Domingo, 09 de julio de 2017

A veces nos pasamos el tiempo preocupados por el presente, angustiados por el futuro y con el lamento de haber hecho ciertas cosas en el pasado. Cuando uno lee la carta de Pablo a los Efesios nota de inmediato la temporalidad del creyente, donde pasado, presente y futuro parecieran ocurrir en un mismo acto. Claro que en nuestra dimensión espacio-tiempo esto no es así, sino que una sintaxis se impone sobre nuestras mentes y cuerpos, un orden en el que acontecen unas cosas primero y otras después.

La misma forma de articular los sonidos y de escribir las letras revela la sintaxis de la lengua, sometida a la dimensión espacio temporal. No será posible en una sola voz articular miles de palabras, ya que todo cuanto nos ocurre en este universo sucede con un orden espacial y regido por el tiempo. Pero tal pareciera que el apóstol Pablo ve las cosas con otra perspectiva. El creyente ya está sentado en los lugares celestiales con Cristo, el creyente fue predestinado desde antes de la fundación del mundo para ser santo y sin mancha delante de Dios. De igual forma, nosotros tenemos un futuro asegurado por causa de nuestro pasado glorioso pero ahora solamente podemos disfrutar el reflejo de lo que ya somos, como quien se mira en un espejo.

Aunque nuestra ciudadanía esté en los cielos, tenemos que vivir en el mundo; aunque nuestro Padre sea el Señor de Señores, estamos en un territorio dominado por el príncipe de la potestad del aire. Por más que ya estemos sentados en el cielo, seguimos siendo terrenales lo mismo que los demás.

Pablo le dice a los efesios que aunque ellos fueron llamados gentiles ahora Dios ha derribado la pared de en medio, la cual los separaba de los judíos. El Dios de Israel ha hecho de los dos pueblos uno solo, con el fin de mostrar a las edades venideras la superabundante gracia suya. Es decir, parece ser que el objetivo de esta nueva creación en Cristo es derramar la gracia de Dios en su pueblo escogido, lo que contrasta con los reprobados por la eternidad (pasada y futura) -también llamados réprobos en cuanto a fe. Estos también tienen una temporalidad sui generis, ya que han sido ya condenados pero se dice que de ellos la condenación no se tarda.

El impío tiene su pasado que se remonta al período de antes de la creación del mundo, cuando fue pensado como vaso de ira para el día de la ira; sin embargo, le toca vivir un presente lleno de sinsabores y alegrías, la más de las veces en la ignorancia de que ya están sentados en los lugares infernales con el príncipe que los gobierna. Su futuro es tan cierto como oscuro y doloroso, pero no lo divisa del todo porque ha sido cegado en su entendimiento. El Faraón de Egipto fue creado para que Dios mostrase en él su poder ante toda la tierra, pero él suponía que los dioses lo habían hecho para gobernar y ser adorado por los egipcios (otros ciegos que caerían en el mismo hoyo que su Faraón). El no sabía que lo que le vendría sería la más densa oscuridad por los siglos de los siglos, ni que ya se encontraba sentado en los lugares infernales con su padre el diablo.

Si el leopardo no puede cambiar sus manchas ni lavarlas, si el etíope no puede mudar su piel, así tampoco una cabra podrá transformarse en oveja. Hay una condición eterna (llamémosla genética espiritual) con la cual nacemos, pero que nos fue dada no por naturaleza sino por disposición del Creador. El Señor le dijo a un grupo de personas que no podían creer en él (ser sus discípulos) porque no eran de sus ovejas (Juan 10: 26), de forma que la condición genética del espíritu precede a lo que el mismo manifiesta.

Esaú vendió la primogenitura porque fue creado para tal fin, de acuerdo a lo que dicen las Escrituras. Fue odiado por Dios aún antes de ser concebido, pero no en virtud de sus malas obras (que no había hecho todavía) ni porque Dios averiguó lo malo que sería (porque ante Él la humanidad entera es como trapos de mujer menstruosa), sino para que el propósito de la condenación descansase en la soberanía divina, así como la salvación fuese absolutamente por gracia y no por obras, como se demuestra en Jacob. De allí que fue levantada la objeción planteada por el apóstol, referida a un objetor supuesto y retórico que alterca con Dios. Ese objetor llamó a Dios injusto por haber creado una criatura como Esaú, incapaz de cambiar su destino para poder resistir contra la voluntad divina.

Judas Iscariote traicionó al Señor porque eso estaba escrito de él, de manera que cada cosa que acontece en el universo ocurre porque fue planificada por el Creador para mostrar la gloria de su ira y de su gracia, la de su justicia y la de su amor. ¿Puede el hombre modificar un ápice de lo que ha sido decretado desde los siglos por el Dios de toda carne? ¿Quién es el que dice que ocurrió algo que el Señor no mandó? ¿De la boca del Señor no sale lo bueno y lo malo?

