Martes, 20 de junio de 2017

Los discípulos no tenían que comer y el Señor se les apareció de golpe pero no lo reconocieron. Habiéndoles pedido comida ellos le manifestaron que nada tenían, por lo que el Señor les sugirió que echaran la red a la derecha de la barca, donde hallarían alimento. Una vez que la lanzaron se dieron cuenta de que no podían con ella, por la multitud de peces. También entendieron que había sido el Señor quien les había operado ese milagro.

Acá nos muestra el relato bíblico que para Dios no hay nada imposible, que cuando quiere envía la abundancia del alimento, de manera que se afianza su palabra que recomienda no preocuparse por lo que habremos de vestir o comer. Nosotros valemos más que las aves del cielo, las cuales no trabajan pero el Padre las alimenta. Somos superiores a los lirios del campo, que no tejen ni hilan, pero que se visten mejor que Salomón. Esto es parte de la soberanía divina por la cual nos muestra la providencia el Padre que nos adoptó como hijos.

La emoción de volver a saber del Señor quitó la preocupación por el tiempo perdido en la pesca. La abundancia de peces sirvió para reconocer al autor del milagro, pero no para alegrarse solo por la enorme cantidad del condumio conseguido. La vida, ciertamente, es más que la comida. La vida es más que la compañía que tengamos, más que la música que escuchemos, más que cualquier cosa anhelada. Ese don, en los creyentes, es de una continuidad eterna. Se entristecen con la muerte aquellos que no tienen esperanza, pero para los que aguardamos en el Señor partir y estar con él es muchísimo mejor.

La predicación del evangelio fue una encomienda dada a aquellos pescadores; ellos comprendieron por el milagro que la pesca trascendental es la de almas. Echar las redes hacia el mundo era entonces la tarea que vendría, porque allí tiene el Señor mucha gente. Cuando un pescador lanza su red al mar no ve a través de las turbulentas aguas, solo espera obtener los peces que queden atrapados en la malla. Cuando se anuncia el evangelio no se ven las almas que habrán de creer, pero es posible que las palabras lanzadas sean recogidas con gozo por aquellos que son enviados por el Padre al Hijo.

Cuando los discípulos salieron de la barca y llegaron a tierra, vieron ascuas y un pez sobre ellas y al lado pan. Esa fue la provisión del Señor, en señal de lo que hará también con aquellos que se dediquen a la pesca de hombres. El evangelio del reino garantiza salvación para los oyentes que Dios prepara y alimento para sus embajadores. El milagro realizado por Jesús vino a ser un testimonio de su resurrección, una señal de que seguía siendo el mismo que habitó con ellos. Por otro lado, la pesca fallida contrasta con el éxito de lanzar la red de acuerdo a lo que el Señor les indicaba, y deja sentado que la soberanía de Dios es absoluta y que nada debemos atribuirnos a nosotros mismos.

El Señor siguió siendo el mismo amigo que ellos tenían mientras vivía en su ministerio. Nada había cambiado, simplemente era Jesús resucitado, el mismo que había venido desde el cielo para morar con los pecadores. Muy pocas veces vemos el lado milagroso del fracaso, pensamos que eso se debe a nuestra ineptitud. Pero cuando miramos el milagro como algo positivo debemos comprender que hubo un milagro en el lado negativo. Esto es, pasar la noche pescando y no tener la suerte de agarrar ni un solo pez va contra muchas probabilidades. Sin embargo, era Dios quien también estaba de ese otro lado, abriendo paso a nuestro fracaso para mostrarnos a la mañana siguiente la luz del éxito.

Si el espíritu despierto de Juan fue el primero en reconocer que era el Señor, el inquieto Pedro es quien se lanza al mar para alcanzar al Maestro. Su deseo y amor por el Dios de la vida deja atrás toda la desesperanza por el fracaso de la noche y toda la alegría por la abundancia de la mañana. Lo que le importaba al discípulo era el contacto inmediato con el Resucitado. Pero esta rapidez con la que Pedro corrió fue examinada un poco más tarde, cuando el Señor le preguntaba si en realidad lo amaba. El apóstol se puso triste, con un brusco cambio de ánimo, por la pregunta insistente del Señor.

Lo que Jesucristo buscaba en Pedro era reafirmarlo, comprometerlo con la misión particular que le indicaba, el apacentar a sus ovejas. El apóstol que había negado al Señor tres veces, ahora tenía que afirmar tres veces que lo amaba. El Dios Omnisciente no tenía nada que preguntar, porque todo lo sabía; pero la pregunta repetida fue el mecanismo para que Pedro testificara públicamente que él amaba al Dios que sabe todas las cosas. A Él nada se le puede negar, nada se le puede ocultar, y tal vez por eso el Señor enfatizaba con su pregunta, para que el discípulo confesara con su boca lo que sentía en su corazón. Unos días atrás esa boca lo había negado, pero por miedo a la persecución, por miedo a ser inmolado. Aquel temor fue borrado cuando miró al Señor y lloró amargamente; ahora tenía que confesar lo que antes sentía pero no podía decir.

Muchas veces solemos andar como Pedro, por un lado con miedo de decir lo que conviene, pero por otra parte como el Pedro que estaba frente al Señor de la resurrección, con la confianza de que todo lo que hemos creído es la verdad. Es fácil juzgar al apóstol desde un asiento con una Biblia en la mano, pero cuando estamos en el ruedo del mundo actuamos como él lo hizo. Sin embargo, suele suceder también que llega el momento de la restauración y salimos valientes a proclamar la verdad, muy a pesar de lo que nos suceda.

Como Pedro somos llamados a apacentar a los hermanos, cada uno de acuerdo a los dones que ha recibido. Cuando la duda nos penetre tenemos el testimonio del apóstol que confió en el hecho de que Dios sabe todas las cosas. El Señor sabe cuánto lo anhelamos pero conoce por igual nuestros enredos con el mundo; no es una justificación ligera, es simplemente un reconocimiento de nuestras limitaciones. Así como Pedro confesó que Dios sabía todas las cosas, nosotros podemos descansar también diciendo que es verdad que el Señor conoce que lo amamos.

El santuario de Dios (su presencia) es lo único que nos puede cambiar el carácter, la tendencia a hundirnos en el cieno del mundo. Los cantos de sirenas atraen al alma voluble, pero la fragua de Dios nos condiciona para pisar firme y para reconocer que Él sabe todas las cosas. Juan reconoció al extraño que estaba en la orilla del mar, pero Pedro corrió de inmediato para alcanzarlo. En estos dos modelos concurre la vida del creyente, en la atención del espíritu y en la rapidez de la acción. Pero también está el otro ejemplo, el de los que se quedaron recogiendo los peces y llevándolos a la playa. Todo muestra diligencia en los asuntos del evangelio, en la confianza puesta en la soberanía divina, que Dios todo lo ha provisto y cuyo fin se alcanzará en forma cierta. No hay otra manera para el Dios que ordena que acontezca lo que está escrito de nosotros.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 11:24
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