Mi?rcoles, 20 de julio de 2016

Si todos éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás, quiere decir que fue después de creer que dejamos de ser objetos de la ira de Dios. Sin embargo, más allá de aquel enojo Dios nos amó con amor eterno, por lo cual nos hizo sus ovejas aún antes de la fundación del mundo. Pero entretanto fuimos incrédulos su ira estuvo encendida contra nosotros, aunque no se consumó en forma absoluta en virtud de aquel viejo amor.

Pero, ¿qué hizo la diferencia entre el incrédulo y el creyente? Es indudable que fue Dios quien abrió nuestros corazones, ya que de otra manera hubiésemos seguido siendo ciegos lo mismo que los demás. El evangelio está encubierto en los que se pierden, pues el dios de este siglo cegó sus mentes para que no les alumbrara la luz del evangelio de Cristo. En los creyentes sucedió lo contrario, Dios abrió el entendimiento para que les resplandeciese aquella luz.

Mal pudiéramos decir que esa apertura mental fue consecuencia de haber creído, ya que estando muertos por naturaleza en nuestros delitos y pecados éramos tan incapaces como los otros a quienes no se les ha manifestado ninguna esperanza. El corazón de piedra fue quitado y cambiado por uno de carne, dándosenos un espíritu nuevo para amar el contenido de la palabra divina.

Así como aconteció con Lidia sucede con cada persona que el Señor añade a su iglesia. Dios le abre el corazón para comprender con atención su palabra expuesta, de la misma forma que lo hizo con Jacob, a pesar de su condición pecaminosa tan oprobiosa como la de su hermano Esaú. David fue escogido por encima de sus hermanos sanguíneos, Pablo fue señalado por encima de sus parientes según la carne. No hay un solo creyente que no haya sido elegido por el Padre en virtud de su amor eterno, para que nadie se jacte en su presencia ni tenga algo por lo cual vanagloriarse.

El dios de este siglo tiene la potestad de mantener ciegas las mentes de los incrédulos, pero es Dios quien ordena lo contrario con aquellos que Él ha escogido para que crean en su nombre. De la boca de Jehová sale lo bueno y lo malo, por lo cual la actividad del príncipe de las tinieblas también ha sido ordenada para que vuelva ciega la capacidad intelectual-espiritual del impío. Las cosas espirituales han de discernirse espiritualmente, por ello al incrédulo le parece locura oír los asuntos del evangelio y del reino de Dios.

Pero cuando Dios regenera a una persona le convierte el alma hasta amar la palabra y desearla como un niño la leche materna. El ladrón en la cruz nació de lo alto por la pura gracia de Dios, como también le sucedió a Esteban, el discípulo mártir, o a Jacobo, el hermano del Señor. A cada creyente le ha acontecido de la misma forma que a aquel ladrón junto al Señor, pues si el Padre no enviare a nadie hacia el Hijo nadie sería salvo. Una vez que se produce el contacto con el Salvador, la ignorancia acerca del evangelio desaparece y la Escritura que se escucha o que se lee viene a constituir palabra de libertad.

Aquellas antiguas oraciones dichas a un dios que no puede salvar son detenidas y en virtud de la luz del evangelio se comienza a orar al único Dios que puede oír. El evangelio que no se podía creer se comienza a asumir como la mejor verdad revelada, de manera que uno no se avergüenza del mensaje que es para salvación. Al tener la fe que da el Señor se cree en la verdad, se pasa a conocer a Dios y al Hijo, se tiene la comunión del Espíritu, y el creyente agradece que si antes estuvo como esclavo del pecado ahora llega a ser siervo de la justicia.

Hay un gran contraste entre la vida del incrédulo y la del hombre nuevo que es un creyente. Además, el fruto clave del árbol bueno es la confesión de la doctrina de Cristo, evidencia de que se huye del extraño y de sus enseñanzas para seguir solamente al buen pastor. En síntesis, el conocimiento del evangelio solo es posible como fruto de la regeneración; pero aún así la fe viene por el oír la palabra de Dios y los que habrán de ser salvos oyen la palabra que se les predica (¿Cómo oirán si no hay quien les predique?).

