No hay tal cosa como una fe dudosa o una duda de la fe. Nada de eso es posible a la luz de la declaración bíblica acerca de que la fe es la certeza y la seguridad de lo que no se ve, la convicción de aquello que se espera. La oración a Dios ha de ser hecha con fe, sin duda alguna; ¿cuánta más seguridad puede haber para el creyente acerca de su salvación? La fe viene a ser un regalo de Dios, de manera que no siendo de todos la fe ella es uno de los primeros frutos producidos en el creyente. Antes que nada el Espíritu regenera al individuo, de tal forma que la salvación, la gracia y la fe vienen a constituir un don de Dios (Efesios 2:8).
¿Pero acaso no se ha dicho que hay que creer para poder ver el reino de Dios? ¿Cómo se podrá creer si no se sabe en quién hacerlo? ¿Cómo se oirá si no hay quien predique? Ciertamente el acto de creer pasa por un proceso en donde la fe viene a darnos la solidificación de la creencia. La palabra de Dios predicada es usada por el Espíritu de Dios para hacer renacer a la oveja elegida. El cambio del corazón de piedra por uno de carne, con el agregado del espíritu nuevo que ama los estatutos de Dios, hace que la persona reciba la fe que viene de Dios (pues Jesucristo es su autor y su consumador). Si Jesucristo es el autor de la fe, nadie debe buscarla en el corazón humano como si fuese una respuesta nuestra. La fe no será jamás un fruto del individuo, una respuesta de la persona, sino la seguridad que da Dios a sus hijos acerca de que son suyos.
Después que Dios capacita a su elegido con el regalo de la fe, nos toca a nosotros administrar ese don. En el ejercicio de esa mayordomía nosotros alimentamos la esperanza surgida de las promesas del Señor. Una cosa es cierta, no debemos confundir las esperanzas divinas con las ilusiones mentales. Lo que Dios ha prometido es susceptible de fe, pero lo que el hombre se imagina por cuenta propia no puede ser objeto de la fe. De nada vale tener fe por cuenta propia, de nada nos sirve alimentar una esperanza fundamentada en lo que suponemos debe cumplirse sin que Dios lo haya señalado.
Abraham es un claro ejemplo de lo que decimos. Un hombre de avanzada edad, unido a una compañera de vida que tenía años en demasía, como para que de ellos brotara una semilla, viene a ser el paradigma de la fe. La Escritura cuenta de él como de quien creyó a Dios y le fue contado por justicia (Génesis 15:6). Pero Abraham creyó una promesa de Dios, no una ilusión de su imaginario personal. Hay personas que suponen cosas y ven señales como promesas, pero esa fe construida a partir de la ilusión no asegura nada. Si Abraham tenía duda en relación con su cuerpo y el cuerpo de su mujer, la fe que le fue dada disipó tales incertidumbres. El patriarca le hizo una pregunta a Dios, acerca de lo que habría de darle, y obtuvo una promesa como respuesta. Abraham le creyó a Dios la promesa dada y eso le fue computado por justicia.
No siempre los eventos se desarrollan de la misma manera, ya que en ocasiones los siervos del Señor tienen estrechez de visión. De esa manera le aconteció al siervo del profeta Eliseo, quien no podía comprender la protección de Dios mientras estaba rodeado de enemigos de guerra. Pero el profeta oró para que le fuesen abiertos los ojos (del espíritu) y pudo su siervo mirar la multitud del ejército del cielo que protegía al profeta con su gente. No tengas miedo: porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos...y he aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo (2 Reyes 6:16-17).
Pero Eliseo había sido el siervo y discípulo de un gran profeta, de Elías, aquel varón que acostumbraba a decir: Vive Jehová, en cuya presencia estoy. Elías sabía donde estaba, con quien caminaba, quien era su consejero. Si estas cosas fueron escritas para nosotros, vale bien cobrar el sentido que ellas tienen. Uno de los propósitos es que veamos la actuación de gente que anduvo caminando con el Señor, recibiendo su protección y su inspiración. Nosotros somos personas como aquellos hombres de Dios, ya que ellos se nos parecen a nosotros en sus pasiones semejantes a las nuestras. La diferencia ha estado en que aquellos oraban y conversaban con el Señor, pero nosotros apenas si leemos sus historias.
