Engañosa es la gracia, y vana la hermosura: La mujer que teme a Jehová, ésa será alabada (Proverbios 31:30). Lo dijo una persona que había gustado muchas mujeres, Salomón el rey. El rechazo al Dios de la Creación ha traído una cantidad enorme de problemas sobre la tierra. En la relación del Creador con el pueblo de Israel hemos podido aprender que la insolencia viene con castigo, para lección de cada habitante del planeta, ya que rechazar a Dios presupone elegir la necedad sobre la sabiduría.
Salomón compara la mujer con el hombre, si bien habla de toda la humanidad. La gracia, la belleza física, el atractivo para los ojos, son cosas pasajeras. Una persona agraciada (complaciente, en el sentido literal del término traducido) que a la vez es hermosa, siempre luce atractiva para el ojo humano. Preferimos irnos por la vereda llamativa, la que en apariencia conduce hacia un buen sendero. Sin embargo, el rey sabio nos declara que en ocasiones eso suele ser un espejismo, de aquellos que existen en el desierto.
Engañoso o falso resulta tal codicia para los ojos, si en el fiel de la balanza se sopesan estas dos características contrapuestas en el texto: el atractivo y el temor a Jehová. La alabanza final, asegura el escritor bíblico, estará dirigida a quien muestre temor a Dios. En ese lugar no será posible el alegato de ser agraciado o complaciente, de poseer un cuerpo llamativo y una mirada seductora. La belleza natural o artificial son vanas y engañosas, en tanto la mente desordenada y acostumbrada a elegir lo que considera bello sucumbe. ¿Qué prevalece en el tiempo? ¿Qué puede perderse en un accidente? ¿Qué pierde su valor ante quien no tiene preferencia por personas?
Dios mira no la apariencia sino lo que está en el corazón de la gente, a Él no se puede engañar con atractivos o cualidades seductoras. Pero el mundo educa en cuanto a la apariencia física, enseñándonos que lo más valioso en las personas sería el músculo, la piel, el rostro agraciado, nunca la conducta sana, las buenas intenciones o el corazón ejemplar. La gente crece prestando atención a la idea de la perfección física, tocando su cuerpo y cambiando en ocasiones partes de él. Se ha instaurado un afán por la simetría y proporción de las partes, que no tiene nada que ver ni con la salud del cuerpo ni con la ética cristiana.
Pablo dijo en una oportunidad que el ejercicio corporal para poco aprovecha, pero la piedad tiene provecho en esta vida y en la venidera. Jesucristo sugirió que deberíamos hacernos tesoros en los cielos, donde la polilla y el orín no corrompen. De allí que tiene mucha lógica el que una persona que tema a Dios sea alabada, teniendo sobre ella la mirada del Señor. El temor de Dios no se predica en el mundo, más bien se ha llamado a lo bueno malo y a lo malo bueno.
La industria televisiva da culto al ojo; ella propone la heroicidad compuesta por habilidades corporales especiales. La gente se forma día a día escuchando y viendo a sus personajes favoritos, a sus héroes y superhéroes, aprendiendo de su manera de vestir, del cuidado de los detalles de su cuerpo y, sobretodo, envidiando su atractivo físico. No nos ha aparecido un solo héroe que se dedique a la oración antes de enfrentar un conflicto, como tampoco que exponga su necesidad de ir ante el Creador para conseguir fuerzas y consejos al enfrentar sus pruebas de heroicidad.
El imperio de la carne cobra más valor y es el alabado, antes que el imperio del espíritu. Y si lo espiritual aparece, será en cuestiones carnales (como la manipulación extrasensorial, de implicaciones sobrenaturales, junto a la prestidigitación). La carne es el mayor contraste con el espíritu; ella constituye un reino especial y tangible, digno de poseer o de habitar en él. Los tesoros del cielo son distantes, utópicos y fantásticos, por lo cual no aparecen tangibles a los ojos del mundo.
