Viernes, 15 de julio de 2016

Las riquezas y el poder suelen ser engañifas, tienen apariencia de capacidad pero son ineficaces a la hora de confrontar la verdad divina. ¿De qué le sirvieron a Faraón sus carros, su ejército y su palabrerío cuando intentó detener a Moisés? Daniel fue enviado al foso de los leones pero el Señor quiso protegerlo, y si hubiese sido muerto por las fieras de igual forma habría entrado a la presencia del Altísimo. Aún Elías derrotado ante Jezabel por su cansancio y lucha continua contra la impiedad fue favorecido por la mano del ángel del Señor con las tortas y el sueño.

La ignorancia como requisito previo para la salvación también es una farsa, ya que es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay. ¿Cómo podemos creer en alguien de quien no conocemos nada? La Biblia misma se pregunta cómo oirá la gente sin haber quien les predique e Isaías exclama que por su conocimiento salvará el Siervo justo a muchos. Por el conocimiento y la confesión de su doctrina, reconociendo a Jesús como el Maestro y autor de justicia. Una cosa es tener el conocimiento acerca de Jesús el Cristo y otra es el conocimiento que él tenga de nosotros. Pues en este segundo renglón sabemos que a los que antes conoció a éstos también predestinó. Ese acto de conocer es reseñado en las Escrituras como un acto íntimo de comunión, así como Adán conoció de nuevo a Eva su mujer y los dos tuvieron un hijo. O cuando José llevaba a María en un asno y no la conoció hasta que dio a luz el niño.

Sea en el aspecto intelectual o en el plano de la comunión, el conocimiento pasa a ser un requisito previo en materia de creer. Juan el Bautista conoció (o reconoció) a Jesús estando en el vientre de su madre; dice la Escritura que se movía el niño ante la presencia de María embarazada. Es indudable que esta operación la hace el Espíritu de Dios, el que produce en nosotros el nacimiento de lo alto. Lo cierto es que una vez que hemos creído dejamos de ser ignorantes en materia de salvación.

Un creyente es una persona que ya conoce quién es el Salvador, que sabe de la persona y del trabajo de Jesucristo en la cruz. El reconoce que sus méritos propios son nulos ante la dimensión del proceso de salvación del cual ha sido objeto. Muerto como estaba, en sus delitos y pecados, no podía por su propia fuerza llegar a nacer de nuevo. Si no hubiese habido el milagro operativo del Espíritu seguiría tan perdido como lo fue Faraón o Judas Iscariote.

No basta el conjunto de milagros o el haber conocido ciertos actos y palabras de Jesucristo. El Faraón era testigo de excepción de los prodigios que ante sus ojos se manifestaban como plagas, al igual que lo fue Judas Iscariote cuando presenció las manifestaciones sobrenaturales del poder del Señor sanando enfermos, echando fuera demonios o descubriendo el corazón de la gente. Pese a estas evidencias sobrenaturales ni el uno ni el otro reaccionaron favorablemente al llamado genérico de Dios, el de arrepentirse y creer en su nombre. Y es que el Faraón fue levantado para que Dios mostrara su gloria y su poder, mientras a Judas le era necesario cumplir todo aquello que de él estaba escrito.

Por naturaleza al hombre le gusta rogar a un dios que no puede salvar, a una imagen labrada de madera o de pura imaginación. Ellos en realidad no conocen nada, como dijera Isaías (45: 20).  A esta gente se les escapó un conocimiento esencial, el que es revelado de lo alto. Ante ellos les fue manifestada la obra de la creación, pero no quisieron tener en cuenta a Dios y lo concibieron en imágenes de reptiles o cuadrúpedos, de objetos inanimados, adorando lo que no es como si fuese. En realidad hacían un caro servicio a los demonios, pues lo que las gentes sacrifican a sus ídolos a los demonios sacrifican. Pero no hay otro Dios sino el que es revelado en las Escrituras, el cual es Dios justo y salvador (Isaías 45:21).

