Lunes, 17 de octubre de 2016

El Salmo 35:11 dice que se levantan testigos malvados, y de lo que no sé me preguntan. Esta exposición del salmista deja una estela conocida en la mayoría de los creyentes. Doquier andamos surgen acusaciones, sin importar la certeza o falsedad de la queja. No debemos olvidar que nuestro gran enemigo es Satanás, el que lleva en su nombre el significado de su función por excelencia, el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de Dios día y noche (Apocalipsis 12:10). El es la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, por lo tanto se entretiene acechando a sus víctimas para infringirles dolor.

En ocasiones surge una disputa y el lobo vestido de oveja saca sus garras, dando zarpazos desesperado por destruir. En nosotros se cumple también la traición que Judas hiciera al Maestro, cuando los que comen de nuestro plato alzan contra nosotros su calcañar (cuando los cercanos sonríen con malicia). El rumor echa a correr y dado que los creyentes cometemos errores cada día, los otros, los que son ajenos al evangelio, nos evalúan como si pudiesen conseguir en nuestras vidas esa perfección anunciada en Jesucristo. La Biblia nos recuerda que el creyente puede pasar por etapas en las que se siente miserable, que puede reconocer que aún lo malo que aborrece hace, además de que no logra cumplir con lo bueno que desea hacer.

Pero para el impío esto es pan aliñado, porque se lo traga en dos porciones, cuando verifica que en realidad no somos perfectos. Así comienza su acusación una y otra vez, tentándonos con sus latigazos verbales o físicos, como queriendo verificar si somos mortales como ellos. Hemos sido hechos todos de la misma masa, para que nadie se gloríe en sí mismo como si fuese de un material extraño y especial. La única diferencia es que el creyente ha tenido la virtud de creer en el Hijo de Dios, porque ha sido llamado por el Padre. Eso también pareciera locura a los ojos de los que nos acusan.

Sabemos que las cosas espirituales han de ser examinadas y entendidas espiritualmente, no con las condiciones y elementos de la impiedad, pues en la mente impía el acto de creer es locura. Aquel rumor que salió una vez de la boca del lobo sigue su recorrido normal en las lenguas que inflaman la rueda de la creación. Con el tiempo, incluso años y años, se oye de nuevo el sonido que una vez salió de aquella garganta envilecida con las palabras del chisme y del engaño. Llega el momento en que se nos pregunta  acerca de lo que no sabemos.

Algo parecido hicieron con Jesús, ya que los príncipes de los sacerdotes, y los ancianos, buscaban falso testimonio contra él, para entregarle a la muerte (Mateo 26:59). A Pablo lo acusaron también muchas veces, hallando que era pestilencial, levantador de sediciones entre todos los judíos por todo el mundo (Hechos 24:5). David tuvo la experiencia de huir de Saúl, porque buscaba matarle. Fue en esa oportunidad que escribió el salmo que habla de aquello que sin saberlo le preguntaban, como si le pidiesen cuenta de lo que no había hecho. Hay un odio que no se explica y cuya causa no está en nosotros, pero al recordar lo dicho por Jesús acerca de lo que nos sucedería en el mundo comprendemos su origen.

No se nos puede olvidar que hay una persona detrás de la violencia de los que nos preguntan, alguien que nos acusa día y noche. Sus sacerdotes de oficio son seres humanos que no creen en el Hijo de Dios, que no han sido llamados (al menos todavía) por el Padre. Estas personas sienten odio, el cual ha sido infundado por el Príncipe de las potestades del aire, e igualmente tienen animadversión natural contra los que somos de Cristo. Como testigos de violencia se levantan y nos preguntan acerca de cosas que ignoramos. Oyeron un rumor contra nosotros y lo dan por probado, por eso nos interrogan o nos tratan con sarcasmo. Cuando comprendemos lo que acontece en sus mentes, en sus pensamientos, reconocemos que es odioso el pecar.

