Mi?rcoles, 28 de junio de 2017

Hay muchos creyentes que se encuentran execrados del mundo, debido a que es natural que sean odiados por intentar vivir como sal de la tierra. Eso molesta y ofende a los que tienen su morada en aquel mundo por el cual Jesús no rogó, si bien lo que se intenta es vivir conforme a los parámetros del evangelio. El mundo ama lo suyo, de manera que se prefiere la obscuridad para que las obras inútiles no salgan a la claridad del día. La aflicción natural para estos creyentes radica en percibir el rechazo a sus ideas consideradas retro, medievales y obsoletas para la modernidad.

Pero lo que agrava la situación de estas personas es que en la iglesia también se sienten execrados. En este otro lugar se les acusa de mala conducta, están pendientes de asuntos de moral, pero se condonan los errores de doctrina. Acá se olvidan de que en esencia somos aquello que creemos, que para el cristiano es inevitable caer en pecado como le sucede a los demás mortales. En estos espacios eclesiásticos se respira la atmósfera pestilente de la vieja levadura farisaica, de aquellos señores del Sanedrín que se preocupaban por colar un mosquito pero que se tragaban el camello.

Y así transcurre la vida de estos seres que sienten el golpeteo del mundo y de la institución eclesiástica a la que ya abandonaron desde hace tiempo. Porque es imposible continuar revueltos con los que se amparan en códigos éticos a expensas del sacrificio doctrinal. Por ratos se siente el anhelo de volver a la vieja escuela donde se sintió un poco de afecto social, como consecuencia de compartir la sociología del grupo. Sin embargo, también se acuerdan de que en aquellos días sentían las náuseas naturales que provoca el olor de la vieja levadura.

La combinación de lo dulce con lo amargo, de lo bueno con lo malo, nunca es sana para el alma. La gota de veneno en un vaso de agua cristalina afecta todo el líquido; por más que el agua diluya lo mortal del brebaje, la mezcla sigue su curso en las entrañas del que la ingiera. No fue en vano que Juan advirtiera acerca de no decirle bienvenido a ninguno que no trajera la doctrina de Cristo, porque el que no habita en esa doctrina no tiene ni al Padre ni al Hijo.

Terrible declaración para aquellos que se han acostumbrado a convivir en las instancias religiosas que obvian las enseñanzas de Jesús pero que admiran su moral. Como si el Señor hubiese venido a predicar códigos de ética, como si hubiese venido a buscar sanos y no enfermos.  La Escritura es clara respecto a lo que significa creer en el evangelio, empero los eclesiásticos del mundo prefieren pasar por alto su advertencia. A éstos les parece cosa normal decir que Dios ama a todos por igual, que Jesucristo murió tanto por Pedro como por Judas, que cada quien ejerce su libre albedrío para decirle sí o no al Hijo de Dios.

Un examen por excelencia para comprobación de la doctrina bíblica viene a ser lo que la Biblia dice respecto de Esaú. Todos concuerdan en que el amor de Dios por Jacob es de pura gracia, pero a muchos les molesta su odio por el hermano mayor, el rojizo dedicado a la caza. Allí desarrollan la interpretación privada (en remembranza de la vieja costumbre de los fariseos) con lo cual buscan persuadir a la masa para el servicio al dios más antropomórfico que se hayan imaginado.

Para esta iglesia que mora en el mundo, el hombre es la medida de todas las cosas. Ellos hablan de Dios y del Hijo pero desconocen la enseñanza básica descrita en la Biblia. Se han desviado de la verdad porque no consiguen conciliar la soberanía divina con la justicia de Dios. Piensan que el actuar del Creador ha sido arbitrario y por lo tanto es injusto, como lo han dicho los viejos objetores a lo largo de la historia. ¿Cómo puede Dios inculpar a Esaú si lo eligió como vaso de ira y de deshonra? No conciben justicia en la soberanía y por lo tanto aseguran que Esaú se condenó a sí mismo.

