La actitud de Dios para con los que han muerto en el pecado y que están vacíos de justicia es una declaración de ira. Por naturaleza el hombre ha pasado a ser, a partir de la caída de Adán, un hijo de la ira (Efesios 2:3). La perfección de la naturaleza de Dios no le permite tener comunión íntima con ninguna criatura que no tenga una justicia semejante a la que Él tiene. Y esto es un comportamiento general del Señor con toda la humanidad, sin excepción. Sin embargo, los que hemos sido redimidos hemos sido beneficiados con la justicia divina; por efecto judicial se nos ha declarado justos y tenemos la oportunidad de entrar en el lugar Santísimo.
Para el resto de personas (los no redimidos) todo lo que hacen es maldición, muy a pesar de que pudieran hacer buenas obras. El Salmo 14:2-3 dice que no hay justo ni aún uno. Mateo 7:18 recalca que el árbol corrompido no puede dar ningún fruto bueno. Entonces, cuando un incrédulo le hace bien a otros, aún eso es abominación a Jehová y no cuenta como buen fruto por cuanto el árbol es malo. En el Derecho cotidiano se observa un ejemplo que clarifica la proclamación bíblica. Un reo condenado a cadena perpetua puede tener buena conducta en la cárcel, pero eso no hace que sea liberado de su pena.
La exigencia ética de Dios se deja ver en la proclamación de su Ley. Nadie pudo cumplirla, ni el más perfecto de los fariseos. De manera que la Ley no salvó a nadie, porque cualquiera que fallara en un punto se hacía culpable de toda la ley. Ese fue el rasero para Dios medir la justicia humana y declarar al hombre como injusto, tan sucio como un trapo de mujer menstruosa. Por esa razón también exclamó que los habitantes de la tierra eran como nada y como menos que nada. Dios manda en todo tiempo a que guarden esa Ley, pero sabe a ciencia cierta que nadie podrá con ella. La pregunta lógica sería ¿Por qué, pues, inculpa? Pues, ¿quién puede cumplir toda la ley y ser perfecto como ella demanda?
En lugar de esa imposibilidad humana vino una sustitución especial y organizada desde antes de la fundación del mundo por el Padre Eterno. El Hijo había sido destinado para llevarse la gloria de la redención humana, de tal forma que cuando Dios crea al primer hombre hace que peque y contamine la raza humana. De otra manera, si hubiese dado la libertad a Adán para no pecar hubiese existido la posibilidad por mitad de no pecar. Dios no corre riesgos, ya que si Adán hubiese escogido no pecar el Hijo habría quedado en ridículo ante los principados celestiales, ante Sí mismo y ante el Padre. Dios se aseguró de que su plan fuese inmutable y para ello estableció las circunstancias adecuadas para que todo aconteciera como debería suceder.
El Hijo se llevaría toda la gloria de la redención. Esto nos lleva al siguiente punto lógico, que si se hubiese propuesto salvar a toda la humanidad, sin excepción, también hubiese quedado en ridículo. No toda la raza humana ha sido salvada, sino apenas unos pocos llamados la manada pequeña. Entonces, ¿cómo es que la Ley no salvó a nadie y encontramos gente salva en el Antiguo Testamento? Simplemente que todo el ritual de la ley con sus sacerdotes apuntaba dentro de su simbología a Jesucristo. El Mesías esperado por Israel habría de venir, y aún Job, quien vivió antes de la ley, sabía por la revelación divina que su Redentor vivía, que al llegar el momento se levantaría de los muertos y lo levantaría a él del polvo.
Pese a la declaración bíblica muchos tuercen la Escritura para su propia perdición. Hay quienes sostienen que Dios se propuso salvar a toda la humanidad, ya que de otra manera hubiese sido sesgado en su amor y no sería justo. Estos proclaman desde las azoteas la muerte universal del Señor, la salvación absoluta para cada ser humano, pero no para nadie en específico. Para que esto se logre debe haber sinergia, esto es, un trabajo conjunto entre Dios y hombre. Dios hizo su parte en la cruz, ahora le toca al hombre hacer la suya. Ese es el evangelio universalista que proclaman, ajeno a la Escritura pero bajo el imperativo de imitar lo más que se pueda el mensaje original.
El Señor fue muy claro cuando estuvo en su ministerio en esta tierra. Dijo que nadie podría venir a él a no ser que el Padre que lo envió lo trajese. De esta forma dejó por fuera la voluntad humana, el querer como el hacer, el querer y el correr, pues no depende de ninguna obra humana el alcanzar la salvación de Dios. Con todo, manda en todo tiempo a los hombres a que crean el evangelio y se arrepientan. También mandaba en la antigüedad a cumplir su ley (a toda la humanidad, pues aunque al pueblo de Israel le llegó en forma escrita, al resto del planeta le llegó grabada en los corazones, como también lo hizo con el pueblo escogido). Ese mandato no implicaba la posibilidad de cumplirlo, pues asimismo enseña la historia del hombre. Por ejemplo, un pueblo entero nace en un país bajo una deuda externa impagable, de manera que lleva el fardo del deber muy a pesar de no habérsele consultado al respecto. El Derecho también nos habla de la doctrina de la responsabilidad al conducir un automóvil, pues más allá de la culpa o del dolo, el dueño y el conductor del automóvil comparten la responsabilidad de los daños que cause el vehículo.
Todos somos culpables ante Dios, todos somos injustos, no hay ni siquiera uno bueno que pueda decir que no merece el castigo eterno. Pero Dios en su riqueza y misericordia para con todos los elegidos decretó el perdón y clavó en la cruz el acta de los decretos que nos era contraria. Esa es la buena noticia, que Jesús oró la noche antes de morir para representar a su pueblo por los que el Padre le había dado. Dejó el mundo por fuera en forma específica: No ruego por el mundo (Juan 17:9), de manera que parte de ese mundo es el que se entrega a la prédica universalista de la redención fantasiosa, mentirosa y bajo la égida del maestro extraño.
Jesús es el buen pastor que dio su vida por las ovejas, pero hay muchos que no son ovejas y no pueden ir a él para creer (Juan 10:26). Solamente cuando Dios abre el entendimiento de las personas (el corazón humano) para darle la luz del evangelio, podrá el oyente acudir a Él para recibir al Señor como su Salvador. Los que lo hacen de otra forma (por la puerta de atrás) son ladrones y salteadores (Juan 10:1-5); éstos son los que hacen una oración de fe, los que levantan las manos en las Sinagogas de Satanás (donde se predica el evangelio del extraño), los que dan un paso al frente y prometen seguir a Jesús en una religión determinada. Estos son los que van a decir en el día final: pero Señor, en tu nombre hicimos señales y milagros, en tu nombre fuimos a los templos, cantamos himnos (fuego extraño) inspirados por gente extraña al evangelio, en tu nombre fuimos pietistas, hicimos buenas obras. Estos pensarán que como conocen de memoria cuantiosos textos de la Escritura tienen el derecho de obras para entrar al reino de los cielos.
Sabemos la respuesta del Señor para tales personas, que nunca las conoció. Ah, pero ese conocer no es cognitivo sino comunicativo. El Señor jamás ha tenido comunión con tales personas, si bien éstos sostienen que sienten emociones cuando oran, que sienten como Dios les responde, que sienten la alegría de la religión. Recordemos a Isaías quien hace muchos siglos escribió: Si el Señor no nos hubiera dejado un remanente, como Sodoma hubiésemos sido y como Gomorra habríamos llegado a ser (Isaías 1:9).
César Paredes
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