Si el que no ha nacido de nuevo no cree ni puede creer el evangelio, el que ha experimentado el nuevo nacimiento lo oye y lo asimila sin dificultad alguna. A éste le parece natural el que haya sido predestinado para salvación, sin mediación de ninguna parte de su voluntad propia, por cuanto de no ser de esa manera no hubiese podido alcanzar el gozo eterno. Mas al incrédulo el evangelio le parece antinatural, contraproducente, ofensivo, de manera que dentro de los más religiosos se han inventado un Jesús que no puede salvar pero que ellos aseguran murió por todos por igual y sin excepción. De esta forma asumen con restricciones interpretativas el grueso bíblico doctrinal que enseña acerca de la soberanía absoluta de Dios.

Al torcer las Escrituras el incrédulo religioso simula que ha sido un creyente del evangelio, si bien el fruto de su confesión lo delata de inmediato al contradecir la forma plana con que la Biblia expone el contenido del evangelio. Pero el que ha sido amado, predestinado, llamado, justificado y glorificado ve con sumo gozo que la Escritura declare la forma única de salvación para su vida, la muerte expiatoria del Hijo de Dios sustituyéndolo en el madero. Reconoce que él es uno de los que Jesucristo llevó ante el Padre la noche antes de su ejecución, agradeciéndole por habérselo dado como parte de su herencia y linaje. El sabe que los que definitivamente no llegan a creer jamás el verdadero evangelio pertenecen al grupo por el cual el Señor no rogó aquella noche ante el Padre en el Getsemaní.

La gran pregunta que se debe hacer es si el evangelio está encubierto para usted o si ya ha sido revelado, liberándolo del engaño del príncipe de las tinieblas. De todas formas el mandato del Señor sigue vigente, arrepentíos y creed el evangelio.  Cuando alguien se olvida de Dios y camina en pos de otros dioses rindiéndoles culto, postrándose ante ellos, el Señor testifica contra ellos para que perezcan. Cualquiera que atribuya aunque sea un ápice de la obra de Cristo como insuficiente, a merced de la voluntad humana, está confeccionándose un ídolo. Todo lo que se adscriba al hombre como su obra se interpreta como el acudir en pos de otros dioses (lo que equivale a un sacrificio a los demonios).

La maldición de Dios está presente de manera especial en todos aquellos que fabrican ídolos, en los que los adoran, en los que suponen que esas obras humanas son imagen y semejanza del Dios soberano de las Escrituras. La idolatría es por naturaleza una provocación contra el Dios Invisible revelado en la Biblia, una inspiración del pozo del abismo para rendirle culto a los demonios. ¿Cómo puede pretenderse rendirle culto a Dios y a Belial al mismo tiempo? Juan recomienda en una de sus cartas guardarnos de los ídolos, ya que sabida es la tentación para la concupiscencia humana el hacerse una imagen de Dios. Muchos son los que han tropezado para jamás levantarse del lodo cenagoso, de la piedra que los desmenuza, por causa de la desobediencia a este mandato ancestral, uno de los Diez mandamientos de la Escritura.

Habiendo tantos otros evangelios, uno de ellos ha torcido el mandato, al borrar por completo de las páginas del Éxodo y del Deuteronomio la exhortación a no hacerse ninguna imagen de lo que está arriba en el cielo, ni en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra, para venerarlas u honrarlas, sugiriendo que ellas representan a Dios o son un recordatorio para facilitar la adoración. Una y otra vez la Biblia repite que se debe tener cuidado con este servicio a los demonios.

Quien ha creído el evangelio se ha separado de estas prácticas, pero quien dice creer sin haber nacido de lo alto continúa construyendo ídolos, sin importar que sean de madera, metal o barro, pues basta con que solo haya un imaginario que habite en la mente o en el alma incrédula para entender que es consecuencia de la ceguera producida por Satanás en los que no han llegado a creer. El pseudo Cristo que murió expiando los pecados de los que yacen en el infierno es un ídolo que no puede salvar a nadie, por ineficaz en tanto inexistente.

 

 César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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