En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Así comienza el libro del Génesis, dando a entender que antes de que apareciera todo el universo existía Dios. La existencia divina no es negociable en las Escrituras, por lo cual se parte del hecho de que todo ser humano imagina en algún momento de su madura conciencia que debe haber alguien detrás de este complejo sistema que habitamos. Las religiones reclaman para sí mismas el derecho de exclusividad en la interpretación de lo que imaginamos como actividad espiritual. Sin embargo, el cristianismo parte de un entendido incómodo para las masas, arranca del principio de la soberanía de Dios con la cual Él hace todo cuanto existe y determina el destino de cada ser humano y también de cada otra criatura formada.
Resulta incómodo aceptar este presupuesto como dogma de fe, pero si asumimos que la Escritura fue inspirada por Dios debemos reconocer que Dios es soberano y hace como quiere. Hay una amplia gama de opciones en el conglomerado mundo para asumir verdades religiosas, sin que importe su adscripción a la lógica o a la verdad. Sin embargo, finalmente preguntamos qué es la verdad, entendemos que de acuerdo a los escritos bíblicos se ha dicho que Jesucristo es la verdad, el camino y la vida. Por otro lado, cuando Pilatos interrogaba a Jesús con la misma pregunta, el Señor guardó silencio porque también era verdad que él debía padecer lo que estaba a las puertas.
¿A qué vino Jesús a este mundo? Sin duda que algunos suponen criterios éticos para reforzar sus principios religiosos, pero en la Biblia encontramos que su misión era poner su vida en rescate por muchos, salvar a su pueblo de sus pecados. Dentro de la concepción cristiana el hombre cayó en pecado en Adán, de allí que todos se extraviaron a una y la depravación fue total. No hay justo ni aún uno, no hay quien busque al verdadero Dios. El Dios de la Biblia califica a la humanidad como nada y como menos que nada, pero con toda la enemistad que ha existido entre Dios y el hombre, el Dios Creador quiso escoger a algunos como miembros de su manada pequeña.
Fue por ellos que Jesús murió en la cruz, por los mismos por quienes hubo rogado la noche antes de su crucifixión. Pero aún dentro de los que se llaman a sí mismos cristianos hay quienes suponen y asumen que el amor de Dios debe ser general para todos los miembros de la raza humana, que el sacrificio de Cristo se hizo por Judas Iscariote, por el Faraón de Egipto, por los Esaú del mundo, por los réprobos en cuanto a fe de los cuales la condenación no se tarda, por aquellos cuyos nombres no están escritos en el libro de la vida del Cordero inmolado desde la fundación del mundo. Esa extensión se hace con miras a ganar la simpatía de la masa que se aferra al fenómeno religioso como a una actividad que le permite motivos para vivir.
Algunas expresiones de los escritos bíblicos son tomadas fuera de su contexto y aplicadas para dar a entender la universalidad de la salvación. Ciertamente uno recibe a Jesús, pero eso no implica que el ser humano tenga la capacidad innata para hacer tal recibimiento; antes, la Biblia anuncia la muerte espiritual de toda la humanidad en Adán (pues en Adán todos mueren), si bien dice que en Cristo todos viven. Pero, ¿es que acaso Judas Iscariote vivió en Cristo? ¿Lo hizo el Faraón de Egipto? ¿Lo han hecho los que se pierden? En ninguna manera. Más bien, cuando se dice que en Cristo todos viven se habla de todos como de un universo de personas que pertenecen al pueblo escogido de Dios.
Sabemos que la expresión en Cristo todos viven no implica universalidad absoluta sino relativa. Ese texto refiere a todos los redimidos, a todos los alcanzados por la gracia divina, a todos los que conforman el pueblo de Cristo que él vino a salvar (Mateo 1:21). Caso contrario no habría condenación para nadie, pues todos fueron alcanzados por la gracia de la cruz. Pero el hecho de que Jesús hablara más que nadie del infierno eterno nos da a entender que no tenía en mente ninguna expiación universal. Es imposible que Dios ideara una salvación abierta para que cada quien decidiera por cuenta propia si la tomaba o la dejaba. Dios no opera de esa manera ni así fue como se escribió al respecto, antes bien Jesús dijo que no rogaba por el mundo (Juan 17:9) sino solamente por los que le había dado el Padre.
La sangre de la expiación derramada por Jesús hubiese sido pisoteada por todos aquellos que perecen eternamente. Su esfuerzo por salvar lo que se había perdido hubiese resultado en un monumento a su fracaso, el infierno eterno. La salvación que algunos alcanzan se debería entonces al esfuerzo compartido (sinergismo) entre Dios y el hombre. Por eso es que algunos predicadores del evangelio extraño proclaman que ya Dios hizo su parte, que ahora le toca a usted hacer la suya. Eso, en términos espirituales, es como que un médico hablara con un muerto y le dijera: Yo ya te traje la medicina, ahora te toca a ti tomártela.
