S?bado, 02 de julio de 2016

El deber ser del cristiano es retener la fe y la buena conciencia, para evitar el naufragio. El hundimiento en los pantanos del mundo es patético y una clara muestra del descuido individual. Aquel llamado a cuidar nuestra salvación con temor y temblor se hizo necesario para evitar hacer aguas ante la marejada que supone andar caminando bajo el principado de Satanás. Tal vez haya muchas personas que imaginan los encantos del mundo siendo solo eso, atractivos para el ojo; pero se ha de comprender que así como detrás del ídolo están los demonios, detrás de la vanagloria de la vida anda el príncipe de aquéllos.

Retener la fe implica valorar lo que una vez se recibió (y me refiero a los que han recibido la sana doctrina). No puede referirse Pablo a la fe fingida ni mucho menos a la fe mezclada con enseñanzas fabulosas provenientes de los vanidosos seres que se dan a los circunloquios de la teología humanista. El apóstol hace referencia a la fe que tiene una buena conciencia de la persona y de la obra de Jesucristo.

El texto de 1 Timoteo 1:19 equipara a los que no retienen la fe con los que sufren un naufragio. La fe vino a ser desechada, como cuando alguien se aparta de Dios. Se comienza a abandonar la fe al perder la debida conciencia de lo que se tiene. No pensemos que hacemos un favor a Dios por pertenecer a una iglesia, mucho menos que agrandamos la obra de Cristo en base a nuestros currículos. Al ser la fe un don de Dios debemos estar agradecidos de ser depositarios de tan importante valor.

Porque la fe es conocimiento, no sólo confianza. Es la certeza de aquello que pedimos o deseamos, es también la convicción de lo que no vemos; conocemos lo que pedimos, deseamos o aquello de lo que estamos convencidos. ¿Cómo se puede pedir algo que no se conoce? ¿Cómo podemos orar a Dios diciéndole quiero algo, si no definimos ese algo? De igual forma, si nos acercamos a Dios debemos saber que existe y que premia a los que se acercan a Él. Hay un mínimo de conocimiento o de conciencia en el hecho de tener fe: el objeto de la misma, el dador de ella, su definición y utilidad.

Pablo daba honor y gloria al Rey eterno, inmortal, invisible y sabio Dios, al cual conocía como único. No podía rendir tributo a un Dios no conocido, como hicieron vanamente los griegos en Atenas. Era necesario conocer lo que una vez fue revelado en las viejas profecías para poder adorar, pues no es posible adorar lo que no se sabe. Este fue también el criterio de Jesucristo cuando confrontó a la mujer samaritana, muy a pesar de que el pueblo de Samaria tenía también los viejos libros de la ley como producto de haber pertenecido a una misma nación junto a los judíos antes de la división del reino.

Ustedes adoran lo que no saben, fue una frase precisa de Jesús a la mujer que buscaba agua el pozo de Jacob. Pablo le encomienda a Timoteo que retenga la fe y que no la deseche. Dos acciones, una de hacer y otra de no hacer, pero actividades que debe realizar el creyente. Por no retener se desecha, pero por desechar se deja de retener. Y retener no es guardar en un closet, como si eso fuese posible para la fe, el soporte de lo que se espera pero no se ve. La fe es la upostasis - πστασις-, un soporte, lo que está debajo.

La upostasis es aquello que resiste y da aguante a las cosas esperadas, el sedimento en las cosas líquidas. No en vano el apóstol refiere a que algunos naufragaron en cuanto la fe, por haber desechado la estructura y fundación de su sistema de creencias. De manera metafórica se dice que la upostasis es el soporte de una narrativa, de una plática o de un poema, es aquello que garantiza el trabajo, el asunto o el argumento del orador. Aquello que soporta es considerado también un plan o propósito, el coraje, la resolución, lo que subyace en aquello que sostiene. El que tiene fe hace una promesa, la de creer.