Es por ello que nos fue dicho que debemos velar y orar, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios, el cual no desperdiciaba oportunidad para hablar con el Padre. En el momento en que podamos comprender el sentido de las palabras del salmista, entenderemos que aquello fue más que poesía. Hay inspiración en sus palabras que nos puede dar el aliento necesario para la empresa que nos ha sido encomendada. Los malignos llegan y generan angustia como enemigos de guerra, en la búsqueda de su objetivo: devorar nuestras carnes. Pero el profeta cantor exclamaba: Jehová es mi luz y mi salvación: ¿De quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida: ¿De quién he de atemorizarme? (Salmo 27:1).
Cuando a Job le tocó pasar por algunas vicisitudes, comprendió que era Jehová el que había dado y el que tenía el derecho de quitarlo todo. Dice el registro bíblico que Job no atribuyó a Dios despropósito alguno (Job 1: 22). Solamente cuando el creyente entiende la dimensión de la soberanía de Dios puede confiar en la manera en que lo hicieron estos paladines de la fe. No se puede confiar en el Señor a medias, con el pensamiento de que Él controla algunas cosas mientras permite otras. Quien piense que el Señor permite que sucedan cosas, como si se tratase de situaciones no determinadas por su propósito eterno, tiene que dudar en la comprensión del propósito divino. Pero el que comprende que Dios en realidad gobierna su universo, que todo lo que quiso ha hecho, que ha creado al malo para el día malo, puede estar seguro en que no tiene despropósito alguno.
Si tuviésemos que procurar una fórmula para desarrollar la fe tendríamos que ir a la Palabra Divina para encontrar ideas básicas. La Biblia nos dice lo siguiente: Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas (Proverbios 3:5-6). Para comprender mejor el texto cabe pensar en lo que él no dice: no dice que nos fiemos de nosotros mismos, o que nos apoyemos en nuestra propia prudencia; tampoco nos dice que supongamos siquiera que el camino por donde andamos es ajeno al conocimiento del Señor.
Hay quienes imaginan que sus pecados no permiten que el Señor ande cerca de ellos, pero de nuevo la soberanía de Dios se hace presente. El hecho de que tengamos que reconocerlo en todos nuestros caminos implica que aún dentro del pecado Dios tiene su mano extendida. ¿Quién puede dudar que Adán pecaba porque el Hijo de Dios estaba preparado para cumplir el propósito divino? No importa si Adán salió incriminado del Edén, pero él tenía que pecar. Solamente el creyente puede comprender lo odioso que es el pecado, su espantosa manera de aparecer, por lo cual no haya paz ni alegría en cometerlo. Pero aún allí la misericordia del Señor no se aparta, como nos lo demuestra la parábola del hijo pródigo.
Reconocer al Señor en todos nuestros caminos quiere decir que Él es soberano absoluto y que no escapamos a su mirada ni a su abrigo. No se nos pide que enderecemos nuestras veredas, como si pudiéramos, sino se nos asegura que es Dios quien nos las endereza. En el ejercicio de la fe se comienza por confiar en Jehová con todo nuestro corazón, con todas nuestras ganas. Lo demás viene por añadidura, hasta que Él enderece nuestros caminos.
La Biblia nos abre el apetito por Dios, en especial a los creyentes. Hay un texto de otro Salmo que nos lo indica de esta manera: Gustad, y ved que es bueno Jehová: Dichoso el hombre que confiará en él (Salmo 34:8). Seremos felices cuando comencemos a creerle a Dios y por consiguiente a confiar en Él. La felicidad del que cree pasa por la confianza en su Creador, como la felicidad de Eliseo, quien por poseer el anexo de la fe veía un poco más allá del estadio físico. Nosotros somos participantes de Cristo, siempre que conservemos firme hasta el final el principio de nuestra fe: la fe es seguridad, es la certeza o el soporte de lo que creemos, de las cosas que no hemos visto todavía. En el cielo no habrá más fe, pues lo que se ve ¿a qué esperarlo?
Pero en esta dimensión terrenal Jesucristo nos dijo que si tuviésemos fe como un grano de mostaza sería suficiente para traspasar los montes a la mar. ¿Es mucho pedir que tengamos la fe de ese tan pequeño tamaño? El regalo de la fe pertenece a Dios y a nosotros nos toca ejercitarnos con ese talento.
César Paredes
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