El mundo pasa y sus deleites por cuanto son una apariencia engañifa. Esas aparentes formas de la verdad, pero que no concuerdan del todo con ella, presuponen la ignorancia acerca de Dios. De esta manera la gente se sumerge en el desconocimiento de la justicia de Dios, que no es otra que Jesucristo mismo. Hay un conocimiento mínimo que el creyente ha de manifestar, que Dios es justo y salvador, que su justicia es perfecta, que no acepta ninguna otra que no sea la del Hijo, que quien coloca sus méritos propios lo hace desconociendo simultáneamente la justicia de Dios.

En tal sentido Pablo les señaló a los romanos en su carta que los judíos que tales cosas hacían estaban perdidos. No existe una casilla vacía en materia de fe, pues allí donde falta la justicia divina se impone la justicia humana. Eso hacían aquellos judíos del comentario de Pablo en su carta, buscando establecer su propia justicia de hacer y no hacer ante la ignorancia de la justicia exigida por Dios, la cual es perfecta y no es otra que la justificación obtenida por la sangre derramada en la cruz. De allí que Jesús el Cristo fue llamado nuestra pascua (1 Corintios 5:7).

Juan el Bautista conoció que Jesucristo era el Hijo de Dios, y eso hizo estando en el vientre de su madre cuando María embarazada vino a visitarla. Fue el Espíritu de Dios quien le dio tal conocimiento, el mismo que hizo que el ladrón en la cruz reconociera que Jesús era el Señor. Pero la humanidad entera está muerta en sus delitos y pecados, viendo no entienden, oyendo no escuchan, sabiendo no llegan a conocer. Ella sigue entera rogando a un dios que no puede salvar, o ignorando que está perdida y necesita del Dios verdadero manifestado en las Escrituras.

La vanagloria de la vida y los deseos de los ojos hacen que la gente se distraiga y se aleje más y más del camino de la verdad. La riqueza y el poder del Faraón, la habilidad manipuladora de la reina Jezabel, el ejercitado rey Saúl como primer rey de Israel, Nabucodonosor de Babilonia, todos ellos han demostrado que ante el Dios del cielo y de la tierra no son nada y son como menos que nada. En todos ellos se glorificó el Dios revelado a Israel, el pueblo más insignificante de la tierra (pues no por ser grande lo escogió Dios como su emisario entre los hombres).

Los portadores de la misericordia y bendición divina no fueron estos grandes hombres del mundo sino sus opositores: Moisés, Elías, David, Daniel. Así nosotros, los que hemos sido llamados de las tinieblas a la luz, somos los portadores del mensaje y de la misericordia del Señor. Pero es menester recordar que no ha sido en base a nuestra sabiduría anticipada, o a nuestra inteligencia superior, o tal vez a nuestra ética particular, sino que Dios quiso tener misericordia de sus escogidos y endurecer al mismo tiempo a los que eligió como réprobos en cuanto a fe.

¿Por qué, pues, inculpa, si no hay quien estorbe o resista su voluntad? Antes de preguntarnos retóricamente lo concerniente a la disposición divina debemos inquirir en nosotros mismos para saber quiénes somos. ¿Quién eres tú para que alterques con Dios? No somos más que ollas de barro en manos del alfarero, quien moldea la masa de arcilla como quiere y destina a unos como vasos de honra y a otros como vasos de deshonra y destrucción.

En síntesis, nosotros no somos juzgados por la reputación o sinceridad, por la ética o por las buenas obras, sino solamente por la doctrina que confesamos. El árbol malo no puede dar buen fruto pero el buen árbol no da malos frutos. La apariencia engañifa busca obras independientes de la doctrina, pero Jesucristo no vino a dar clases de ética sino a enseñar la doctrina de su Padre (Juan 7:16). Nuestra obra moral o ética viene como consecuencia de la doctrina asumida.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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