El precepto y el decreto son dos conceptos importantes para entender la absoluta soberanía de Dios, para comprender que todo cuanto acontece ha sido predestinado de la misma forma en que sucede. Un precepto es un mandato, una orden a cumplir. El precepto comprende reglas e instrucciones para alcanzar un determinado arte o una conducta específica. De allí que el precepto puede contender listas, catálogos, reglas, siempre que todas ellas apunten hacia la manera y forma de cumplir con el mandato que exige el precepto. Cada uno de los Diez Mandamientos del Decálogo puede ser considerado un precepto. Los antiguos jurisconsultos romanos proclamaron tres preceptos fundamentales: honeste vivere (vivir honestamente), neminem laedere (no hacer daño a nadie) y suum cuique tribuere (dar a cada uno lo suyo).
El decreto, en cambio, está ligado por fuerza a la instrucción y a los principios en los que se inspira el ordenamiento jurídico; depende mucho más del Ejecutivo. Es una resolución ordenada por una autoridad sobre el asunto que le incurre, de acuerdo a su negocio o competencia. En muchas legislaciones del mundo se habla del Decreto ley, una disposición de carácter legislativo que no tiene que ser sometida al órgano adecuado sino que se promulga por el Poder Ejecutivo. Esto se logra en virtud de la excepción circunstancial o permanente que previamente se haya determinado. El Dios soberano de la Biblia ha decretado lo que ha de acontecer, por la sencilla razón de que eso le incumbe solo a Él, sin tener que consultar con nadie, con ninguna de sus criaturas. Desde nuestro punto de vista terreno y teológico, el decreto es una excepción permanente que le incumbe solo al Creador de todo cuanto existe.
De hecho, Él mismo declara que hizo al malo para el día malo. Sabemos que la caída de Adán en el Edén estuvo decretada por Dios, pues de haber sido de otra manera Adán pudo no haber pecado y el Hijo de Dios habría sido burlado en su rol de Redentor, sin que recibiera la consecuente gloria por tal trabajo. Pedro escribió que el Cordero de Dios estuvo preparado (ordenado) desde antes de la fundación del mundo, de manera que eso también es un decreto divino que se cumple a cabalidad.
Resulta de importancia suprema la distinción entre estos dos conceptos esgrimidos, pues si bien Dios ordena los decretos en su universo también ha dado preceptos a su pueblo y a la humanidad en general para que anden de acuerdo a una conducta determinada. Ahora bien, el que Dios haya dado el precepto de arrepentirse y creer en el evangelio no supone la habilidad humana para cumplir con ello. Ese es el gran problema planteado por los dualistas, los que creen que debe haber habilidad suficiente para poder recibir el mandato. El hombre ha sido catalogado como muerto en sus delitos y pecados, sin virtud para el bien y sin querer buscar al verdadero Dios. No obstante, el precepto del evangelio sigue anunciándose como un mandato conveniente, si bien no todos los que lo oyen tienen la habilidad para aceptarlo.
Y es que detrás del precepto está el decreto. Dios ha decretado (ordenado también) desde antes de la fundación del mundo quienes son los que serán objeto de su amor y quienes son los que serán objeto de su ira. Como no tenemos una lista de los que están en uno u otro renglón, nuestro deber es cumplir con el precepto del anuncio del evangelio. La inhabilidad humana no obsta para la responsabilidad que tenemos, sin que ello devenga en una contradicción en la mente del Creador.
Por ejemplo, Jesús dijo: El Hijo del Hombre va como ha sido escrito acerca de él, pero ay de aquél por quien el Hijo del Hombre es traicionado. Mejor le hubiera sido no haber nacido (Mateo 26:24). Vemos claramente que Dios el Padre había decretado que Judas Iscariote fuese el traidor que entregaría ante el Sanedrín al Hijo, como lo demuestran las profecías escritas siglos antes. El precepto que tenía Judas era el mismo que tenemos todos, el de amar a Dios por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Jesús es el autor de esas palabras recogidas por Mateo pero no vemos que se haya planteado conflicto alguno entre el decreto del Padre y el precepto de la Escritura. Las dos cosas habrían de ser cumplidas, de un lado la traición decretada para que el Hijo se convirtiese en el Salvador y, de otro lado, la consecuencia de la traición al Hijo de Dios.
