Hay quienes se ejercitan en la falsa piedad y hacen promesas que intentan cumplir, al buscar no avergonzarse del evangelio que profesan. Pero ciertamente existen muchas maneras de avergonzarse de los evangelios que dan lástima. Si usted es uno de los que siguen a un pseudo Cristo, el sentimiento de pérdida de dignidad puede acompañarlo de manera natural. Porque el sentimiento de incomodidad ocasionado por el temor de hacer el ridículo es un mecanismo de protección para evitar hacernos un daño peor.
A Pablo le decían que las muchas letras lo habían vuelto loco; en otras oportunidades le aseguraban que él creía en una secta rara. De igual forma lo trataron de hereje y muchos correligionarios (que se decían haber creído lo que les predicaba) afirmaron que él pregonaba la doctrina de hacer muchos males para que vinieran bienes. Es decir, retorcían y mal interpretaban el sentido de la gracia predicada.
La ira producida por el gentío que se molestaba con las palabras del apóstol hacía que lo azotaran, que lo echaran a la cárcel y que se mofaran en su cara. Pero aquel apóstol pudo escribir que no se avergonzaba del evangelio (Romanos 1:16), dando a entender que no se trataba de un esfuerzo individual para vencer el extrañamiento de pregonar una doctrina que iba en contra de muchas malas costumbres favorecidas por las religiones paganas. No, Pablo no se esforzaba para no sentir vergüenza, simplemente comprendía el sentido del anuncio, de su sana doctrina y del Jesús que se le había aparecido en varias oportunidades.
A partir de las revelaciones recibidas, del cotejo de aquello que había leído del Antiguo Testamento, del Mesías esperado cumplido plenamente en Jesucristo, pudo deducir que ese buen anuncio no era otra cosa que el poder de Dios para salvación. Pablo creía lo que había dicho Isaías, que los que esperan en Jehová no serían avergonzados (Isaías 49:23), pues se reciben las bendiciones proferidas por los profetas que son un sí y un Amén.
Sin embargo, aquellos judíos que no creyeron lo que les fue anunciado han sentido la vergüenza de esperar a otro Mesías, perdiendo el placer de Dios y sintiendo la desdicha de su confianza avergonzada. Lo mismo acontece a los que oyendo la sana doctrina se apartan para oír a espíritus engañadores y para darse a las fábulas artificiosas. Ellos sí que deben sentir la vergüenza de creer en un Dios que no cumple, que es impotente para redimir una sola alma (aunque digan que murió por todos, sin excepción). Habiendo entendido erróneamente la premisa de la doctrina concluyen con una tesis totalmente inválida, inútil y que da rubor y sofoco.
El apóstol comprendió que su propia justicia era más que inútil, más bien vino a ser como un bochorno ante la justicia de Dios. Al caer humillado ante la omnipotencia y soberanía de Dios (cuando Jesús lo tumbó del caballo donde iba arrogante en persecución de la iglesia), sucumbió ante el poder de Dios para salvación. ¿Cómo podía él retraerse de tan digno anuncio para la humanidad elegida? Ningún apocamiento hubo en el hombre redimido por Cristo, toda vez que comprendió la dimensión de su error, la impotencia de sus obras y la inmundicia de sus pecados frente a la santidad del Todopoderoso.
Fue entonces que pudo escribir sin timidez que el evangelio anunciado no le era embarazoso. Pero, ¿sucede lo mismo con aquellos que sufren sonrojo por anunciar a un Cristo ensamblado a su imagen y semejanza? Deberían sentir vergüenza de ese evangelio que se forja en el pozo del abismo como una inutilidad en materia de redención. Es simplemente un oficio religioso más, útil solamente en cuanto a intentos de mejorar la ética de una época; sin embargo, el evangelio que desvía la mirada del texto bíblico hacia la interpretación privada es un anatema.
Hoy día hay mucha oposición al evangelio, como la ha habido siempre. Porque cosa fácil es proponer una doctrina evangélica acorde a la cultura humana, como mezcla de todo tipo de invenciones que agradan a los hombres. Se puede recibir muchos aplausos cuando uno expone el evangelio diferente, ese de la gracia y de las obras al mismo tiempo, el que dice que Dios es soberano pero que respeta el libre albedrío. El que enseña que Dios predestina pero en base a lo que vio en los corazones de los hombres, o que Dios predestina pero una vez que la persona ha creído depende de sí mismo para mantenerse hasta el final. Predicando de esta manera no se recibe reproche alguno por el evangelio, pero eso sigue siendo anatema.
El evangelio es la declaración revelada de la salvación hecha por Cristo hacia su pueblo, aquellos que el Padre le dio, sus ovejas que conocen su voz y le siguen. El evangelio penetra hasta partir el alma con el anuncio que convence y seduce, que persuade por ser la verdad de Dios. El Espíritu es el que da vida y asimismo hace nacer de lo alto a todo aquel que el Padre escogió para darle vida eterna. El evangelio agrada a los Jacob del mundo pero enoja a los Esaú que fueron endurecidos por Dios mismo desde la eternidad, preparados como vasos de ira y destrucción para exhibirlos como objetos de la ira y justicia del Creador. El evangelio no perturba con su mensaje a quien ha sido rescatado por la gracia divina, pero enciende en ira a quien no puede recibir el anuncio por considerarlo pueril, inútil y de poca hidalguía. A éstos avergüenza el evangelio de salvación, así como la Roca que es Cristo les cae encima y los aplasta.
En cambio, todo aquel que cae sobre la Roca no será avergonzado sino restablecido por los siglos de los siglos para la honra del Hijo de Dios y para la alabanza del Padre eterno. Por eso hay dos tipos de personas ante el evangelio de Cristo, los que se avergüenzan de sus palabras y los que se alegran por adherirse a ellas. Pero con el falso evangelio sucede diferente, mientras la gente no siente vergüenza de la mentira en realidad deberían sentirla porque ella no salva. Pero como añade la Escritura, para eso también fueron destinados.
Como el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley, la justificación no puede sustentarse en ningún acto de ningún humano pecador. Dios no habilita al hombre por un instante para que decida su destino, simplemente ha escogido el fin de cada una de sus criaturas en base a su propio designio. De allí que la justicia revelada en el evangelio demuestra la manera en que Dios ha declarado a ciertos pecadores justos, perdonándoles todas sus transgresiones contra su ley en los méritos de la sangre de su Hijo. Nosotros no podemos añadir nada al acto declaratorio hecho por Dios, el cual constituye por sí mismo un acto jurídico celestial.
Debemos vivir por fe y como la salvación es por gracia y no por obras hay que entender que todo lo hizo Dios en materia de redención. Si no es por obras quiere decir que los que somos salvados lo somos en virtud de la gracia del Padre; pero no a todos salvó Jesucristo, pues de lo contrario no habría ninguna condenación. Torcer este principio enunciado en las Escrituras implica anunciar un evangelio diferente, el cual ha sido declarado anatema. De este evangelio no se puede uno avergonzar jamás, por cuanto es el poder de Dios para salvación de los que creemos.
César Paredes
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