El erotema es la pregunta retórica que implica una respuesta de Sí o No. Del griego ἐρώτημα pero que se diferencia de la pregunta compleja, por cuanto ésta conlleva una trampa. Por ejemplo, si uno pregunta ¿te sigues copiando en los exámenes? quiere implicar con la respuesta obtenida que antes sí se cometía esa indecencia o delito académico. Porque si la persona responde sí se implica, pero si responde no de igual manera compromete su pasado con esa impúdica actividad.
Pero la pregunta retórica es considerada una figura de diálogo de la cual no se espera respuesta alguna, con la finalidad de reafirmar el punto de vista de quien la hace. Se da por hecho que existe un auditorio universal que está de acuerdo con la posible respuesta que se dé, conforme al contexto en que se formula. No es que quien formula la pregunta espera que se le responda, sino que en la mente del interlocutor queda respondida la única opción lógica que satisface el intelecto.
Por otro lado, la pregunta retórica ayuda a refutar una proposición determinada del oponente. Por ejemplo, ¿no te parece que ya debería venir la ayuda humanitaria para este país? Acá lo que se espera es que el interlocutor que conoce el contexto en el cual se le está hablando se responda a sí mismo que es evidente que tal ayuda debería ser propicia para esa nación. Bien, en el capítulo 10 de la carta a los romanos Pablo formula una pregunta retórica ejemplar, seguida de otras preguntas similares que se encadenan una a la otra. La respuesta a todas ellas ha de ser la misma, de acuerdo a la estructura lógica del enunciado.
El apóstol estaba escribiendo acerca de una oferta generosa para la humanidad, la de invocar el nombre del Señor para un fin maravilloso. Asegura que todo aquel que lo invocare será salvo, pero de inmediato introduce cuatro preguntas retóricas que aclaran el mecanismo de esa oferta: ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán a aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán sin que sean enviados? (Romanos 10:14-15).
El orden lógico de las cuatro preguntas está invertido, se comienza por el final pero se termina por el principio. En otros términos, uno debe ser enviado por Dios, después se debe predicar. Acto seguido podrán oír para después creer. Después de que se ha creído se puede invocar el nombre del Señor para salud. Claro, este creer viene supeditado a un acto de fe que no está dicho en forma implícita en el enunciado de Pablo, pero que se implica de otros textos del autor.
Si no es de todos la fe y la fe es un don de Dios (Tesalonicenses y Efesios, respectivamente), poco importa que uno sea enviado, que predique para que oigan si la otra parte no tiene fe. Sin fe es imposible agradar a Dios, pero la salvación, la gracia y la fe son un don de Dios (Efesios 2:8). Ya desde antes de la fundación del mundo Dios había amado a Jacob y odiado a Esaú, aún sin miramiento en las obras buenas o malas de ellos (Romanos 9). Por lo tanto, el punto final de la cadena retórica de Pablo (el acto de invocar al Señor para ser salvo) va a estar supeditado a toda la teología paulina, que no es más que la revelación de Dios al apóstol, a los profetas y al resto de los escritores del Sagrado Libro.
En la explicación de las preguntas retóricas de Pablo, él mismo agrega las palabras de Isaías, referidas a quiénes eran los que habían creído a su anuncio del evangelio. Esa es otra pregunta pero no retórica, la cual el apóstol responde: Por esto, la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Cristo (verso 17 de Romanos 10). El creer por el oír no es automático, de manera que la salvación ofrecida no lo es para todo el mundo sino para aquellos a quienes les es dada la fe que proviene por el oír la palabra de Cristo.
Los muertos en delitos y pecados no tienen posibilidad alguna de extender su mano a la medicina, ni ojos abiertos para ubicar al médico. Mucho menos tienen un corazón de carne que anhele al médico; es necesario primero que haya habido una intervención sobrenatural que saque el corazón de piedra de la persona. Es necesario nacer de lo alto, como se lo explicó Jesús a Nicodemo (Juan 3).
La gran implicación de este texto de Pablo en Romanos es que no es posible ser salvo sin escuchar la palabra de Cristo. Acá termina la especulación de aquellos que acusan a los de la teología de la gracia, a los que pregonan la doctrina de la predestinación. Los acusadores aducen que no hay que hacer nada para ser salvo, ni siquiera predicar el evangelio, puesto que Dios ya escogió quién habría de ser salvo y quién habría de ser condenado. Pero el texto de Romanos dice que sí hay una actividad implícita en el futuro creyente y en los creyentes actuales que tienen la obligación de anunciar por doquier el camino de salvación.
