vive y que sería el Resucitado. Es el Cristo que no se quedó en la tumba sino que se levantó de acuerdo a la señal que fue dada con el profeta Jonás; es la confianza de que después de que se deshaga nuestra piel en el sepulcro seremos levantados y veremos con nuestros cuerpos a Dios. Y en esa esperanza estaba anclado Job mientras era atormentado por las plagas que cayeron en su vida de un momento a otro (Job 19:25-27).
Lo que Job creyó en su momento fue lo mismo que asumió Abraham, de quien la Escritura dice que creyó a Dios y le fue contado por justicia. ¿Cuál fue la promesa hecha a Abraham? Que en Isaac le sería llamada descendencia. Es el mismo anuncio hecho por Isaías, el niño que nacería y que llevaría el principado sobre su hombro, cuyo nombre sería Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán término, todo hecho por el celo de Jehová de los ejércitos (Isaías 9:6-7). ¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que publica la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sión: Tu Dios reina! (Isaías 52:7).
Ya Pablo dijo que la ley no salvó a nadie, de igual forma conocemos que las tablas del pacto (Diez Mandamientos) estaban dispuestas debajo del propiciatorio, la lámina de oro que separaba la acusación (de la ley) frente a la expiación anunciada por el rocío de la sangre. Jesucristo se convirtió en la expiación absoluta, en la propiciación por los pecados de su pueblo al cual compró por precio y al cual representó en el madero. Cuando Juan habla en una de sus cartas diciendo que Jesús es la propiciación por los pecados de su iglesia a la cual escribe (iglesia fundamentalmente compuesta por judíos conversos al cristianismo), hace una extensión de esa propiciación al mundo entero. Ah, pero cuidado con la palabra mundo, la cual tiene muchas acepciones en las Escrituras. Dios amó de tal manera al mundo, a tal punto que envió a Su Hijo a morir por ese mundo. ¿Cuál mundo? El mismo por el cual el Hijo rogó la noche antes de su expiación, no el mundo por el cual dejó explícito que no rogaba por él (Juan 17:9). Juan se refería en su carta al mundo gentil, ya que en la visión judaica la tierra estaba dividida en dos grandes sectores: judíos y gentiles. De manera que Jesucristo es la expiación de los pecados de los judíos y de los gentiles, pero así como no expió los pecados de cada judío en particular (por ejemplo, Judas Iscariote era judío y fue condenado) así tampoco expió los pecados de cada gentil (por ejemplo, el cuantioso número de gentiles que han muerto sin el perdón de sus pecados).
Sabemos que multitud de gentiles rechazan el anuncio acerca de Jesús como el Mesías anunciado y que muchos de entre el mundo gentil blasfeman el nombre de Cristo. Por esa razón, y aunado a que dentro de los judíos no todos creen el anuncio de Isaías, de Abraham, de los demás profetas bíblicos, Jesucristo no pudo morir por el pecado de cada uno en particular. Murió por su pueblo, pues él debía en su comisión salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21). De la Biblia se desprende que el evangelio es la promesa de Dios de salvar a Su pueblo de sus pecados, bajo la sola condición de la expiación hecha por la sangre de Cristo. Ese trabajo de Jesús en la cruz causó que el Padre nos imputara a nosotros la justicia de Cristo y que el Hijo subsumiera el castigo de cada uno de los que representó en el madero. Por esa razón se ha escrito que el acta de los decretos, que nos era contraria, fue clavada en la cruz.
Sabemos también, como lo han sabido igualmente Job, Isaías, Jeremías, Abraham, Pablo, Pedro y todo el gran número de redimidos, que cada persona regenerada cree el evangelio. Y si cree el evangelio no puede seguir al falso pastor, al falso maestro, la falsa doctrina, al extraño. Es decir, no podrá jamás confesar un evangelio diferente. Eso se desprende también de una afirmación hecha por Jesús, que sus ovejas lo seguirían y no andarían tras el extraño, de quien no conocen su voz. ¿Cómo confesar un evangelio diferente sino por medio de seguir al extraño? Es imposible para un alma redimida que se vaya tras el falso pastor (Juan 10:1-5).
