El profeta clama al Dios de la creación y parece no tener respuesta, se conmueve y piensa que su Dios no es el héroe que ha imaginado. Así le acontece a mucha gente, supone que Dios saldrá como un Caballero al frente con espada y lanza para horadar a nuestros enemigos. Sin embargo, en numerosas ocasiones no se ve al Creador de todo cuanto existe ataviando al enemigo para combatir a su pueblo. El rey de Asiria fue ordenado para causar muchos males, pero él no lo suponía de esa manera; el Señor tenía el propósito de destruir al mencionado rey al final de su recorrido.
Habacuc es un profeta y es también un hombre común, un ciudadano preocupado por la injusticia que triunfa ante los jueces. ¿Hasta cuándo? es el grito profético, el clamor de su angustia, por invocar a un Dios que no actúa ni responde. Harto estaba el hombre de Dios de ver iniquidad, angustia y violencia, sin que el Creador se ocupara de su pueblo. Pero después de su imprecación vino la respuesta del Señor. Un oráculo se revela ante el profeta como señal del Dios que está pendiente; sin embargo, ese anuncio sigue siendo terrible, nada consolador en un primer momento.
El mensaje mostraba que Dios se estaba ocupando de sus negocios en esta tierra, pero que no lo hacía como respuesta a una plegaria ni para quedar como un héroe entre los seres humanos. Simplemente se manifiesta como Dios soberano, el que todo lo planifica y el que hace que todo ocurra. El Señor le pide al profeta que mire entre las naciones para que vea el ajedrez en el cual está jugando. Son tácticas mayores que el profeta como hombre común no podía imaginar, como nosotros tampoco suponemos lo que nos viene en derredor. Más allá de los ligeros análisis políticos y económicos alguien podría pensar que el mundo anda mal, que está a la deriva, que Dios lo ha entregado al terror de la impiedad.
El profeta comprendió lo que el Dios soberano le indicaba, que su pueblo no moriría. Ah, pero no se refería a la muerte física sino a la del espíritu. Es cierto que el pueblo de Dios no sufrirá la muerte segunda, la del impío. La vida eterna está asegurada en Jesucristo, en la propiciación que hizo por su pueblo. Habiendo sido ordenado para vida eterna el creyente no puede padecer la muerte espiritual, ya que la palabra de Dios permanece para siempre (Isaías 40:8; Salmo 119:89; 1 Pedro 1:25).
Poco importa si el tirano es asirio, cananeo, egipcio, romano o de cualquier otra nacionalidad de la tierra. El asunto es que el gran tirano universal del mundo es Satanás y bajo él está la tierra con sus principados, de tal forma que somos extranjeros en su territorio. No obstante, la respuesta que Dios le dio a Habacuc es buena para nosotros, el hecho de mirar entre las naciones gentiles o paganas y ver lo que el Señor estaba haciendo. En otras palabras, si nos atenemos a las Escrituras conoceremos que aún al malo ha hecho Dios para el día malo (Proverbios 16:4). El orgullo del opresor no durará para siempre, empero el justo por la fe vivirá.
Esta es la gran verdad del evangelio, el justo ha de vivir por la fe, expresión dicha por el profeta y retomada después por el apóstol Pablo. Ese es el emblema de todo creyente, vivir por la fe que le ha sido dada. Sabemos que no es de todos la fe, pero la fe que tenemos nos ha sido dada por Dios (Efesios 2:8). La impiedad que vemos en medio nuestro la observamos también en lugares distantes. Es todo el planeta sometido bajo la iniquidad, mientras nuestra fe (la fe del justo) asume como un duro peso el suplicio que padece la humanidad en general. Pero en lugar de tornarnos hacia el escepticismo (si mirásemos románticamente al Dios-héroe) nos asimos duramente a la fe que nos ha sido dada: el justo vivirá por la fe.
Cuántas veces no hemos escuchado el silogismo preparado como trampa para nuestra fe: Si Dios es bueno ¿por qué creó al diablo? Si Dios es Todopoderoso, ¿por qué no elimina el mal? Entonces, la conclusión habría de ser que Dios no es bueno o no es todopoderoso. El profeta tal vez escuchó algo parecido en medio de su pueblo, en medio de la nación en que habitaba. El fue con ímpetu a preguntarle al Dios al cual servía acerca de la razón por la cual no actuaba contra la injusticia desbordada. La respuesta del Señor fue rápida, segura, capaz de satisfacer su alma: mira hacia las naciones y ve lo que estoy haciendo. Hay un oráculo revelado que le indica al profeta esa otra parte del panorama que no veía: Dios tiene un propósito en todo lo que acaece en el mundo que Él ha creado. Nuestro deber es asumir ese hecho por medio de la fe que nos ha sido dada. No agradará a Dios el justo que se volviere de la fe, el que no vive por medio de ella.
Sin fe es imposible agradar a Dios y es necesario que todo el que se allega a Él crea que le hay.
¿Y quién es el que se atreve a decir que aconteció algo en el mundo que el Señor no haya mandado? Ese es el principio al que debe apuntar nuestra fe, a Dios como Soberano del universo que ha creado. Incluso el mal que ha acontecido en la ciudad ha sido hecho por Él mismo (Amós 3:6). Cuando aprendamos a mirar esos textos del Antiguo Testamento comprenderemos hacia dónde apunta la fe que nos ha sido dada.
No es una fe mágica que cree en un Dios héroe, en un Dios romántico, en un Ser que acude para enderezar las cosas. No es la fe que dice crear de la nada o que lanza decretos por doquier, ni es la fe colocada en un dios que no puede salvar. Recordemos que si el justo vivirá por la fe es porque esa fe le ha sido dada, de acuerdo a lo que dice Efesios 2:8: que la salvación, la gracia y la fe son un don de Dios. Esa fe nos lleva por fuerza a ver hacia las naciones, como lo hizo con Habacuc. Hemos de mirar hacia el mundo pagano, ver lo que Dios hace para ordenar sus profecías, para que ellas tengan sentido pleno, para que no falte ni una jota ni una tilde de lo que ha dicho.
Es entonces cuando podremos clamar con el profeta diciéndole al Señor que avive su obra, que la dé a conocer a través de las generaciones, en medio de cualquier circunstancia. Pues eso es de lo que trata la Escritura, de la gloria de Dios Padre y de la gloria del Hijo, así como de la gloria del Espíritu que revive a los que han sido ordenados para vida eterna. La Escritura no hace al hombre el centro de la creación, sino que nos hace ver a Dios como Salvador de la criatura perdida.
Por mucho estrés y dolor que nos cause el mal en el mundo o en medio de la iglesia, nuestra mirada debe estar dirigida al Dios soberano, al que gobierna las naciones y hace como quiere. Podemos preguntarle a Dios acerca de las razones por las que ocurre tanto mal en este planeta, pero siempre obtendremos la misma respuesta: Dios es soberano y su pueblo no perecerá jamás en la muerte segunda.
César Paredes
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