La carta a los romanos tiene una secuencia lógica del argumento que bien vale seguirla. Si uno lee los capítulos siete, ocho y nueve, puede ver el hilo conductor del hombre pecador redimido en contraste con el réprobo en cuanto a fe, del cual se enfatiza en los capítulos uno y tres. Otro eje semántico de importancia es el referido a la bondad e inutilidad de la ley, el destino final de Israel, la conformación de dos pueblos en uno pero con identidad independiente. Estos otros temas se desprenden del resto de la carta que el apóstol escribió a la iglesia con el deseo y propósito de ir a visitarla. Al final de de su trayecto apostólico, preso en Jerusalén apela al César; de esta manera se le cumple el deseo de visitar Roma y estar en la cercanía de los hermanos de la iglesia. Como prisionero romano gozó del beneficio de tener casa por cárcel o arresto domiciliario, como lo asegura el libro de los Hechos Apostólicos en su capítulo 28.
Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, escribe el apóstol, refiriéndose a la controversia entre el andar en la carne y el andar en el Espíritu. Ya en el capítulo 7 Pablo hizo referencia a su experiencia personal, la cual es un universal en el mundo de los creyentes, cuando dijo que se sentía miserable por hacer el mal que no quería hacer y por no hacer el bien que deseaba hacer. Este conflicto nos pertenece como hijos redimidos, de acuerdo a la teología del apóstol. Si en el capítulo 1 se refiere a los que Dios entregó a pasiones vergonzosas, por no haber honrado a la Divinidad, y si en el capítulo 3 nos relata sobre el estado del mundo caído, nos damos cuenta de que nadie busca a Dios ni hace lo bueno.
Sabemos que tener conciencia de hacer el mal y desear hacer el bien (de acuerdo a la ley de Dios impresa en los corazones de los hombres) es una conducta propia de quien tiene el Espíritu de Cristo. El incrédulo tiene la mente carnal y no se puede sujetar a la ley de Dios (Romanos 8:7) porque las intenciones de la mente son enemistad contra Dios. El creyente tiene el temor de Dios delante de sus ojos, en contraposición con el impío (Romanos 1:18). La ley empero entró para que el pecado creciese; mas cuando el pecado creció, sobrepujó la gracia (Romanos 5:20), por cuya razón el creyente está muerto al pecado y no puede vivir en él (Romanos 6:2). Al referirse a las bondades de la ley dice que ella es espiritual, buena y justa, que por ella conoció el pecado, mas yo soy carnal, vendido a sujeción del pecado (Romanos 7:14).
La ley es buena porque permitió que los judíos fuesen los portadores de la palabra de Dios (Romanos 3:1-2). Pese a esa bondad, si la justicia fuese por la ley por demás murió Cristo; por ello, nadie es justificado por las obras de la ley (Gálatas 2:16), de forma que la ley no salvó a nadie. La ley sirve para condenar, y eso es inutilidad de la ley para la salvación, pero inutilidad en quien se condena, porque el que habrá de ser redimido la ley lo lleva como un Ayo hacia Jesucristo. En otros términos, Pablo nos expuso que por medio de la presencia de la ley entendemos lo que es el pecado (bueno para el creyente, malo para el réprobo), y ella, sin poder salvar a nadie -porque nadie puede cumplirla en todos sus puntos- nos espanta y nos sojuzga. Sin embargo, su bondad estriba en que al desnudarnos el alma comprendemos que no tenemos ninguna opción sino acudir a la misericordia y gracia del Padre.
Pero a pesar de todo, el apóstol enfatiza que el querer y el correr nuestro depende del Dios que quiere salvar a sus elegidos, si bien condena a sus reprobados. El capítulo 9 de Romanos es conocido por la crudeza en que se dice que Dios ama y odia, que Dios salva y condena aún antes de que nosotros hayamos sido concebidos. Los que pelean con esa verdad revelada están dando coces contra el aguijón, están haciendo fila con el objetor que señala a Dios de injusto por haber condenado a Esaú, aún antes de que naciera o hiciera bien o mal alguno. La soberbia humana es tal alta que no acepta el destrono de la voluntad, aquélla hace al hombre aferrarse al supuesto y fabuloso libre albedrío para decirle a Dios que todo depende del propio querer y hacer humano.
En otros términos, el hombre caído (aunque se crea redimido) se afianza en su teología antropocéntrica, donde él es la medida de todas las cosas, y deja a Dios de lado despojado del trono. De esta forma, Dios se limita a esperar que algún ser humano se digne a aceptar el sacrificio de Su Hijo. Es como si Cristo hubiese muerto potencialmente por toda la humanidad, pero el hombre sería el que alcanza su salvación con los méritos de su voluntad y razonamiento.