La Escritura afirma que los que el Padre tiene a bien enviar al Hijo serán enseñados primeramente por Él (el Padre) para que acudamos al Redentor. Esa enseñanza es la misma que recibió el ladrón en la cruz cuando moría junto al Señor. Por esa enseñanza reconoció que el Señor era quien era y se sometió a su voluntad en forma inmediata; reconoció que como Redentor anunciado moría por su vida, pero no moría por la vida del otro ladrón que lo injuriaba en el momento de la muerte. Ese ladrón redimido no creyó en una expiación universal ya que de haberlo hecho hubiese comprendido que su compañero de celda también recibiría el beneficio de la redención. El Señor habló de lo que le acontecería ese mismo día a ese malhechor redimido, que estaría con él en el Paraíso.
El evangelio es uno solo (no que haya muchos evangelios, como denuncia Pablo), pero falsos anuncios de vana esperanza hay muchos. Uno de los más comunes es el que proclama que Jesucristo hizo una expiación universal. Esa expiación no la hizo por alguien en particular sino por toda la humanidad en abstracto. Ese falso evangelio promete que cada quien puede ser salvo si tan solo acepta el sacrificio de Cristo en la cruz, ya que como Dios es amor Su Hijo murió por todos sin excepción. Ese otro evangelio predica que la salvación es potencial, que nosotros debemos actualizarla al aceptar la parte que hizo Dios. Es decir, Dios hizo su parte y nosotros debemos hacer la nuestra.
Aunque esto suene a salvación por obras, los del extraño evangelio todavía proclaman que Dios sabía de antemano quienes irían a creer y los que no. De esa manera la predestinación divina estaría enmarcada en lo que ese Dios pudo observar en el túnel del tiempo, en la bola de cristal eterna, en eso que llaman Omnisciencia. Acá hay contradicción, pues si Dios es Omnisciente uno debe preguntarse ¿cómo es que tuvo que mirar en el tiempo para ver quiénes lo aceptarían y quiénes no? Si eso tuvo que averiguarlo en los corazones de los hombres es porque no lo sabía antes, por lo tanto no era Omnisciente.
Otros, más avezados para el atrevimiento, aducen que el Dios soberano se despoja por un momento de su soberanía eterna ante la criatura finita. En ese instante el hombre queda libre frente a Dios y sin desventaja alguna, de manera que allí se hace responsable de aceptar o de rechazar la proposición de salvación. Esto es fábula sacada de la idolatría humana, por cuanto el hombre confecciona un dios que se ajusta a su imagen y semejanza, como si fuera un sastre teológico que realiza un traje a la medida del alma caída, vendida al pecado, muerta en sus delitos y transgresiones.
Jesús fue muy claro al respecto, anunció que todo lo que el Padre le daba vendría a él. Es decir, lo que el Padre no le da no vendrá jamás. Dijo también que nadie podría ir a él si no le fuere dado del Padre. Por supuesto, esto molestó en gran medida a muchos que fueron considerados en su tiempo discípulos de Jesús. Ellos lo seguían por tierra y mar, participaban de la reunión que tenían al aire libre, fueron testigos de muchos de sus milagros: los panes y los peces, la sanidad de enfermos, entre otras maravillas. Sin embargo, la soberbia los carcomía porque no podían soportar que ellos no tuviesen libertad de elección. Jesús les volvió a decir que no había forma de creer en él, el pan de vida, si no les fuere dado del Padre ese creer. El final de toda la perorata armada fue que ellos se retiraron con murmuraciones contra las palabras del Señor. Por si fuera poco, concluyeron con una falacia de generalización apresurada: Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?
Es apresurado y mentiroso ese argumento final de aquellos discípulos, por cuanto la disquisición se centraba en la capacidad de ellos: si ellos no podían aceptar ese enunciado, más nadie podría hacerlo. De allí su pregunta retórica: ¿quién puede oír esa palabra? Pero exageraron en su apresuramiento ya que el Señor les había dicho también que esa palabra sería oída por aquellos que el Padre enviaría. Esa es la condición, ese es el requisito, que el Padre envíe a los que ha enseñado y así el Hijo no los echa fuera, sino que los resucita en el día postrero.
