Martes, 14 de noviembre de 2017

De acuerdo a lo que Pablo escribió en su carta a los Efesios, la fe es un regalo de Dios (Efesios 2:8). Ahora bien, existe una ley de la fe que se antepone a la ley de las obras. La ley de las obras no es otra cosa que la exigencia de los legalistas que se apegan a la letra que mata, que se ahuyentan del espíritu de la ley y del sentido de ella. Dice la Escritura que la ley fue dada para que abundara el pecado, que la ley no salvó a nadie sino que más bien ella condena. El mandato divino es general y para todos pero nadie puede cumplirlo sin ser culpable de errores. Por lo tanto nadie pudo alcanzar la justicia perfecta que le fue demandada.

Por otra parte, la condenación vino como consecuencia del incumplimiento del mandato del Señor. Pero dado que Dios no quiso condenar a todos sino mostrar también su misericordia para con algunos, constituyó un pueblo desde antes de la fundación del mundo para darle a conocer el misterio de su gracia y de su amor. Para ello constituyó desde los siglos a Su Hijo como el Redentor, en su plan eterno e inmutable. De esa manera, venido el tiempo, Jesucristo habitó entre los hombres y cumplió a perfección la ley de Dios. Como era el Cordero sin mancha, el hombre sin concupiscencia, no pudo ser vencido por el pecado sino que él lo venció en la cruz.

Dentro de la confusión doctrinal que genera el mundo está la idea de la expiación universal. Una gran parte de la falsamente llamada iglesia asegura que Cristo expió los pecados de todo el mundo, sin excepción, de manera que toda la humanidad tiene la opción de salvación. Para que la redención llegase a ser cumplida el hombre ha tenido que hacer un pequeño trabajo en el cual se autocapacita y le da la bienvenida a Jesucristo. Dado que esa falsa doctrina ha dicho que Cristo murió por los pecados de toda la humanidad, sin excepción, afianzada en textos fuera de contexto, el hombre tiene su parte en la redención universal. Ellos dicen que Dios hizo lo que podía hacer pero que ahora le toca a cada quien completar el trabajo de la cruz.

¿Cómo completa ese trabajo el hombre muerto en delitos y pecados? La sutileza teológica del falso evangelio asegura que Dios habilita por un instante a cada ser humano para que tome la decisión de ir al cielo o al infierno. Eso lo hace en virtud de que se despoja por un momento de su soberanía absoluta (que ya no sería tan absoluta) y le retribuye al ser humano caído en delitos y pecados la posibilidad de tomar la decisión. Entonces, los predicadores del otro evangelio, del evangelio diferente, toman la palabra y estimulan a sus masas para que no deje para mañana la decisión que debería tomar hoy. Tal vez mañana no habrá lugar, aseguran, tal vez la muerte te arrebate la posibilidad de la salvación.

Esa teología tiene multitudes de seguidores porque es demagógica. Sin embargo, la falacia de la cantidad no hace verdadero a ese falso evangelio. Lo contrario, la Escritura asegura que Jesús no rogó por el mundo la noche antes de su crucifixión, sino que rogó solamente por los que el Padre le había dado (Juan 17:9). Y ese mismo Jesús afirmó que nadie podía venir a él si el Padre no lo trajere a la fuerza (Juan 6:44), de manera que tuercen las Escrituras quienes predican y creen el evangelio de la expiación universal.

Decir que el Redentor derramó su sangre por personas que no tienen identidad alguna, sin nombre alguno, sino por un concepto llamado humanidad, es contrariar las enseñanzas del Buen Pastor, el cual llama a cada una de sus ovejas por su nombre (Juan 10:1-5). Pero significa igualmente tal afirmación que la sangre de Jesús es pisoteada en los que se pierden y que se hizo inútil en aquellos que lo rechazan. Al mismo tiempo contraría la enseñanza apostólica de que Dios tiene misericordia de quien quiere tenerla y endurece a quien quiere endurecer. Contraviene la misma enseñanza que dice que Dios odió a Esaú antes de que fuera concebido, antes de tener obra alguna, sea buena o mala, para que el propósito de la condenación descansase en el Elector. Lo mismo se dijo del amor de Dios por Jacob, antes de ser concebido, para que la salvación repose por siempre en el Elector y no en la criatura ni en sus obras (Romanos 9:11,13).