Tenemos el caso de Saulo de Tarso, el que perseguía a los cristianos. Era un fariseo dogmático que actuaba cegado por el príncipe de la potestad del aire, mientras obedecía al impulso de su alma fanatizada por la religión de sus padres. Su educación giraba en torno a la cultura del judaísmo de su tiempo y solo veía que prestaba un servicio al Dios del cielo. Saulo no sabía en ese momento que su destino era otro, que su origen era el producto del amor de Dios, hasta que el Señor se le apareció y lo derribó del caballo que montaba cuando iba camino a Damasco, a seguir atormentando a los creyentes. Saulo tuvo que nacer de nuevo para convertirse en Pablo, el apóstol.

La nueva criatura (Pablo) supo que ya estaba sentado en los lugares celestiales con Cristo, que su destino final sería compartir la gloria del Hijo de Dios, como coheredero de su reino. Pablo descubrió que él había sido concebido como oveja y no como cabra, aunque en su ignorancia previa, cegado por Satanás, actuaba como un cabrito rebelde lo mismo que los demás. El había sido por naturaleza un hijo de la ira, como todo el mundo, pero ahora había comprendido que había pasado de muerte a vida, de las tinieblas a la luz, desde que Dios lo hizo nacer de nuevo.

Fue entonces que le fue revelada la teología que conocemos por su pluma, que los creyentes estamos en una temporalidad particular. Nosotros habitamos el mundo junto a los que habrán de creer, aunque todavía no lo sepan, así como junto a los que nunca habrán de creer, pero ya estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo.

Sabemos por causa de Pablo que habiendo estado muertos en nuestros delitos y pecados se nos dio vida, se nos dio el Espíritu como arras o garantía de la pertenencia a una estirpe celestial. Sabemos que hemos sido aceptados en el Amado, que fuimos  escogidos en Cristo desde antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4), que fuimos predestinados para ser adoptados como hijos de Dios, según el beneplácito de su voluntad. Todo eso gracias a la sangre de Cristo, la cual derramó por todos los pecados de todo su pueblo.

La temporalidad del creyente, aun estando en el presente, mira hacia dos lados: al pasado, cuando piensa en el momento en que el Padre lo predestinó para ser tenido por hijo en el curso de esta historia terrenal; al futuro, cuando piensa en la glorificación que tendrá una vez que parta y obtenga el nuevo cuerpo de la resurrección.

Hay un poder que opera en nosotros, con el cual Dios hace las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos. La providencia de Dios es mayor que nuestras necesidades, satisface nuestros deseos en forma suprema; nos da lo que le pedimos y las más de las veces lo que no demandamos de Él. Al conocer nuestras necesidades las suple en forma abundante, como nos lo muestra la creación general. Un árbol entrega su fruto a su tiempo, pero los da en abundancia y con semilla para seguir produciendo si así lo deseamos.

En cuanto a la pasada manera de vivir, nos toca una tarea presente: despojarnos del viejo hombre. Aquella alma que antes se entregaba a la lascivia ya no habrá de buscar más esos derroteros, el que hurtaba ya no hurte más, sino trabaje para que tenga y comparta con el necesitado. El que se amargaba, se enojaba y se airaba a cada rato, que se renueve en su mente en santidad verdadera. Hemos de dejar la gritería, la maledicencia y la malicia, para no entristecer al Espíritu Santo con el cual estamos sellados para el día de la redención final; que no se ponga el sol sobre nuestro enojo, sino que perdonemos a todos de acuerdo a como Cristo nos perdonó.

Esas recomendaciones del apóstol nos producen alegría, nos liberan de culpas y nos entregan un propósito de vida honorable. Asimismo, limpia la mente de terrores y engaños, nos afina la lógica natural que Dios ha puesto en los corazones de sus criaturas, mientras nos educa para la práctica de la vida diaria. Porque aquel viejo hombre viciado conforme a las concupiscencias hemos de crucificarlo, con medios no carnales (sin penitencias ni tormentos mentales), con la oración y la meditación de la palabra de Dios. La confesión de nuestros pecados ante el Señor que ya los conoce (porque sabe todas las cosas) es un principio de salud para el alma trajinada y cansada. Tenemos en Jesucristo un perfecto abogado para que nos defienda del acusador (Satanás) y para que recibamos el perdón obtenido por su sacrificio a favor de sus representados en la cruz.

Pablo nos advierte que ningún fornicario, o inmundo, o avaro -que es idólatra- tiene herencia en el reino de Dios y de Cristo, por lo cual nos recomienda que toda fornicación e inmundicia no se nombre entre nosotros los santos, ni palabras obscenas salgan de nuestra boca, ni necedades que no convienen. En otro tiempo fuimos tinieblas pero ahora somos luz en el Señor, y como tales hemos de andar. Todo esto nos corresponde en nuestra temporalidad presente, mientras lleguemos a la glorificación de la resurrección de nuestros cuerpos.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 7:52
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