Dos ejemplos tomados de la Biblia nos muestran que la historia humana también es objeto de la soberanía de Dios. El rey de Asiria llegó a ser báculo del furor divino, si bien él no sabía que actuaba por mandato de otro. Pensaba más bien que como algo natural le iba el papel de ser rey y el someter a naciones no pocas. En realidad era un ministro de la ira de Dios, alguien que ejecutaba la venganza del Omnipotente.
El rey de Asiria intentaba establecer un imperio universal, diciendo que sus príncipes eran reyes que había conquistado para hacerlos súbditos serviles a su causa. Por supuesto, les nutría con dinero y dominios, con tal de realizar su sueño de establecer una monarquía en la que subyugaría toda la tierra. Pero al desear conquistar Samaria, la capital del reino de Israel, acataba la orden divina de ser enviado a una gente fementida, para quitar despojos y arrebatar presa.
Por supuesto, el rey de Asiria no lo pensaba de esta manera, sino que hablaba contra el Dios del rey Ezequías y se burlaba del posible miedo que infundía entre los soldados que pensaba combatir. Su ambición en esta ocasión era también Jerusalén (Isaías 10:10-11) por lo cual exclamaba que nadie le impediría hacer con Jerusalén lo mismo que había hecho a Samaria. Pero el Dios de toda la tierra no le permitió tocar Jerusalén por cuanto ese no era su plan. Sin embargo, la soberbia de ese rey se manifestó una vez más por las palabras de Rabsaces, su enviado para la guerra: ¿Y por ventura vine yo ahora a esta tierra para destruirla sin Jehová? Jehová me dijo: Sube a esta tierra para destruirla (Isaías 36:10).
Este conquistador de naciones también clamaba para sí el haber sido enviado por el mismo Dios del cielo y de la tierra. Esto hacen los que vienen en nombre del otro evangelio pero alegando que sus acciones están inspiradas en la misma Biblia. La reinterpretación de las Escrituras las hacen para su propia perdición, aunque con el ánimo de persuadir y arrastrar hacia la desesperación a mucha gente. Así también hablan los profetas y adivinos contemporáneos, amparados en las palabras trabajadas por interés propio, alegando que son enviados de Jehová. Pese a esta calamidad, hemos de entender por el texto de la Escritura que estos extraños están cumpliendo al calco el guión que el Dios de toda la tierra les ha encomendado, si bien no lo entienden así y suponen que actúan por cuenta propia.
¿Qué podemos decir del Faraón de Egipto? ¿No fue escogido como vaso de ira para mostrar en él la gloria de la ira y de la justicia de Dios? El Faraón hablaba como si sus palabras fuesen suyas, impidiendo a Moisés que liberara a los esclavos israelitas. Pero sabemos que Jehová le había revelado a su enviado que iba a endurecer el corazón de este mandatario para que no dejase ir a su pueblo. Dura prueba para Moisés y para el pueblo escogido, pero gran lección para ellos y para nosotros al saber que todo lo que acontece en el universo obedece al designio de la voluntad divina. Como las corrientes de las aguas, el corazón del rey está en las manos de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina (Proverbios 21:1).
La humanidad entera está en las manos de Dios como el barro en manos del alfarero. Este concepto derivado en forma directa y explícita de las Escrituras es odiado por casi toda la gente, por cuanto la soberbia humana pretende resistir a la voluntad divina. Pero como dijera el viejo objetor bíblico, ¿Quién ha resistido a su voluntad? (Romanos 9: 19). Y es que el ser redimidos por el Señor no depende de quien quiera ni de quien corra, sino de Dios que muestra misericordia; pues a quien Dios desea endurecer endurece (Romanos 9:16 y 18).
El pecado de Faraón y del rey de Asiria estuvo siempre controlado por la voluntad divina. Lo que esta gente intentaba contra el pueblo de Israel Dios lo había pensado para hacerle bien a su pueblo. Jehová le había dicho a Moisés que cuando volviera a Egipto vería las maravillas que haría a través de su mano delante del Faraón, de quien le había endurecido su corazón para no dejar ir a los israelitas.
En síntesis, en ocasiones clamamos para que algo ocurra y detenga la mano de los impíos, pero ignoramos el designio específico de Dios al respecto. Eso también le sucedió a Asaf, quien lo reflejó en el Salmo 73, al decirnos que solamente cuando hubo entrado en el santuario de Dios pudo comprender el fin de los impíos. No hay otra manera de entender a plenitud cuanto acontece sino estando en la presencia del Señor. Y es que Dios ha colocado a los impíos en lugares resbaladizos para que caigan hacia su ruina; ¿no es Dios quien ha hecho a los malos para el día malo? (Proverbios 16:4).
En el Nuevo Testamento podemos aprender que la conducta de Dios sigue siendo la misma de siempre. Jesucristo dijo que nadie tenía autoridad sobre él, a menos que fuese ordenado desde arriba (del cielo). Y es que el Cordero de Dios estuvo preparado de acuerdo al determinado propósito de la sabiduría de Dios, de manera que Herodes y Pilatos, junto a los gentiles y los pueblos de Israel, se unieron contra ese Ungido de Jehová. Jesucristo ha venido a ser la Roca de ofensa y caída para los que desobedecen la palabra de Dios, los cuales fueron también ordenados para que tropezasen (1 Pedro 2:8). Y de acuerdo al libro de Apocalipsis (17:17) es Dios quien coloca en los corazones de los hombres el deseo de entregar el reino a la bestia, hasta que las palabras de Él sean cumplidas.
El rey de Asiria, el Faraón, los gobernantes de la tierra y por regla general cualquier impío están en las manos de Dios. A todo lo que Él quiere los inclina, de manera que no hemos de temer más de lo indicado, no hemos de desesperar en ningún momento, porque cada uno de ellos cumple lo que ha sido escrito que hagan para recibir la recompensa de su impiedad. Nosotros los que vivimos por fe tendremos la comprensión de la intención de Dios cuando estemos en su santuario (presencia). Es en ese lugar donde comprenderemos el fin de ellos y la forma en que hemos sido tomados de la mano para no caer.
César Paredes
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