En ningún momento Jesús culpa al Padre por el decreto que cayó sobre Judas Iscariote. Más bien culpa a Judas por su traición y hace un lamento al respecto. Tal vez muchos se estén preguntando por qué Dios inculpa, si nadie puede resistirse a su voluntad (la voluntad de los decretos). Ese es el mismo argumento de los que objetan el orden divino, de los que se oponen a la predestinación absoluta de Dios; pero la misma respuesta encontrada hace más de veinte siglos se abre hoy día para nuestro asombro: el hombre no es más que barro en manos del alfarero, sin que tenga potestad para preguntar por las razones acerca de lo que hace con la masa el artífice que confecciona vasos para honra y vasos para deshonra.
Haber decretado que Judas fuese el traidor no hace a Dios Padre traidor, misma lógica encontrada en que si Dios es autor del pecado tampoco lo hace a Él pecador. Él no tienta, pero ha creado al tentador (al diablo mismo) y como se desprende del libro de Job fue Él mismo quien le sugirió a Satanás que se fijara en su siervo Job. El caso de Faraón es típico de lo que decimos, ya que Jehová envió a Moisés para dialogar con el mandatario supremo de Egipto, habiéndole dicho que Él endurecería el corazón del Faraón para que no dejara ir a su pueblo todavía.
La pregunta encontrada en la carta a los Romanos debe ser la misma que se hace en el caso del Faraón: ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues, ¿qué posibilidades tenía el Faraón (o Esaú) de actuar contra la voluntad decretada por el Todopoderoso? Pero el culpable no es Dios sino Judas, al igual que el Faraón; así como se encuentra culpa en Esaú también se encuentra en todos los que se pierden, dado que no han cumplido con los preceptos del evangelio. Y nosotros, los que hemos creído, sabemos que lo hemos alcanzado porque Dios así lo ordenó desde antes de que fuésemos concebidos. Hemos sido declarados justos en virtud del trabajo de Jesucristo en la cruz; además, el acta de los decretos que nos era contraria fue clavada en el madero junto a Jesús. La justicia de Jesucristo -la cual es Jesucristo mismo- fue imputada hacia nosotros, en un intercambio en el cual el Señor llevó nuestros pecados en su cuerpo.
Acá está la profundidad de las riquezas de la sabiduría de Dios, lo insondable de sus juicios y sus caminos. ¿Quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? Aprendamos a vivir junto al Dios soberano que tiene sujeto en sus manos al mundo y todo cuanto en él hay. Nada de lo que nos acontece ocurre por azar sino porque el Padre de las luces así lo hubo ordenado. Aprendamos a distinguir el precepto del decreto, para entender que hay cosas que Dios ha ordenado bajo decreto que ocurran, si bien sus preceptos nos indican cual es la manera en que debemos vivir ordenadamente.
De esta forma podemos comprender que Adán recibió el precepto de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, pero desobedeció porque el decreto de Dios así lo dictaminó. De otra manera, como ya hemos dicho, Adán hubiese podido no pecar con las consiguientes consecuencias que sabemos. No se trata de que Dios conoce los posibles futuros, las múltiples posibilidades de relaciones que podrían darse, sino de que Él conoce un solo futuro, el cual dictaminó que sucediera en el debido momento.
Dios no juega a los dados, señala un viejo dicho; de la misma manera no mira en túneles del tiempo para conocer la posible conducta humana. Él sabe todas las cosas porque las ha ordenado desde ante y éstas acontecerán porque lo que Él ordena tiene una certeza absoluta. Si nos amistamos ahora con Él tendremos paz y nos vendrá bien.
César Paredes
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