Dios conoce todas las cosas, es inmutable y jamás puede ser limitado. El existe antes de los tiempos, pues no en el tiempo sino con tiempo creó Dios los cielos y la tierra (Agustín de Hipona). Su santidad infinita se exhibe en su infinita justicia, rectitud, amor, gracia y misericordia. Pero por ser infinitamente santo es también infinitamente justo. Solamente nos mira con agrado a quienes fuimos santificados por el llamamiento hecho, de acuerdo a los planes eternos e inmutables del Padre de las luces. El sacrificio de Jesucristo nos fue imputado como justicia, bajo el imperio judicial del decreto del Juez Justo. Eso es lo que representa Jacob en el relato bíblico, el hombre amado por Dios desde antes de ser concebido, no en virtud de sus obras (buenas o malas) porque no existían, sino en virtud del Elector. Pero la Escritura también nos señala el caso opuesto, el de la ira infinita de Dios, del castigo en virtud de su justicia contra el pecado. Para ello está Esaú, el hermano gemelo de Jacob, quien fue odiado (aborrecido en la versión española de la Biblia) por Dios aún antes de hacer lo bueno o lo malo, antes de ser concebido, para que el propósito de la condenación también dependiera del Elector.
Esa es la visión del Dios soberano, del Dios ante el cual cualquier ser humano debe temblar. El no ha dejado nada al azar, ni al arbitrio humano, sino que ha escogido desde antes de la fundación del mundo un pueblo para ser bendito por siempre, pero asimismo escogió a un pueblo para ser maldito por la eternidad. Ya el Cordero de Dios estaba preparado desde antes de la fundación del mundo, como lo señala el apóstol Pedro, por lo cual es sabido que Adán tenía que pecar. Caso contrario, Jesucristo hubiese quedado en ridículo al no poderse convertir en el Salvador de su pueblo.
No fue que Dios viera en el tiempo (que no existía) quién le habría de seguir y quién le habría de negar; no hay tal cosa como que un muerto en delitos y pecados salga de su tumba por voluntad propia para recibir el perdón de Jesucristo. La actividad soberana de Dios se exhibe desde siempre y aún en estos asuntos del pecado humano también está presente. ¿No fueron pecaminosos todos los actos de ira y odio preparados contra el Hijo de Dios? ¿Quién lo anunció sino Dios mismo a través de sus profetas? Pero no imaginemos ni por un momento que Dios miró en los corazones de los judíos (que aún no habían sido concebidos) el deseo de odiar y crucificar a otro judío que se decía el Hijo de Dios. Entonces, dado que Dios vio eso en los corazones de esa gente no concebida aún, no creada aún, tomó la idea y la copió convirtiéndose en un plagiario excepcional, para dar a conocerla como su plan a través de sus profetas.
Eso es más o menos lo que dicen y afirman (aún sin estar conscientes de ello) aquellos que hablan de la expiación universal de Jesús en la cruz. Nosotros afirmamos que en la eternidad pasada Dios Padre hizo un pacto con Dios Hijo para glorificarlo, haciéndolo redentor de un pueblo particular. Jesús pagó el rescate solamente por ellos (los que el Padre eligió), quitándoles la culpa y el castigo eterno por el pecado en virtud del sacrificio de sangre y la justicia imputada de Jesucristo. De esa forma, a todos los elegidos manifiesta Dios su divino amor, su gracia soberana, su sabiduría para salvarlos a través del trabajo del Hijo como Redentor.
Por esta razón es que Jesús también lo dijo de acuerdo al evangelio de Juan, que él era el Buen Pastor que daba su vida por las ovejas (no por los cabritos), de manera que cuando la oveja es rescatada sigue solamente al Buen Pastor y no se vuelve jamás tras el extraño, porque desconoce su voz (Juan 10:1-5). De allí que una persona que ha sido justificada por la fe en Jesús no puede confesar de allí en adelante ningún falso evangelio. Mientras esa oveja permanecía ignorante de la justicia de Cristo no había sido llamada de las tinieblas a la luz, pero una vez que ha ocurrido el llamamiento eficaz las tinieblas desaparecen. Esto no sucede con los réprobos en cuanto a fe, pues jamás son llamados eficazmente y aunque simulen ser ovejas siguen siendo cabras.
Por esta razón se ha escrito que sin fe es imposible agradar a Dios, de manera que los que están en la carne no pueden agradarlo jamás. Pero la fe también es un regalo de Dios (Efesios 2:8) y no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2). Nosotros también estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, andando conforme a la condición de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia. Estuvimos en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de los pensamientos, ya que éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás, pero Dios, que es rico en misericordia, por su amor con que nos amó, nos dio vida juntamente con Cristo Jesús, pues por gracia somos salvos (Véase Efesios 2: 1-8).
César Paredes
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