Una gran cantidad de personas que se llaman a sí mismas cristianas sostiene que la fe es una condición para la salvación. En su afán por realizar obras que demuestren su esfuerzo personal para optar a la salvación de su alma, han indagado en las Escrituras acerca de la fe; pero su manera de apreciar las palabras bíblicas demuestra que es su propia interpretación privada la que colocan como inspiración para sus vidas. De esa forma se asume mal la premisa mayor de la investigación y en consecuencia se obtiene una conclusión ilógica, contraria a lo que se ha leído en el Sagrado Libro.
Colocar aunque sea una condición en el Ordo Salutis (el orden de salvación) presupone un trabajo individual anexo al del Hijo de Dios en la cruz. La Biblia reitera que no es por obras, para que nadie se gloríe; si fuese por obras la gracia ya no sería gracia. Agrega que la gracia de la salvación implica que ya no es por obras. Y es que la obra demanda salario, una paga como recompensa; en cambio, la gracia entrega la dádiva sin que el individuo alegue mérito personal alguno.
Pablo en su carta a los Efesios lo dice en forma muy específica, al colocar la fe, la gracia y la salvación en un mismo paquete. Agrega el apóstol que todo esto no es de nosotros sino un regalo de Dios (Efesios 2:8). Muchas personas mentirosas han tergiversado el texto con osadía, incluso hay quienes agregan opiniones gramaticales de la lengua griega que son infelices. Lo cierto es que la gracia (χαριτι) es de género femenino en griego, la salvación viene escrita en forma de un participio perfecto pasivo masculino plural, género que se presenta por cuanto los participios verbales se comportan como adjetivos (σεσωσμενοι- habéis o habiendo sido salvados), por medio de la fe (πιστεως) un sustantivo femenino. En síntesis, tenemos dos términos femeninos y uno masculino, razón por la cual se escribe en neutro el pronombre demostrativo que le sigue (τουτο), con la indicación del apóstol de que esto no es de vosotros (nosotros).
¿Qué es lo que no es de nosotros? ¿Qué es lo que no es obra nuestra? Todo eso que acaba de decir el apóstol: la gracia, el que hayamos sido salvados y la fe. Ninguna de esas tres cosas nombradas por el apóstol es obra nuestra, como si pudiésemos alegar trabajo individual en materia de redención. El apóstol aclara que todo eso es un regalo (δωρον) de Dios. De esta forma se deja asentado en las páginas de la Biblia que Dios no capacita a nadie para que actúe en consecuencia y obtenga la salvación, ya que nada depende de lo que hagamos sino de lo que hizo Jesucristo en la cruz.
La expresión del Hijo de Dios cuando estaba en el madero es reveladora de lo que dijo Pablo. Al Señor haber dicho Consumado es enunció que todo había acabado, que todo era perfecto y no se le podía añadir nada. Pero los anticristos levantados desde hace siglos han proclamado que en lugar de Cristo uno puede añadir algo más para agradar al Padre, profanando la obra perfecta y añadiendo a lo perfecto nuestra imperfección. Ni siquiera la fe es obra nuestra, sino un don de Dios que se obtiene una vez que hemos sido redimidos, una vez operada la regeneración en nosotros por el Espíritu de Dios.
La fe que nos es dada viene enfocada o establecida en relación al trabajo y la persona de Jesucristo. La fe es la certeza que Dios da a cada redimido acerca de que tenemos vida eterna, de que él es nuestro Padre, de que Jesucristo pagó todos nuestros pecados en la cruz. La fe es la seguridad de que no podemos añadir nada más al trabajo del Señor en el calvario, de que todo ha sido consumado en materia de salvación. La fe es la certeza de que Dios hizo todo en favor de los pecadores que no pueden hacer nada. Esto está de acuerdo con las Escrituras que dicen reiteradamente que Él se escogió a un pueblo para Sí. Ese pueblo fue el que vino a redimir el Señor, ese pueblo fue totalmente representado en el madero por el Hijo. Por medio de esa fe sabemos que es verdad lo que está escrito, que Jesús no rogó por el mundo la noche previa a su crucifixión.
De la fe que nos ha sido dada se derivan varias consecuencias en la vida del verdadero creyente. Veamos algunas de ellas: 1- Conocemos el poder del trabajo eficaz del Señor en la cruz; 2- Comprendemos que la fe no es un requisito previo para la salvación; 3- Llegamos a creer que la fe es un instrumento por el cual el creyente recibe la justicia de Jesucristo por la que somos justificados; 4- Entendemos que la salvación es por gracia y no por obras, por lo cual la fe no puede jamás ser una obra o causa de la redención sino una consecuencia de ésta.
EL PECADO QUE MORA EN MI.
