Hay un dios que se parece en mucho al Dios de las Escrituras, pero que tiene otro porte y costumbres. La diferencia entre ambos puede catalogarse de enorme, pero los seguidores de aquél a veces denominan pequeña inconsistencia a tales distinciones. Ambos se llaman Jehová y constituyen tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu. En esencia parecen ser la misma Divinidad descrita en un mismo libro (la Biblia), pero la dimensión de su obra los separa con enorme distancia.
Uno de ellos predestina en base a Su propia voluntad, diciendo de Sí mismo que es Dios de toda carne y soberano absoluto; el otro hace una predestinación fundamentada en la criatura que conoce porque espía su corazón. Este último también dice ser soberano, con la salvedad de que cede su poder ante la gigantesca libertad humana. Si el Hijo de ambos murió en la cruz, solo uno de ellos lo hizo por su pueblo escogido, pero el otro fue más generoso y demócrata, apegado al humanismo, muriendo por todos sin excepción.
En cuanto al Espíritu, ambos pretenden ser la garantía de la redención humana, solo que mientras uno salva de acuerdo a los cánones del Padre el otro apela a la emoción humana haciendo reír, llorar, hablar lenguas extrañas, mientras también hace convicción de pecado en los impíos que nunca logra redimir. Y es que a este último se le opone resistencia en materia de salvación por cuanto como fiel Caballero respeta el libre albedrío de los humanos.
Pero dado que el salvador se llama Jesús, el Cristo, quisiera referirme un poco más al trabajo de éste. El Jesús de las Escrituras dio gracias por los que el Padre le había dado y dejó explícitamente por fuera de su oración a los del mundo. En efecto, en Juan 17:9 leemos sus palabras particulares dichas en la noche previa a su crucifixión: no ruego por el mundo. Fiel al mandato del Padre, a lo escrito por los profetas, moriría por muchos, si bien su descendencia nadie la contaría. En la cruz, Jesús representó a todos los seres humanos que el Padre le dio, de manera que llevó su culpa y pecado en su propio cuerpo, recibiendo el castigo que correspondía a sus amados.
Este Jesús llama a cada una de sus ovejas por su nombre, ellas lo conocen y lo siguen. En diversos contextos afirmó que jamás se irían tras los extraños, que ninguna de ellas vendría a él a no ser que su Padre las llevase a la fuerza. Aseguró que a ninguna de ellas echaría fuera, de manera que todas ellas tienen asegurada la redención comprada con su sangre. Hoy día (y después de su resurrección) está a la diestra del Padre intercediendo solamente por su pueblo, de la misma forma en que lo hizo la noche previa a su crucifixión.
El otro Jesús violentó las Escrituras interpretándolas privadamente, de manera que incluyó a toda la humanidad (a uno por uno, todos sin excepción) en la cruz del Calvario. Murió por todos -en una forma más democrática y humanista- pero no salvó a nadie en particular. Su obra tiene apariencia magnánima pero fue solo potencial, ya que depende del consentimiento de cada ser humano para perfeccionar la salvación. Este último dato desdice enormemente de lo que afirmó en medio de su crucifixión, que todo había sido consumado. Al parecer, a este otro Jesús, la consumación de su obra depende de cada ser humano.
El falso evangelio que pregona al extraño dios presupone que sin salvar a nadie en particular creó ilusiones salvadoras para todos sin excepción. El problema es que un enorme número de textos bíblicos sigue diciendo que la humanidad entera murió en sus delitos y pecados, que no hay justo ni aún uno, que no hay quien busque a Dios ni haga lo bueno. Por otro lado, son muchos los que a diario mueren en el planeta y nunca han oído una palabra acerca de tan magnánima obra. ¿Qué pasa con toda la humanidad para este Jesús extraño? Que muere en delitos y pecados y a ninguno de los que la componen puede salvar.
El infierno, en lugar de ser un sitio donde se expresa la ira y la justicia de Dios, vino a ser un monumento al fracaso del dios extraño. Allí van todos aquellos que aseguran creer en el dios creado a gusto humano, un invento del pozo del abismo que sigue la vieja premisa de seréis como dioses. Sus seguidores más avezados han asegurado que lo que existe es un pequeña inconsistencia entre los que siguen sus doctrinas y los que siguen las enseñanzas del Dios soberano de la gracia. Aseguran que Dios salva en forma distinta a cada quien, pero niegan que Dios salva según lo ha revelado en las Escrituras.