Pero los predicadores contemporáneos siguen al pie de la letra lo que sus maestros fariseos decían hace dos mil años, que la salvación es por buenas obras. Aquellos se afianzaban en el cumplimiento de la letra de la norma, bajo la hipocresía de la apariencia religiosa. Hoy día se hace igual, pues los que afirman un evangelio diferente al que enseñó Jesús se ufanan de sus buenas obras, en especial de su buena decisión de seguir al Señor. Olvidan que la fe es un regalo de Dios, y es la fe en que Cristo es la justicia de Dios, el que satisfizo la ley divina y en quien descansa nuestra justicia. Porque Dios no reconoce ninguna justicia humana sino la del Hijo, y justifica solamente a aquellos que tienen la fe en ese Hijo. Pero esa fe es un regalo de Dios, y no es de todos la fe; entonces, la fe que Dios da la da solamente a los que Cristo redimió en la cruz. De lo contrario, toda la humanidad sería salva sin excepción, porque Dios no cobraría dos veces por el mismo pecado.

Jesucristo cargó en el madero todos los pecados de todo su pueblo; de allí que añadir una lista de justificados por la fe bajo la premisa de una expiación universal que da la oportunidad a cada ser humano en particular es una mentira. Judas Iscariote no fue objeto del amor de Dios, tampoco lo fue el Faraón de Egipto, ni Esaú ni ninguno de los que ellos representan. Ellos son un arquetipo de la Biblia para darnos a entender que hay un continente de réprobos en cuanto a fe que sufrirán por siempre el justo juicio de Dios por sus pecados, pero al mismo tiempo son el contraste del gran amor de Dios por su pueblo escogido, por los que representa Jacob, de acuerdo al relato bíblico.

Asegurar que Jesucristo redimió a toda la humanidad sin excepción, en forma potencial, es hacer del infierno eterno un monumento al fracaso de Dios. Dios hizo su parte por todos pero no todos lo recibieron, de manera que el infierno se levanta como la cripta que anuncia su fracaso, como el emblema de los errores de Dios. Eso es una blasfemia segura, pero en eso creen los que afirman que Jesucristo murió por todos, sin excepción. Ellos están diciendo que también murió por Judas Iscariote, aunque era el hijo de perdición, que murió por Faraón, aunque fue levantado para mostrar la justicia de Dios en toda la tierra, que murió por los Esaú del mundo que fueron levantados para mostrar el odio de Dios (MISEO, verbo griego que se coloca en la carta a los Romanos, y que significa ODIAR). 

La justicia de Dios se ha revelado aparte de la Ley, pues Dios es el justo y quien justifica al que es de la fe de Jesús. El hombre es justificado por fe sin las obras de la Ley, ya que Dios justifica a Su pueblo solamente bajo la garantía de quien aplacó su ira, de quien aseguró la salvación, de quien derramó su sangre y nos representó en la cruz. Todo lo acá dicho puede ser leído en Romanos 3: 21-28, de manera que no es la decisión que uno toma lo que hace la diferencia sino la decisión que Dios tomó desde antes de la fundación del mundo. Pero hay quienes se exaltan ante tal aseveración y elevan su puño al cielo objetando la justicia de Dios. Ellos exclaman: ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues, ¿quién ha resistido a su voluntad?

Pero si la decisión humana marcara la diferencia entre cielo e infierno, entre salvación y condenación, habría de que gloriarse; sin embargo, la jactancia queda excluida. Ese es el texto enmarcado en Romanos 3:27, que la ley de las obras nos daría de que gloriarnos. En cambio, la Escritura nos enseña a gloriarnos solamente en la cruz de Cristo, pues comprendemos que su trabajo en la cruz es lo único que hizo la diferencia entre salvados y perdidos (Gálatas 6:14). Lo que uno cree que hace la diferencia entre cielo e infierno es de lo que uno se gloría. Si usted es la diferencia, si su decisión es la diferencia, si su buena voluntad es la diferencia, entonces usted tiene de que gloriarse. La perversa doctrina de la expiación universal exige la jactancia en el hombre, antes que en la cruz de Cristo.

Esto es una perversión por cuanto se supone que Jesucristo hizo lo mismo por los que están en el cielo como por los que están en el infierno, de manera que los que se condenan lo hacen porque no aprovecharon el esfuerzo del Hijo de Dios. Recordemos que si Cristo hizo el mismo esfuerzo por los que se condenan como por los que son salvos, se deduce que el esfuerzo del pecador marca la diferencia. En ese caso, el pecador tendría de que jactarse y su jactancia no estaría centrada exclusivamente en la cruz de Cristo.

Recordemos también lo que Pablo afirmó, que no tenemos de que jactarnos sino solamente de la cruz de Cristo (Romanos 3:27). En cambio, los que pregonan el evangelio falso de la expiación universal se jactan en ellos mismos, en su sabia decisión y en su aprovechamiento de la oportunidad. Eso implica que el Hijo y el Padre comparten su gloria con el hombre, pero Dios ha dicho todo lo contrario, que no dará su gloria a nadie. Yo Jehová: este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas (Isaías 42:8).

César Paredes

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