Sí hay que tener fe y sí hay que arrepentirse, pues se manda a todo el mundo a arrepentirse y creer en el evangelio. Cada ser humano conoce que su conciencia ante Dios está en deuda, todos tienen la idea de que existe un Creador, por más de que digan una y otra vez que son ateos, que Dios no existe o que Dios ha muerto. Aunque la soberbia los corone, siempre hay un gusanillo que carcome su intelecto o su conciencia y les advierte de su estado peligroso para cuando tenga que rendir cuentas de su administración de las cosas dadas: la vida, la existencia, la conciencia.
No se implica del mandato de creer y arrepentirse que Cristo haya muerto por toda la humanidad en forma distributiva. Cuando Dios dio sus ordenanzas a Moisés y al pueblo de Israel, no supuso que ellos estaban habilitados para cumplirlas a carta cabal. Cuando le dio el mandato a Adán en el Edén tampoco supuso que no caería en el pecado para estorbar el trabajo que el Hijo ya tenía encomendado hacer. De manera que el mandamiento de arrepentirse y creer en el evangelio no presupone habilidad alguna, sino un deber ser para cada ser humano. Es un mandato del Dios soberano sobre su criatura que no tiene derecho a preguntar ¿por qué me has hecho de esta manera?
La ley de Moisés demostró para la humanidad la incapacidad total de cumplir a perfección con las normas divinas. Más bien sirvió para exhibir su impotencia de alcanzar la salvación por las obras de la ley (del hacer y no hacer), para resaltar la naturaleza pecaminosa de los seres humanos. De esta manera Dios introduce el trabajo de Jesucristo como la única ofrenda de justicia y declara al Hijo como la justicia de Dios. Por el Hijo somos justificados ante el Padre, por medio de la fe en su obra y en su persona, ya que la ofrenda en favor de su pueblo fue perfecta y agradable a Dios.
El Hijo pagó por los pecados de su pueblo, pues por las obras de la ley (sea de Moisés o de cualquier otro ser humano) nadie se podrá justificar ante Dios. Más bien por aquella ley de Moisés vino a darse el pleno conocimiento del pecado (Romanos 3:19-20). Y la humanidad en general también conoció a Dios a través de la creación, por medio del eterno poder y deidad del Creador invisible, de manera que no tienen excusa (Romanos 1:20), pero habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias...(Romanos 1:21).
Es decir, que sea por la ley de Moisés o por el conocimiento natural que se ha tenido de Dios en virtud de las cosas creadas (el universo y nosotros mismos), el insensato corazón humano fue entenebrecido y el hombre se hizo torpe en sus razonamientos. La sabiduría fue cambiada en insensatez, la imagen del Dios incorruptible fue trocada por imágenes de hombres corruptibles, de aves, cuadrúpedos y hasta de reptiles. Pero el pueblo de Israel, que tenía la ley, también se hizo fatuo por medio de esa ley. Solamente creyeron aquellos que se acercaron a Cristo, como lo hicieron Abraham, Moisés, David y muchos otros. Aún Job, quien no era israelita, reconoció que su redentor vivía, que al final se levantaría sobre el polvo (conocía de la resurrección de Jesús) y que después de deshecha su piel él mismo vería en su carne a Dios (la resurrección de su cuerpo).
La religiosidad de los israelitas no alcanzó la salvación de Dios, más bien la estorbó por su apego a la letra de la ley, con interpretaciones privadas por intermedio de los fariseos y demás maestros de la ley. Hoy día, pese a la manifestación del evangelio, todavía hay quienes siguen aferrados a los mandatos humanos (de hacer y no hacer), interpretando privadamente las palabras de la revelación, siguiendo a espíritus engañadores, a falsos maestros disfrazados de corderos, a doctrinas demoníacas que permutan el evangelio de la gracia por el de las obras.
La pregunta retórica de Pablo sigue vigente, con una única respuesta: no es posible predicar si no hay enviados, no es posible oír si no hay exposición del verdadero evangelio, no es posible creer lo que no se ha oído y tampoco es posible invocar a quien no se ha creído. O todo, o nada; la manera como están dispuestas estas preguntas demuestra que la respuesta que se da a cada una de ellas es la misma; de igual forma, el ligamen propuesto presupone que si una de las respuestas fuese contraria a lo esperado, el argumento total fallaría completamente. La pregunta retórica espera una respuesta lógica y universal en el oyente, nunca una contestación particular diferente del auditorio global. Esta camisa de fuerza presupone que existe solamente una respuesta posible ante la interrogante planteada.
César Paredes
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