Tal vez una de sus funciones (sin que ellos lo sepan) es el de hacernos rechazar el pecado. Solamente cuando alguien peca contra nosotros podemos evaluar en nuestra carne el oprobio de la iniquidad. Simultáneamente comprobamos la prosperidad de los que nos acusan, viendo que no pasan trabajo como los demás mortales. No tienen congoja por su muerte, como dijera Asaf (Salmo 73). Esa comprobación nos perturba y nos aparece como duro trabajo para digerir, pero al entrar en la presencia del Señor llegamos a entender el fin de ellos. Están puestos en resbaladeros y el Señor despreciará aún su rostro; han sido ordenados como réprobos en cuanto a fe.

Claro está que puede haber excepciones, ya que Saulo de Tarso se congraciaba con la muerte de Esteban, mientras perseguía a la iglesia en general. Pero él halló gracia delante del Señor y fue contado como uno de nuestros hermanos (no era réprobo en cuanto a fe, sino que en ese momento no había sido regenerado). Por ello es posible que muchos de los que hoy día nos preguntan por aquello que no sabemos, o algunos de los que nos rodean con violencia, vengan mañana con el brazo extendido de hermanos. He allí nuestra paciencia y oración aún por los que nos persiguen.

En general, el impío se hace preguntas acerca de Dios y aún a Él quisieran interrogarlo. Dios es el principal acusado por mano de la impiedad: ¿Si es bueno, entonces por qué ha creado el mal? ¿Por qué, pues, inculpa, si no hay quien resista a su voluntad? No se trata de que Dios no sepa sino de que no tiene culpa en aquello por lo que le acusan. Él es el Creador del universo, de todo cuanto existe, pero la gente solo le reclama por las faltas que les cometen otros a ellos; jamás Eva se inculpó a sí misma, ni Adán se auto-incriminó por su pecado.

El mecanismo de la impiedad consiste en el reclamo a Dios, por lo tanto nosotros recibimos acusaciones por lo que hemos hecho y por lo que jamás hicimos. El creyente perdona a su hermano, pero el impío busca destrozar a los que han creído. Mientras David era leal al rey Saúl, éste suponía que él era sedicioso. El rey acusaba a David de conspiración, mientras éste no solamente era inocente sino ajeno a todo aquello por lo cual se le incriminaba. Si alguna característica tiene la mecánica de la impiedad es la repetición. La insistencia de Satanás en la acusación lo hace particularmente hostil contra los hermanos.

A pesar de que no encontrará asidero en su alegato, a pesar de que la Escritura es firme cuando dice que nadie podrá acusar a los elegidos de Dios, pues Dios es el que justifica, Satanás hace gala de su nombre. Como Acusador de los hermanos no cesa día y noche de elevar su causa perdida ante el trono del Todopoderoso, así como lo hace ante nosotros por intermedio de sus agentes en la tierra. La malicia del diablo lo lleva hasta comparecer ante la presencia de Dios para acusar a los santos, pese a que sabe que Él es su Dios y que Jesucristo está a la diestra del Padre para interceder por ellos. Satanás conoce que su diatriba es sin sentido, por cuanto no tendrá oído divino para tomarla en cuenta. Como un Sísifo está condenado a subir cuesta arriba sus acusaciones que parecen resbalar al llegar a la cima. De nuevo comienza y así acontece otro día y otra noche sin éxito alguno. Al menos no tiene triunfo en el reino celestial.

Pero acá en la tierra sus agentes (los hombres dedicados a la impiedad) son sus colaboradores. Ellos se ofrecen como espontáneos para preguntarle al creyente por aquello que ignoran, acusándolos con sarcasmos y mentiras e intentando difamar su honra. Pero con los creyentes sucede igual que con el sumo sacerdote Josué. Dice la Escritura que un día estaba el sacerdote delante del ángel de Jehová, pero Satanás estaba a su mano derecha para acusarlo. Parece ser que su función tiene siglos, como su fracaso también se ha asegurado. La respuesta en ese momento fue una dura reprensión a Satanás por parte del Señor: ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?  Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel. Y habló el ángel, y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala. (Zacarías 3:1-4).

Este texto de Zacarías nos debe recordar siempre nuestra posición ante el Señor. El nos ha quitado nuestros pecados y nos ha vestido con ropas de gala. Ese es el extraño dolor que sufre el Acusador cada vez que recurre con su aburrido atrevimiento, para lo cual parece haber sido destinado. Sus acusaciones no tienen aval por cuanto Jesucristo sigue intercediendo por nosotros.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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