Han invertido los hechos que son consecuencia del ADN espiritual y ahora dicen que son la causa del destino humano. Como Esaú vendió su primogenitura y la cambió por un plato de lentejas, afirman que Esaú se perdió porque hizo esa cosa tan mala. Pero no son capaces de ver que el texto señala que fue Dios quien odió a Esaú aún antes de que fuese concebido, lo que demuestra que la salvación o la perdición depende del Elector y no de las obras humanas. Incluso pasan por alto el hecho de que Esaú se arrepintió con lágrimas, pero que no fue oído porque su destino estuvo trazado como el de Judas Iscariote o el del Faraón de Egipto.

Ante esta realidad declarada en la Biblia salen espantados porque quedan sorprendidos del ejercicio de la soberanía de Dios. ¿Qué le pueden decir ellos al resto del mundo, cuando lean la historia tal como está contada? ¿Qué pueden contestar ante el reclamo de ese mundo? Es allí donde se gesta la respuesta que persuade pero que no convence, que seduce pero que no satisface. Dicen que Dios condenó a Esaú porque ya sabía que iba a ser malo, que iba a vender la primogenitura, que siempre iba a ser rebelde ante el Creador. En cuanto a Jacob debería hacerse un juicio semejante, por cuanto eran gemelos y el mismo Dios tuvo que conocer su lucha por arrebatarle la primogenitura a su hermano. No se han preguntado cómo sabe Dios todas las cosas, nunca han meditado si las llega a conocer porque investiga en los corazones humanos o porque hace el futuro.

¿Cómo supo Dios que Jesucristo iba a ser crucificado? ¿Será que vio en la mente de Judas la traición que pensaba hacer si le fuere enviado un Mesías? A ellos les parece natural que Judas haya pensado tal idea pero les suena arbitrario que Dios haya decidido el destino de Esaú y de Judas, así como el de Jacob y el del apóstol Pedro. Recordemos que esa decisión divina no fue hecha en base a las obras, buenas o malas, sino en base a la elección del que llama.

Como dato curioso es bueno traer a colación el hecho de que en la Escritura se relata un magnífico canto a la soberanía de Dios. Esta alabanza no la hizo un profeta, ni un sacerdote de la ley; no la hizo un hombre piadoso del Señor ni uno que esperara al Mesías. La hizo un rey pagano, de los más oprobiosos, un hombre que se ensoberbeció a lo máximo, que pretendió ser adorado por medio de una estatua. Fue Nabucodonosor, rey de Babilonia, quien declaró el magnánimo canto al Altísimo. Después de haber sufrido el castigo seguido a su soberbia, dijo lo siguiente: Mas al fin del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi sentido me fue vuelto; y bendije al Altísimo, y alabé y glorifiqué al que vive para siempre; porque su señorío es sempiterno, y su reino por todas las edades. Y todos los moradores de la tierra por nada son contados: y en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace según su voluntad: ni hay quien estorbe su mano, y le diga: ¿Qué haces? (Daniel 4:34-35).

Como se dice: a buen entendedor pocas palabras. La Biblia nos narra de principio a fin la soberanía del Creador, no solamente en la génesis de la humanidad sino a lo largo de su historia. Relatos referidos al pasado y profecías que apuntan al porvenir, cosas ya cumplidas y otras por acabarse, en un todo de acuerdo con un guión escrito desde los siglos en los decretos inviolables del Todopoderoso. Ante los problemas propios del pecado humano Dios ha dispuesto el perdón a través del sacrificio del Hijo, de manera que nadie podrá acusar a los escogidos de Dios. Pero de igual forma ha castigado con creces a quienes malversan su doctrina y enseñan su palabra como mandamiento de hombres. Los execrados del mundo y de la iglesia tienen su hábitat idóneo en las moradas eternas y bajo la sombra protectora del Omnipotente. Lo demás sobra.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 8:42
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