Pablo habló del hombre redimido, de aquel que ha sido librado de la ley del pecado y de la muerte. Esto ha sido posible por causa de la ley del Espíritu, con lo cual Pablo nos hablaba de dos leyes confrontadas en el creyente: la ley divina que acusa y condena y la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús; una ley es impotente para quitar el pecado pero la otra es fuerte porque ha condenado al pecado en Cristo.
El apóstol nos ha expuesto que muy a pesar de ser carnales y vendidos al pecado, la justicia de la ley fue cumplida en nosotros. Lo que hacemos como fruto de esa realidad es andar conforme al Espíritu y no conforme a la carne. De esta forma queda evidenciado que una cosa es ser carnal y otra muy terrible es andar en la carne. La venta al pecado nos devuelve a la acción pecadora, la naturaleza carnal nuestra nos hace pecar una y otra vez. Pero no andamos según la carne, como lo hace el impío. Por esa razón nos sentimos miserables cuando pecamos, porque reconocemos la ley del Espíritu de Cristo en nosotros.
El Espíritu de Cristo se contrista en nosotros cuando pecamos y todo nuestro ser se desordena. Pero vivimos conforme al Espíritu y nos ocupamos de sus cosas. Podemos pecar a diario pero de seguro no nos estamos ocupando de los asuntos de la carne (eso es tarea fácil para el impío, acostumbrado a hacer el mal). En cambio, a ese impío le resulta una locura las cosas de Dios porque no las puede discernir al no tener el Espíritu de Cristo. La oposición entre la carne y el espíritu es de muerte y vida, de muerte y paz. Y Pablo le recuerda a cada creyente que no estamos en la carne sino en el espíritu, si es que el Espíritu de Dios Mora en nosotros.
Cualquiera podría perderse en el razonamiento del apóstol si se detiene en el condicional que ha colocado, pero tal extravío sería tan insensato como imposible. ¿Cómo sabemos que tenemos el Espíritu de Dios? Nos ha sido dado como arras de nuestra salvación, hasta el día de la redención. El nos guía a toda verdad, nos ayuda a pedir como conviene, intercede por nosotros, él es el Consolador y nos recuerda las palabras del Señor.
Si hemos creído (nacido de nuevo) no podemos volver a nacer de nuevo otra vez; es decir, el creyente sabe que tiene el Espíritu de Dios por fe, ya que la palabra divina ha prometido que lo tendríamos como garantía de la redención. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.
El creyente pasa a ser un deudor de Cristo y deja de ser deudor de la carne, cuyas obras de muerte mortifica por el Espíritu. La mortificación de la carne no es el azote del cuerpo, no es la penitencia para alcanzar gracia o perdón. Como el apóstol estaba hablando a los creyentes, tiene presente que la salvación es por gracia y no por obras.
Mortificar la carne es humillarse ante Dios y caminar con humildad, sabiendo que no somos la medida de todas las cosas sino la corona de la creación de Dios. Nuestra gloria consiste en haber recibido el espíritu de adopción, para ser herederos de Dios y coherederos de Cristo (para ser glorificados si padecemos juntamente con Él).
La imputación de nuestros pecados a Jesucristo junto con la imputación de su justicia hacia nosotros, han comprado la redención. Con la sangre del Cordero se ha comprado nuestro rescate, sangre derramada por su pueblo exclusivamente, no por el mundo (Juan 17:9). Esta noticia llevó a Pablo a exclamar a gran voz que somos más que vencedores. El apóstol escribió la cadena de oro de la salvación, el ordo salutis: Dios conoce (comunión íntima, amor) y predestina para que seamos conformes a la imagen de su Hijo; a los que predestinó los llamó (con llamamiento eficaz en el tiempo oportuno); a los que llamó también justificó (en la cruz, porque Cristo es la justicia de Dios) y luego los glorificó.
¿Quién puede estar contra nosotros si Dios es por nosotros? ¿Quién nos acusará? Dios es el que justifica, ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió y resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. Nada ni nadie nos puede separar del amor de Cristo, de manera que hemos nacido de nuevo para vencer. Ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, nos podrá separar de ese amor eterno que es en Cristo Jesús.
Pablo estuvo muy claro en su mente acerca de que aunque el principio del pecado nos acompaña hasta la muerte, sus efectos son anulados en la presencia del Señor. Aunque vivamos en un mundo que es el principado de Satanás, el creyente está hecho para vencer (porque no anda según la carne sino conforme al espíritu). Nuestra tarea consiste en experimentar el triunfo frente a las acechanzas del diablo, ya que Cristo habita en nosotros y nosotros vivimos bajo su doctrina. El que no permanece en esa doctrina no tiene ni al Padre ni al Hijo.
César Paredes
destino.blogcindario.com
Tags: SOBERANIA DE DIOS