Sabemos que el verbo griego usado por Jesús para denotar el acto de llevar del Padre es ELKO. Este verbo quiere decir: arrastrar, dragar, como lo hacen los barcos en la mar, entre otras acepciones. En otras palabras, el Padre nos arrastra hacia el Hijo, nos lleva a la fuerza. Eso no significa que nosotros no tengamos la convicción de estar con el Señor, ni que deseemos huir de él, simplemente que aunque nos lleve a la fuerza (porque es una metáfora del trabajo sobre un alma que ha estado muerta en delitos y pecados) vamos de buena voluntad en ese día de Su poder. Y ese poder de Dios se manifiesta precisamente por la fuerza de su Espíritu como garantía de nuestra redención final: Tu pueblo lo será de buena voluntad en el día de tu poder, en la hermosura de la santidad: desde el seno de la aurora, tienes tú el rocío de tu juventud (Salmos 110:3).
Dado que el buen árbol no puede dar malos frutos, y que esos frutos se manifiestan por lo que confiesa la boca de parte del corazón (de acuerdo con la enseñanza de Jesús mostrada en el libro de Lucas, capítulo 6, versos 43-44), ninguno de los que confiesan cualquiera de los evangelios diferentes ha sido redimido. Recordemos que el Buen Pastor nos enseñó por su doctrina que sus ovejas no se irían tras el extraño (Juan 10:1-5). Asumir que Jesucristo murió por cada ser humano, sin excepción, es proferir un evangelio diferente, es caer en el anatema decretado por Pablo en su Epístola a los Gálatas.
Si el Padre enseña a los suyos para enviarlos hacia el Hijo, ¿cómo puede alguien que es redimido argumentar que por un tiempo después de la redención él anduvo en el extravío de la doctrina extraña? Eso sería contradecir la enseñanza del Buen Pastor, lo dicho en los evangelios y lo enunciado a lo largo de las epístolas apostólicas. Sería, además, contravenir el sentido de la redención manifestado desde el Antiguo Testamento. La ley no salvó a nadie, la ley era el Ayo que nos llevaría a Cristo, pero no era en sí misma la redención. Y si Dios hizo a los réprobos en cuanto a fe, porque no se hicieron solos a sí mismos, Dios no quiere en ningún momento que ellos sean salvos. Véase lo que dice el Espíritu respecto a Esaú, en la Carta a los Romanos, capítulo nueve. Y cuando en la Escritura se dice que Dios quiere que todos los hombres sean salvos, sucede lo mismo que con la palabra mundo. Hay un contexto en el que aparecen los vocablos y hay que respetar el sentido de la gramática, de la aparición de las palabras, entre otras cosas. En ese texto en particular Pablo está hablando de categorías humanas: los reyes y todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad. Acá está el sentido de las peticiones, además de que la palabra salvación no siempre ha de referirse a la vida eterna. Cuando Pablo dice que las mujeres se salvarán engendrando hijos, no está diciendo nada de la salvación eterna. Si así fuera sería un absurdo después de todo lo que él predicó y de toda su enseñanza; él conocía acerca de la predestinación de Dios, por lo cual manifestó gran dolor por sus parientes según la carne, quienes no fueron predestinados en su total conjunto. Aquella era una salvación social para las mujeres, referida por el apóstol, de acuerdo al contexto.
Juan nos recomienda y nos exhorta a no darle la bienvenida a ninguno que no traiga la doctrina de Cristo, a reconocer los espíritus -probándolos para ver si son de Dios. Esto se refiere a las personas, exigiéndoles decir en qué confiesan. Nos dice el apóstol que el que no habita en la doctrina de Cristo no tiene ni al Padre ni al Hijo. Queda muy claro, porque él también conocía lo que había oído del Señor: El buen hombre del buen tesoro de su corazón saca bien; y el mal hombre del mal tesoro de su corazón saca mal; porque de la abundancia del corazón habla su boca (Lucas 6: 45).
César Paredes
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