La serie de preguntas retóricas de Pablo que aparecen en el capítulo diez de Romanos manifiestan un orden lógico para la fe. Para invocar a aquel en quien se tiene confianza hace falta haber oído acerca del mismo. No es posible invocar a Dios si no se ha creído en Él, no se puede creer en Él si antes no se ha oído acerca de quién ha hecho todas las cosas para Sí mismo. Pero ¿cómo será posible oír acerca de quien no se ha predicado? Y para predicar a alguien hay que ser enviado a tal fin. Este orden presupone un conocimiento mínimo producido por el oír para poder invocar; así la fe es posible solo si sabemos en quién la colocamos, o mejor dicho, si conocemos cuál es su soporte (upostasis) o lo que está debajo.

La cantidad de fe que se nos pide es mínima, como un grano de mostaza, porque lo que interesa es conocer en quién subyace nuestra confianza, saber quién es el soporte de lo que esperamos. Desechar la fe implica abandonar tal estructura y fundamento, poner nuestra confianza en otro Dios. Cuando se construye el ídolo, sea en forma de imagen física o de imagen mental, estamos rindiendo tributo a los demonios. En la medida en que comenzamos a otorgarle nuestros valores personales al Dios de la Escritura comenzamos a desechar lo que hemos aprendido acerca de lo que Él es.

Si el Dios de la Biblia dice que hace como quiere, que crea la luz y las tinieblas, que forma la adversidad, que no existe nada malo en la ciudad que Él no haya hecho (Amós 3:6), que de su boca sale lo bueno y lo malo, hemos de aceptar en sana comprensión de los términos todo cuanto está explícito en el texto. Si ha dicho que endurece a quien quiere endurecer, que ha odiado a Esaú antes de que hiciese mal o bien, también es nuestro deber asumir la inconmensurabilidad de la soberanía y del poder de Dios. Nadie puede detener su mano para interpelarlo y decirle ¡epa!, ¿qué haces?

Pero cuando se comienza a suavizar la propia descripción de Dios hecha por intermedio de sus profetas, descrita en base a Sus propias declaraciones, entonces entramos en el terreno del desecho de la fe. Cuando Dios resulta incómodo y molesto para nuestra conciencia, sea entre tantas cosas para llevarnos bien con la sociedad, se empieza a dejar la retención de la fe, se vuelve laxa nuestra mano con la cual la asimos y nos alejamos de la sana doctrina aprendida en la Biblia. Por eso Pablo le advierte a Timoteo exhortándolo a no abandonarse en el naufragio en que han caído muchos, sino a retener aquella fe no fingida con la cual un día pudo creer y que fue objeto de una dádiva desde el cielo (pues la fe es un don de Dios).

La fe es más que un instrumento para conseguir cosas cuando estamos orando, porque ella es lo que subyace y da cuenta de todo cuanto creemos en relación a Dios. Si quitamos ese soporte nos hundimos como un barco en alta mar, dejando de agradar a Dios. El cuidar nuestra salvación con temor y temblor también pasa por cuidar nuestra fe, la cual viene por el oír la palabra de Dios. No es mucho lo que se nos pide sino el estar atentos a lo que Dios nos dice por medio de Su palabra y de lo que nos provee en el día a día. De esta forma nos afianzamos más y más en el soporte que nos sostiene como viendo al Invisible, confiados en que Él hace todas las cosas posibles.

Al examinarnos a nosotros mismos descubriremos si tenemos una fe desechada o una fe retenida. La exhortación de Pablo es a retenerla para evitar el naufragio en estas aguas impetuosas de un mundo que azota y ridiculiza a todo aquel que confía en un Dios que no vemos, y del que decimos hizo todas las cosas con el poder de su palabra. Si el mundo ha desechado la fe aún antes de tenerla, ¿por qué nosotros que la tenemos habremos de seguir su consejo? Administra tu fe escuchando a Dios a través de su doble revelación: la creación misma, obra de sus manos, y la palabra manifiesta por el escritor bíblico. Con esta actividad hay ganancia y garantía, porque sabemos que no es de todos la fe sino que es un don de Dios.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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