La Biblia plantea continuamente que el hombre no posee habilidad alguna para acudir al Dios de las Escrituras. De hecho, el hombre puede buscar cualquier otra divinidad, tiene posibilidades ad infinitum para encontrar cualquier confección que le cause un buen impacto, pero estará por naturaleza enemistado con el Dios de la revelación. La caída federal causada por Adán y Eva ha hecho que la muerte se haya introducido desde el Edén, habiendo sido ésta una forma espiritual de deceso seguida de la corporal o física.
La maldición del Génesis se propagó por toda la creación contaminada por el pecado humano. Justo es reconocer que no hubo error divino en ese tropiezo de la humanidad sino más bien un decreto escondido que se manifestó en tiempo oportuno. Decía el apóstol Pedro que el Cordero de Dios estuvo preparado desde antes de la fundación del mundo para ser manifestado en el tiempo apostólico. Esa declaración -si asumimos que toda la Biblia es inspirada por Dios- nos da cuenta del momento en que Dios planificó los eventos de nuestra historia. Desde antes de la creación misma, como lo demuestra una y otra vez en múltiples declaraciones por medio de sus profetas.
A Jacob amó Dios pero a Esaú odió, y estas cosas las hizo antes de que fuesen creados, antes de que hiciesen bien o mal. Es decir, Dios no esperó las obras humanas para redimir o para condenar; más bien lo hizo todo de acuerdo al consejo de su voluntad. Por supuesto, tal declaración genera molestia y mucha incomodidad en las almas no redimidas. Hay algunas personas que creen haber participado del don celestial pero levantan el puño contra el Dios soberano por tal afirmación. Ellos son los objetores que siguen a su ejemplo y modelo descrito en el capítulo nueve de la carta a los romanos. ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues ¿quién ha resistido a su voluntad?
Pero el Hijo del Hombre vino a este mundo para morir por el pecado de su pueblo, como se declara en el Nuevo Testamento y como se anunciaba desde el Antiguo. Él dijo que todo lo que el Padre le daba iría hacia él; con semejante declaración entendemos varios aspectos de su mensaje: 1) El Padre tiene el poder absoluto para enviarle gente al Hijo; 2) No hay uno solo de los que haya enviado el Padre que no acuda a Cristo; 3) Los que no han acudido a Jesucristo para salvación eterna no han podido hacerlo porque no han sido enviados por el Padre; 4) Los que se pierden eternamente son los que el Padre reprobó desde antes la fundación del mundo, tal como se dijo de Esaú a quien odió aparte de sus obras. (Véase Juan 6:37).
Otra declaración bíblica nos pone en el aviso de lo que creemos. Dios nos escogió desde el principio para salvación por la fe de la verdad (2 Tesalonicenses 2:13). No es la fe en la mentira, en lo falso o en el otro evangelio lo que nos salva, más bien nos salva Dios por medio del Hijo a través de la fe de la verdad. Esta aseveración concuerda con lo que el Buen Pastor dijo de sus ovejas, que oirían siempre su voz, lo seguirían y huirían siempre del extraño. ¿Y quién es el extraño sino el otro, el falso pastor y falso maestro doctrinal? El extraño es aquella persona que se jacta de enseñar doctrinas propias o privadas, ajenas a la interpretación pública de las Escrituras.
Fue el Señor quien dijo también que nadie tenía la capacidad de ir a él, a no ser que el Padre lo lleve por fuerza (Juan 6:44). La inhabilidad humana en materia espiritual queda resuelta en la comisión del Padre de enviarnos hacia el Hijo. Recordemos el axioma bíblico, todo lo que el Padre envía al Hijo va irremediablemente hacia él (y no es echado fuera). Ah, pero es solamente todo lo que el Padre envía, porque el hombre natural no puede discernir las cosas del Espíritu de Dios. Para ese hombre caído el evangelio es una locura, de principio a fin.
Pensemos un momento en el contenido de la Biblia. Desde el Génesis se nos cuenta que Dios hizo al mundo en seis días. Ya eso asombra, molesta a la mente cautivada y seducida por la falsamente llamada ciencia. Pero si seguimos leyendo vemos que el hombre fue hecho del polvo de la tierra, no se dice que evolucionara del pez o que descendiera del mono. Tampoco se habla de millones de años en evolución, y eso incomoda al hombre natural que prefiere hacerse sabio aunque raye en la necedad. Uno sigue leyendo de libro en libro y por toda la Biblia encuentra lo sobrenatural, hechos milagrosos, un mar que se abre en dos para dar paso a los hijos de Israel, una nube que oculta el sol y una luna que alumbra en la noche como guía del pueblo que camina.
El ángel viene y ciega a los habitantes de Sodoma, de donde salva solamente al justo Lot y a parte de su familia; una mujer se vuelve estatua de sal, fuego y azufre descienden del cielo y consumen la ciudad. Después vemos el milagro con Abraham y Sara al tener un hijo cuando su naturaleza se los impedía. Uno sigue leyendo y de principio a fin continúa viendo acciones milagrosas de Dios. Es como si se leyera un libro cargado de fantasías y todo eso hay que creerlo porque si se duda de ello no se tiene fe.