La Biblia nos asegura que para la mente carnal las cosas espirituales relacionadas con Dios son una locura. El hombre natural no puede discernir el valor espiritual divino, prefiriendo caer en las redes de una trama de la que no podrá escapar a partir de sus propias fuerzas. El aguijón del pecado penetra al punto de generar la muerte como castigo advertido desde la creación del primer hombre sobre la faz de la tierra. Los que pretendieron hacerse sabios se hicieron a sí mismos necios, cambiando la gloria del Dios incorruptible en semejanza de animales y elementos de la naturaleza, adorando lo que no es como si fuese.
El no tener en cuenta al Creador ha generado una innumerable cantidad de dolor que se asoma como la tragedia humana más llamativa. La pérdida de los valores trascendentes exhiben la maldad de la insensatez, es el sendero del error por donde transitan a diario millones de personas. Estos seres claudican y sostienen que no hay Dios, porque su entendimiento ha sido entenebrecido, como también señala la Escritura: que el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de Cristo.
Es interesante que el dios de este mundo (Satanás) cegó no los ojos físicos de las personas, sino los de la mente. De esta forma, los ojos del cuerpo continúan mirando el atractivo de la gracia aparente, la que pareciera no desaparecer nunca, negando la mirada hacia las cosas que vienen de lo alto. Y esta es la razón por la cual la gente no cree en Dios, por cuanto su mente obnubilada la hace caminar hacia la condenación eterna. El único lugar donde el evangelio sigue encubierto es en los que se pierden, pero en los que hemos llegado a creer se hace público y manifiesto aquel evangelio de Cristo.
Si bueno le es al hombre no tocar mujer, en palabras de Pablo, feliz el hombre que encuentra esposa, por cuanto ha hallado el bien. Así también lo enuncia la Escritura, de manera que no se trata de huir del sexo femenino, o de que la mujer huya del hombre, sino de encontrarse en la verdadera gracia de Dios. De lo contrario, tendríamos que repetir con Salomón, cuando al escribir su Eclesiastés expresó: He rodeado con mi corazón por saber y examinar, e inquirir la sabiduría y la razón; y por conocer la maldad de la insensatez, y el desvarío del error; y he hallado más amarga que la muerte la mujer, la cual es redes, y lazos su corazón; sus manos como ligaduras. El que agrada a Dios escapará de ella; mas el pecador será preso en ella (Eclesiastés 7:25-26).
La mujer virtuosa de la cual habla la Biblia es la que teme a Jehová, no la más hermosa en su apariencia. Pero lo que se dice de un alma se dice de la otra, el hombre virtuoso no es el de más músculo sino el que teme a Jehová. En un mundo sumergido cada vez más en el pecado como vicio, como afición, sería conveniente indagar en lo que implica creerle a Dios y llegar a sentir su temor reverente. Los valores desechados han venido a ser los que de verdad sustentan el alma del individuo y el alma social; de la misma manera que los edificadores han desechado la piedra angular.
Cantar las virtudes del Dios Admirable podría ser un gran motivo para alejarse de las redes de la mujer que echa lazos al corazón del hombre, o para que la mujer se aleje de los lazos y celadas que la pasión varonil máquina. Cuando Dios une el hombre no separa, de manera que se anda junto a la pareja cuando se está de acuerdo. ¿Cómo andarán dos juntos si no estuvieren de acuerdo? El día que dejemos de mirar la apariencia de los hombres y comencemos a mirar sus corazones, se podrá generar una empresa de cambio de actitud en la vida. A eso conduce la oración a Dios, a conseguir la destreza del espíritu para alcanzar los valores que trascienden. Es entonces cuando desecharemos lo insensato y venceremos lo terrenal que hay en nosotros.
La Biblia también nos dice que si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican. Para ello, la pareja y no solamente uno de ellos habrá de trabajar conjuntamente con el Dios de toda carne. Ciertamente, el que encuentra esposa halla el bien; podríamos parafrasear de otra manera, el que encuentra esposo halla el bien. Pero en el entendido de que los dos serán una sola carne, en doblez de dos nudos que es más fuerte que de uno solo, sabiendo que el uno es complemento del otro. No a muchos llega esta gracia, aunque quizás todos la desean.
César Paredes
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