La Biblia afirma que aún antes de nacer el ser humano ya Dios lo ha escogido para uno u otro destino. En base a esta premisa mayor, cada ser humano hará aquello para lo cual fue escogido. Existen los Jacob que del mundo Dios le dio al Hijo, pero también están los Esaú que de la misma forma fueron escogidos para un fin diferente. Todo esto aconteció sin miramiento a obra humana, sin que éstos hayan hecho ni bien ni mal, para que prevalezca el propósito del Elector. Ambos sujetos llevan gloria a Dios, unos con el olor de vida y otros con el olor de muerte. Entretanto los creyentes del verdadero Dios somos grato olor en Cristo, tanto en los que son para vida como en los que están constituidos para muerte.
Pero no existe ninguna pequeña inconsistencia entre los que andamos conforme al Espíritu y los que caminan conforme a la carne. Los primeros han sido declarados rectos, bajo el fundamento de la justicia de Cristo. Hemos sido declarados posicionalmente santos en Cristo, por lo cual caminamos en santidad de vida. Por un lado nuestros pecados fueron imputados al Hijo en la cruz, pero de igual forma el Hijo nos impartió su justicia (Romanos 8:1). En tal sentido ya no estamos bajo condenación sino que caminamos en santidad.
Los creyentes en el Hijo de Dios, de acuerdo a las Escrituras, hemos sido declarados rectos, por lo cual es imposible que haya un solo creyente que sea injusto ante el Padre. El creyente no camina en la carne, viviendo en pecado; pues de un lado se nos ha garantizado la salvación y por el otro llevamos el fruto de esa redención tan grande. Pero en este punto justo es prudente detenerse para observar de cerca la inversión que hacen los del otro evangelio. Ellos afirman que el fruto es la garantía de la salvación y no su consecuencia.
Los del otro evangelio sostienen que la fe y el arrepentimiento son requisitos para llegar a tomar la salvación hecha potencialmente posible para todos los seres humanos en la cruz; sin embargo, están equivocados con una gran inconsistencia. En realidad, el Cristo de la Biblia no murió por todos -como los del otro evangelio afirman- sino que murió eficazmente por su pueblo. Recordemos que él no rogó por el mundo la noche previa en el Getsemaní, como tampoco lo hace ahora a la diestra del Padre. Por esta razón, el arrepentimiento y la fe son dones que Dios da a los que ha regenerado.
Pretender decir que es asunto de perspectiva el hecho de creer en un Jesús que expió la totalidad de las faltas de su pueblo escogido, mientras otro grupo de personas cree que su Jesús hizo apenas posible la salvación en una forma potencial, pero que en realidad no salvó a nadie en particular, es un gran inconsistencia. Esto es un enfrentamiento entre el verdadero evangelio de la gracia, enseñado por Jesús, los profetas y los apóstoles, contra el evangelio de la imitación y de las obras (doctrina de los falsos maestros entrenados por el enemigo de las alarmas desde el principio de los siglos en el Edén).
El evangelio que salva es aquel que está condicionado en el Señor en la cruz, quien al representar a su pueblo recibió el castigo por todos sus pecados. El evangelio que condena es el de los falsos maestros, que muestra a su Jesús muriendo por todos pero que después deja a sus representados caminar hacia el infierno de eterna condenación. Estos son los que siguen interesándose en las cosas de la carne, en su propia expiación, en colaboración con el dios en el que dicen creer. Pero la carne tiene un fin de muerte y para nada aprovecha, por cuanto las cosas de ella están en enemistad con Dios.
Los que hemos sido escogidos por el Padre para redención eterna, hemos sido amados en virtud de su gracia. Estos somos los que el Hijo redimió en la cruz, siendo nuestro sustituto eficaz y recibiendo en su cuerpo el castigo por nuestros pecados. Solamente a este grupo le fue dado el Espíritu de Cristo, el cual mora en nosotros y nos anhela celosamente, como garantía de esa redención. El que tiene la doctrina de las Escrituras tiene al Padre y al Hijo, y para su seguridad de andar en la verdad tiene también el Espíritu Santo. Y todo esto es la gran consistencia que tenemos los que hemos pasado de muerte a vida.
César Paredes
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