Lunes, 24 de octubre de 2016

El evangelio nos educa en dos renglones fundamentales para la fe cristiana, el arrepentimiento y el pecado. Sin pecado no hubiese habido redención alguna, no habríamos conocido a Jesucristo como salvador y la crucifixión ni se hubiese imaginado. En ese sentido, el pecado ha sido bueno; gracias a él se dio la expiación con la muerte y resurrección de Jesucristo, se pudo contraponer la pureza a la impureza, hemos podido valorar la necesidad del perdón. Porque el pecado lleva en sí castigo y su paga es la muerte eterna.

Empero si otro ha pagado nuestras transgresiones por nosotros, nuestra relación con el pecado cambia. Ya no tendremos el problema de la condenación eterna pero sí un profundo rechazo de nuestra conciencia al acto de pecar. Como producto de nuestra redención se da la lucha continua en nuestro ser, pues con la mente servimos al Señor, si bien otra ley en nuestros miembros nos somete por momentos (la ley del pecado). 

Si Jesús no rogó por el mundo (Juan 17:9), un gran lote de personas quedó bajo la eterna condenación. Eso no es bueno para ellos sino muy malo; pero por contraste, la buena noticia para el pueblo de Dios ha sido el regalo inmerecido de su salvación, no conseguida por obra humana alguna, no por una paga de algún trabajo, sino por el fruto del sacrificio del Hijo de Dios. Como la salvación es una obra exclusiva de Dios, sus frutos también lo son. El plan del Eterno e Inmutable Señor creador de todo cuanto existe ha sido dividir el mundo humano en dos pedazos (no necesariamente mitades), separando a los elegidos de los réprobos en cuanto a fe. En esta vida no tenemos que saber a ciencia cierta quién es el réprobo en cuanto a fe, ya que eso es asunto divino en exclusividad. Podemos sospechar o inferir, pero no decir nada a cabalidad acerca de quien es el que ha sido condenado. Por ejemplo, sabemos de Judas Iscariote por cuanto el Señor nos dijo que era el hijo de perdición. Sabemos de Faraón porque su corazón fue endurecido al igual que el de Esaú, por parte del Todopoderoso. Pero no podemos ir por la vida diciendo este es réprobo y éste no lo es.

El evangelio se anuncia a toda criatura para que conozca que hay un Dios que tiene una ley moral muy elevada, imposible de cumplir en todos sus renglones. Pero aquellas personas que jamás hayan escuchado acerca de tal Dios también tienen una ley instaurada en sus corazones (lo que de Dios se conoce les es manifiesto por medio de la obra de la creación: Romanos 1). Así, todos seremos juzgados en base a lo que hayamos hecho, por cuanto habremos de dar cuenta de lo que nos ha sido encomendado.

Dado que el pecado es una enfermedad que se extiende por doquier, habiendo cundido primero que nada a una parte del mundo angélico, se ha propagado al universo humano. Al pecado inflamar la rueda de la creación ella  gime esperando la manifestación gloriosa de los hijos de Dios. Porque el pecado crece, avanza y carcome como un cáncer el espíritu humano, contra lo cual nada puede ser su cura, por más que se aplique religión tras religión, o sacrificio y ofrenda por el daño que hace. Quiso Dios en su sabiduría escoger a su Hijo como la única paga oficial por nuestras transgresiones; lo entregó por su pueblo a quien vino a liberar (Mateo 1:21), como una grata ofrenda que apacigua su ira por siempre. Sin embargo, contra el impío Dios sigue airado todos los días (Salmo 7:11).

El arrepentimiento de Judas llegó apenas a remordimiento. Sintió culpa por haber vendido a un hombre inocente, quiso devolver el dinero de la traición, se ahorcó en consecuencia para castigar en su cuerpo su pecado. Pero siguió siendo el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese.  Si el Señor hubiese muerto por Judas Iscariote, éste se hubiese arrepentido antes de la crucifixión. Pero sus circunstancias nos demuestran que Jesús no murió por toda la humanidad (sin excepción), como los universalistas afirman. Nadie puede decir que por sus pecados el Señor sufrió en vano en la cruz, que pagó el rescate de su deuda, que limpió sus culpas para después tener que ir hacia el infierno de fuego.

Judas Iscariote pudo decir que pecó (Mateo 27:4) pero jamás se volvió al Señor, porque no podía. Asimismo, el silicio del rey Acab no fue en realidad una prueba de su arrepentimiento (1 Reyes 21:27). El arrepentimiento implica que se es una nueva criatura perteneciente a una nueva creación. Desde ese estadio, la nueva criatura clama por un Padre nuevo (no al viejo Dios que apenas veía de lejos, como una remota referencia). Ahora ha pasado de muerte a vida. ¿Y qué es todo esto sino el fruto de un poder sobrenatural sobre la criatura muerta en delitos y pecados?  El ser arrepentido encuentra en él mismo un principio de maldad que batalla contra el Espíritu de Dios, si bien antes lo ignoraba porque andaba muerto (Gálatas 5:17).

El arrepentimiento y la fe vienen juntos; el primero es un cambio en relación al pecado por parte del corazón natural pecaminoso. Por lo tanto, el arrepentimiento no puede ser un recurso natural de la persona. Es, más bien, un regalo de Dios en tanto un fruto del hombre nacido de lo alto (por voluntad absolutamente divina). Podemos resumir que la fe y el arrepentimiento (si es que son gracias, y las son) deben ser un don de Dios. Pero eso lo dice la Escritura en Efesios 2:8, la cual añade que también la salvación es un regalo del Señor. Por lo tanto, la premisa mayor tiene que ser válida para que lo que de ella deriva sea igualmente cierto y ajeno a toda falacia: Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios; toda la humanidad murió en sus delitos y pecados; no hay justo ni aún uno; no hay quien haga lo bueno; no hay quien busque a Dios. Si el hombre está espiritualmente imposibilitado para ver el reino de Dios, urge que le sea dada la redención. Por ello la Biblia afirma que la fe, la gracia y la salvación son un regalo divino.

La metanoia o arrepentimiento también implica un cambio de mentalidad respecto a Dios y respecto a nuestra condición de pecado. Esto solamente es posible si ha habido un reemplazo del corazón de piedra por uno de carne, evento que solamente es posible si Dios así lo desea. Recordemos lo que nos ha sido dicho, que Dios tiene misericordia de quien quiere tenerla, pero endurece a quien quiere endurecer (Romanos 9). En tal sentido, a Judas Iscariote no le fue dado arrepentimiento de lo alto, por lo tanto no pudo nacer de nuevo; tampoco le fue dado arrepentimiento al rey Acab, más allá de su silicio.  Acab se maravillaba del prodigioso profeta Elías, pero sucumbía ante los susurros de su mujer Jezabel. Dios decretó su muerte en batalla, aunque el rey quiso burlar su designio disfrazado de soldado común. La maldición del Señor cayó sobre su rostro: En el mismo lugar donde lamieron los perros la sangre de Nabot, los perros lamerán también tu sangre, tu misma sangre (1 Reyes 21:19-20)... y los perros lamieron su sangre, conforme a la palabra de Jehová que había hablado (1 Reyes 22:38).

Dios ha enviado a los suyos a pregonar por el mundo arrepentimiento y a que crean el evangelio. El que creyere será salvo, el que no creyere ya ha sido condenado. El pregón sale para muchos y de éstos pocos han sido los escogidos. Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada y cubierto su pecado (Salmo 32:1).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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