Bien, el hombre en su sano juicio natural no puede asumir tales maravillas como hechos reales. Se dice entonces que todo eso es metafórico, alusivo a la fe que ayuda a la mente humana. Pero esa misma Biblia nos da cuenta de la razón por la cual el hombre en su estado caído no puede ver como verdades tales relatos. Dice que él está en enemistad contra Dios, que lo que allí lee es indiscernible para la inteligencia humana y por consiguiente no tiene que acatar el mandato de tal divinidad. Y esa es la razón por la que la misma Escritura acentúa el hecho de que la humanidad está muerta en sus delitos y pecados y no puede por sí misma acudir al Dios de la Biblia.
Hace falta otro milagro más, que el Padre lleve la criatura al Hijo. En este punto los religiosos de oficio se niegan a aceptar este otro hecho sobrenatural, habiendo aceptado por norma de fe los miles restantes descritos en la Escritura. Declaran que el hombre es libre por naturaleza, independiente de Dios, autónomo para decidir a favor o en contra de su Creador. De esta forma resuelven la vieja molestia de la soberanía absoluta de Dios, cuando al haber creado todas las cosas hizo al hombre para que pecara, para que se enemistara con Él, para después tener misericordia solamente de los que había amado desde antes de la fundación del mundo.
Los oficiosos de la religión aducen que Dios es amor para todos sin excepción. De esta forma niegan que haya odiado a Judas, a Faraón, a Esaú, a todos los demás réprobos en cuanto a fe de los cuales la condenación no se tarda. En este punto uno podría preguntar ¿de qué le sirvió ese supuesto amor de Dios a Judas Iscariote, si tenía que seguir el guión preparado por el mismo Creador para su condenación como hijo de perdición? Los del otro evangelio aseguran que Jesús murió por Judas Iscariote, por el Faraón de Egipto, por los moradores de la tierra cuyos nombres no fueron escritos en el libro de la vida del Cordero desde la fundación del mundo (Apocalipsis 13:8 y 17:8).
Fue el mismo Jesús quien declaró que ponía su vida por las ovejas, que los que no creían en él no lo hacían porque no eran parte de esas ovejas. Añadió que no rogaba por el mundo (por el cual no moriría al día siguiente en el madero) sino solamente por los que el Padre le había dado y le daría. Vaya, esa declaración del Señor concuerda en grado sumo con lo que él mismo dijo respecto a la inhabilidad total de los seres humanos para ir hacia él (Juan 6:44). No en vano se repite en la Biblia que toda la humanidad en su estado natural se volteó contra Dios, que nadie hace lo bueno, ni siquiera uno solo (Romanos 3:9-12).
No dudamos ni un momento que las personas que están bajo el dominio de la carne se ocupan de los asuntos de la carne. De igual forma, los que andan conforme al Espíritu de Dios se ocupan de los asuntos del Espíritu. Y es que la mente bajo la carne está en enemistad contra Dios y está muerta, mientras que el ocuparse del Espíritu es vida y paz. La mente sujeta a la carne no puede sujetarse a la ley de Dios, por esta razón no hay la posibilidad de agradar a Dios (Romanos 8:5-8).
Los filósofos que se llaman a sí mismos sabios, los escribas de acuerdo al relato bíblico, los disputadores de este mundo, los hombres racionalistas, todos aquellos que carecen del Espíritu de Dios, así como cualquier otra persona no regenerada que deambula por los prolíficos caminos de la lujuria y el placer carnal, no pueden agradar a Dios. El evangelio de Cristo es una de las cosas profundas del conocimiento de Dios, si bien es anunciado a cualquier persona como testimonio de la verdad. Pero ese evangelio debe ser discernido con el Espíritu de Dios, lo que nos lleva a la esencia de todo lo dicho: Si Dios no despierta el corazón del hombre de nada le sirve escuchar su palabra. Si no hay regeneración de lo alto el evangelio seguirá escondido en los que se pierden.
El evangelio es otro milagro más del Señor, por lo tanto viene a ser una locura más para el hombre natural. El anuncio de salvación a los escogidos de Dios es visto como un absurdo contrario a la razón, como si fuese el producto de una razón extraviada en un laberinto, como una actividad de una mete enloquecida y enajenada por causa de la religión. Ese evangelio del reino debe ser discernido por una luz espiritual, bajo la influencia de la mente de Dios, con la asistencia del Espíritu de Dios. De allí que por causa de la inhabilidad total humana para estas cosas divinas Jesucristo haya tenido que decir una y otra vez que nadie podía ir hacia él, a no ser que el Padre lo lleve a la fuerza. De esta manera, todo lo que el Padre le da al Hijo viene a él, y el Hijo no lo echa fuera.
César Paredes
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