El que Dios haya regenerado a un pecador no implica que haya removido el pecado en forma absoluta en el creyente. Seguimos pecando día tras día, continuamos moviéndonos bajo la vergüenza de esa mancha que ahora abominamos. Pero esos errores de cada día no nos hacen abandonar la fe que nos fue dada, ni hacen que el Espíritu que es las arras de nuestra salvación abandone su habitáculo. Esto resulta incómodo para los neo-gnósticos que piensan que como el Espíritu Santo es Puro no puede convivir con un pecador impuro. Pero la Biblia lo afirma, que Él mora en nosotros y estará con nosotros todos los días.
Por la fe que tenemos conocemos y aceptamos la seguridad de la redención. En el cual (en Jesucristo) tenemos seguridad y entrada con confianza por la fe de Él (Efesios 3:12). El Señor fue inmolado y nos redimió para Dios con su sangre, por medio de la fe tenemos confianza en que todo lo que dice la Escritura es absolutamente cierto. De no ser así sucumbiríamos ante las olas del embravecido mundo, en la desesperanza en la cual andan los que no han creído el anuncio.
Pablo sabía que él era carnal, vendido al pecado. Lo que dijo de sí mismo es dicho de cada creyente, de tal forma que hacemos aquello que no queremos. El apóstol se da cuenta de que el solo hecho de saber que no quiere hacer lo bueno le ha permitido reconocer que el mandamiento de Dios es bueno, dado que el pecador habituado a su maldad y muerto en sus delitos y pecados no puede reconocer la fealdad del pecado.
El pecado que moraba en el apóstol, como el que mora en cada creyente, es el que actúa en nosotros, por cuanto en nuestra carne no mora el bien. Tenemos el deseo de andar siempre como hijos de luz pero no alcanzamos a cabalidad tal intención. Esa es otra prueba irrefutable de la salvación por gracia, ya que jamás en esta vida haremos siempre el bien que queremos hacer, ni dejamos de hacer el mal que tanto odiamos. Si la salvación fuera por demostrar conducta proba nadie sería salvo; es decir, no es por obras, para nadie se gloríe, sino por gracia. La gracia de haber sido perdonados a pesar de nuestra condición humana pecadora.
Hay una lucha entre el pecado y la ley de la mente renovada. La ley de Dios escrita en la mente del convertido es deleitosa, impartida por el Espíritu de Dios. El principio de gracia que fue llevado hacia nuestra mente reina en cada persona que ha creído el evangelio; sin embargo, la ley del pecado se opone a la ley de la mente. Una lucha continua nos acompaña hasta el final de nuestros días en la tierra, por lo que con la ley del pecado cometemos actos hostiles contra la ley del espíritu o de la mente. Carne y Espíritu se oponen entre sí y como reflejo de esta batalla vemos la oposición entre el pecado y la gracia.
Aunque seamos llevados cautivos al pecado no permanecemos bajo el dominio absoluto de éste. De la misma forma jamás dejamos de ser miembros del reino de los cielos, si bien la batalla librada en nuestro ser entre el Espíritu y la carne nos obliga a la agonía. Esa lucha se da por cuanto sabemos que no pertenecemos más a ese territorio adonde somos llevados de nuevo. Habiendo alcanzado una nueva ciudadanía, los recuerdos de Egipto nos atraen todavía con su seducción. Pero la fe que nos ha sido dada nos permite mirar con confianza hacia las promesas hechas, dando siempre gloria a Jesucristo por la redención que alcanzó a nuestro favor.
En esa lucha ejercida entre el anhelo de la carne contra el anhelo del Espíritu, el creyente se siente miserable. Él sabe que está en un cuerpo de muerte del que desea ser liberado cuanto antes. Quisiéramos disfrutar desde ya la vida inmortal, libres del peso del cuerpo de muerte que cargamos encima. Como si nuestra vida transcurriera en una funeraria rodeada de ataúdes y carcasas vacías de almas. Si los muertos en delitos y pecados están bien muertos, nosotros no dejamos el olor propio de la muerte, porque éramos por naturaleza hijos de la ira como los demás. El pecado se encarga de llevar hacia nuestro olfato su fetidez, signo natural de la maldición que representa.
La pregunta del apóstol fue quién lo libraría de ese cuerpo de muerte. La respuesta encontrada fue dar gracias a Dios por Jesucristo. Ante nuestra similar interrogante no tenemos otra respuesta que la conseguida por el apóstol. Esto lo asimos en virtud de la fe que nos ha sido dada para caminar bajo la confianza de quien ha hecho promesas que puede cumplir por siempre. Cuando Dios le da vida a un muerto en delitos y pecados lo resucita para vida eterna, le da la fe para que pueda andar con los ojos del espíritu y no solamente con los ojos de la carne. Allí comienza una batalla épica que perdura hasta el fin de nuestros días en esta tierra. Qué bueno que la fe no haya sido una condición para nuestra redención porque entonces nadie podría alcanzar la promesa sin la condición.
César Paredes
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