Martes, 03 de noviembre de 2015

El que Dios requiera algo de nosotros no implica que estemos capacitados plena o parcialmente para cumplir con tal requerimiento. Nuestra incapacidad se traduce en impotencia, pero es al mismo tiempo ese espacio requerido para ser llenado con la cruz y la gracia de Jesucristo. No en vano Pablo afirmó que el Señor le había dicho, bástate mi gracia, pues mi poder se perfecciona en tu debilidad.

Este es el fracaso de los dualistas, aquellos que asumen la necesidad de la capacidad para ser cargados con la responsabilidad. Ellos aseguran que si alguien no tiene capacidad de hacer algo no es correcto que se le ordene cumplir con un cometido. En principio suena lógica la proposición, aunque es falaz tal razonamiento por cuanto hay deudas que se asumen sin que se tenga la capacidad de pago. En realidad, el acreedor no cobra en base a la capacidad del deudor sino en virtud de su acreencia.

Una nación carece de medios idóneos para el pago de su deuda externa, pero sus habitantes que tienen el fardo de los errores de sus políticos no pueden alegar su incapacidad de pago como exoneración del deber. De igual forma la humanidad entera cayó en el pecado de Adán, el representante federal de todos los seres humanos. Como la paga del pecado es muerte todos los hombres nacen en el pecado, o peor aún: muertos en delitos y pecados. Su capacidad espiritual y moral es nula, está en bancarrota, pero su deber moral sigue intacto.

Si la ley de Moisés era muy fuerte o imposible de cumplir, pues maldecía al que fallara en un punto, la proposición de Jesucristo en el Sermón del Monte es mucho más difícil de completar. Ya no se trata de yacer con la mujer ajena sino de imaginárselo, ya no solo se castiga al asesino que quita la vida física sino que se llama criminal al que odia a su hermano. El esquema bíblico desespera al hombre natural por cuanto le descubre su impotencia ante el deber ser propuesto por su Creador.

Pero Dios se satisfizo a Sí mismo en justicia con su Hijo en la cruz. Es por ello que Jesús es la propiciación, el procurador de nuestra paz con Dios, quien de igual forma es llamado la justicia de Dios. La imposibilidad humana queda absorbida en la potencia del Mesías enviado a su pueblo, en el favor de la limpieza de sus pecados. Como Dios nos ve en Cristo ya nos mira sin que tenga que pesar nuestro pecado, y tal sacrificio del Cordero inmolado se hizo una sola vez y para siempre. De manera que el peso de la ley y la carga del Sermón del Monte no son un estorbo en nuestra relación con el Creador sino más bien un recordatorio del mérito de Cristo para nuestro beneficio.

El creyente sigue pecando en esta vida porque todavía tiene su carne mortal. La vieja naturaleza lo asalta y en ocasiones él hace lo que no debe y deja de hacer lo que debería acometer. No obstante, tiene el recurso de acudir ante el Señor para confesar sus pecados, de manera que su abogado lo defiende del acusador de los hermanos y de su propia conciencia que lo incrimina. Pero al mismo tiempo el creyente se pregunta cómo es posible seguir viviendo en el pecado, teniendo una nueva naturaleza que le permite aborrecer hasta lo máximo los errores morales, espirituales y materiales que comete.

Es decir, no hay posibilidad alguna para el deleite del pecado, más bien lo que existe es una amargura profunda por la caída. Pablo decía miserable de mí porque sabía con creces que la necedad del pecado lo alcanzaba. Pero daba gracias a Dios por Jesucristo quien lo libraría de su cuerpo de muerte. El máximo error del creyente sería suponer que no peca, ya que eso implicaría que la verdad no está en él y haría mentiroso a Jesucristo.

Pero si la debilidad de Pablo lo conducía a la fortaleza en el Señor, por la gracia de Dios nosotros también tenemos la virtud del triunfo sobre el pecado. Ya éste no se enseñoreará de nosotros, pues habiendo pasado de muerte a vida somos deudores al Espíritu y no a la carne. El mundo nos señala como a unos ilusos fanáticos que pretendemos ser distintos a sus militantes. Ciertamente no amamos el mundo sino que deseamos seguir siendo amigos de Dios. Son muchas las ocasiones en que se nos recuerda que somos el oprobio de los moradores de la tierra, se nos tilda de locos, de idealistas, de ser seguidores de un cuerpo de doctrina sectario. Se nos pregunta por qué razón Dios hizo el mal, siendo que Él es bueno. Si no lo hizo entonces lo permitió (dado que alguien más sería su autor). Si no quiso permitirlo o hacerlo entonces es impotente, incapaz de dominarlo para extirparlo del planeta. Cualquier respuesta que demos será convertida en un nuevo argumento silogístico que termine acusándonos de incoherencia.

Pero la Biblia es clara en lo que ha dicho, Dios ha hecho aún al malo para su día malo, Dios ha odiado a Esaú aún antes de que hiciese bien o mal. De igual forma todo lo que acontece en la ciudad ha sido ordenado por Dios para que acontezca, porque de su boca sale lo bueno y lo malo. Ese es nuestro consuelo, que aún esos impíos que nos atormentan han salido del deseo del Padre para que se cumpla su propósito eterno de la alabanza de la gloria de su poder. Por un lado Dios exhibirá su justicia trayéndoles justo juicio, por otro lado su amor nos deja perplejos cuando vemos que sin merecimiento hemos sido hechos objetos de su gracia y misericordia. En esta gran verdad nos refugiamos cuando el mundo nos muestra su odio porque amando lo suyo nos repudia a nosotros.

La impotencia humana ante el deber ser frente a su Creador no invalida la norma moral impresa en los corazones humanos. La ley de Dios está escrita en la mente de cada mortal, aunque el ruido del mundo intente aplacar el zumbido de la culpa frente al fracaso ético de la humanidad. Salen las excusas arropadas de ideologías, cubiertas de improperios contra el Dios de la tierra y el cielo, pero eso no termina de extirpar el deber ser que tiene la humanidad frente a su Creador.

Como Adán y Eva en el Paraíso, escondidos por la afrenta de su pecado, el hombre natural cubre su conciencia ya no con hojas de parra sino con muchas voces emanadas del mundo. La distracción es variada y ceñida a cada cultura para dilatar el sentido de responsabilidad y solapar el impacto de la impotencia que siente frente a Dios. Empero Jesucristo ha venido a ser la cabeza del ángulo, la piedra que los edificadores desecharon, siendo al mismo tiempo el Redentor, el Cordero sacrificado por el pueblo que el Padre le dio.  El vino a ser nuestra pascua, la garantía de que el ángel de la muerte (eterna) pase por alto nuestro castigo como les aconteció a los israelitas en Egipto.

Dice la Biblia que el acta de los decretos que nos era contraria ha sido clavada en la cruz. Esta hermosa metáfora exhibe la más prístina realidad para el corazón del creyente, tanto de aquellos que hemos creído como de los que creerán porque habíamos de ser salvos. Si la paga del pecado es muerte, el regalo de Dios ha sido Cristo Jesús para todos aquellos que son llamados en el día de su salvación. Ante la impotencia moral humana al no haber conocido en la sabiduría de Dios a Dios por sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Mientras unos piden señales y otros reclaman sabiduría, los creyentes predicamos a Cristo crucificado, tropezadero para unos y locura para otros. Pero a los llamados, Cristo potencia y sabiduría de Dios (1 Corintios 1:21-24).

César Paredes

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