Domingo, 01 de noviembre de 2015

Fue Jesucristo el autor de la célebre frase que señala que de nada vale ganar el mundo si el alma se pierde. La proposición oculta en el parlamento de Satanás cuando intentó probar al Señor en el desierto conllevaba la misma idea: gana el mundo a cambio de tu alma. Este ser oprobioso y embrutecido por su práctica del mal no tuvo en cuenta que el autor de la vida estaba frente a él, que era un exabrupto pretender seducir con los reinos del mundo al Creador de todo cuanto existe. ¿Qué atractivo tienen estos reinos para el Dios de los cielos? ¿Acaso Jesús no estaba con el Padre en la creación de todo lo que es? Por otro lado, Satanás en tanto era y sigue siendo una criatura no representa interés alguno para que el Dios del cielo lo tenga que adorar. ¿Cómo se le pudo ocurrir semejante disparate, el que el Dios de toda la creación adorase a una de sus criaturas como a dios?

Esa es la estupidez del diablo, más allá de que la religión y la leyenda del mundo lo dibujen como un ser astuto e inteligente. Se ha dicho el refrán a través de los siglos, más sabe el diablo por viejo que por diablo, pero en el desierto Satanás exhibió el non plus ultra de la estupidez. Dios, por ser Dios, no adorará jamás a ninguna de sus criaturas, pero, aparte de esa imposibilidad por demás evidente, para el antiguo ángel de luz existe el hecho de que los reinos del mundo creado también son obra de Dios, de manera que tampoco hay sentido en la proposición satánica de regalarle lo que por derecho de autor le corresponde al Dios soberano.

Volviendo a la frase que nos ocupa, ganar el mundo y perder el alma, existe un intercambio de valores en ese dicho. Se paga un alto precio para obtener una pequeña porción de lo que se ofrece. Juan lo dijo con una advertencia, el mundo pasa y sus deseos, como para que los creyentes recordemos que volver atrás es tan necio como la actitud de algunos israelitas que volvieron a Egipto atraídos por los ajos, el pepino y las sandías. Decían aquéllos que allá no trabajaban de balde, pero embrutecidos como el padre que los inspiró a conspirar habían olvidado que habían sido esclavos y lo que comían no era de gratis, sino el fruto de su explotación bajo azotes y tormentos.

Hay una enseñanza de Jesús que nos habla de un hombre rico que tenía muchos graneros y deseaba construir otros más para guardar su grano. Pero su corazón estaba girando en torno al análisis del dinero, de las riquezas (raíz de todos los males) y se comportaba como un necio. La razón de su necedad no era otra que haber descuidado su alma por lo cual no estaba preparado para esa noche en que venían a pedírsela. En realidad nadie conoce el día y a hora de su partida de este mundo, de manera que es una necedad vivir pensando que uno morirá tarde en la vida y que puede hacer como se quiera, ya que habrá oportunidad para ordenar nuestros pasos con Dios antes de nuestra partida.

Algunos expresan esta realidad en una frase angustiosa, Dios nos agarre confesados. Piensan que si la repiten día a día esto se hará una realidad singular que les permitirá ir al más allá protegidos por Dios. Pero más bien se ignora que la entrada a la vida eterna no depende de que Dios lo agarre a uno confesado, sino de que haya sido llamado por Dios en esta vida. La vida del creyente es como la del profeta Elías que pudo exponer lo que había en su alma al decir: vive Jehová, en cuya presencia estoy. Elías no oraba para que Dios lo agarrara confesado, más bien oró en una oportunidad para que le quitase la vida. Dios lo protegió de esos malos pensamientos y lo confortó física y mentalmente, con sueño y alimento, porque todavía tenía mucho camino por recorrer. Pero a pesar de sus pasiones semejantes a las nuestras el profeta sabía que estaba en la presencia de Jehová. ¿No sucede igual con cada creyente, cuyo nombre ha sido escrito en el libro de la vida desde la fundación del mundo?

El llamamiento de Dios es irrenunciable e irrevocable. La manera en que uno es llamado puede ser muy variada, como la del carcelero de Filipo que preguntó qué podía hacer para ser salvo. Ese interés en la salvación es válido tenerlo, pero no es común sino en los que han sido ordenados para creer. Puede sucederle a alguien de repente, como le pasó a Lidia que escuchaba las palabras de Pablo. En un momento dado Dios abrió su corazón para que entendiese lo que el apóstol decía. Ese interés por el alma puede acaecer al final de nuestros pasos por esta vida, como le aconteció al ladrón en la cruz. De igual forma puede manifestarse desde el vientre de la madre, tal como lo enseña la vida de Juan el Bautista. No sabemos en qué momento llega el deseo de ganar nuestra alma antes que el mundo, pero en aquellos que el Padre le dio al Hijo se manifestará de muy diversas formas en el tiempo de su salvación.

Jesús dijo también en una oportunidad que examináramos las Escrituras porque en ellas nos parecía que teníamos la vida eterna y porque eran ellas las que daban testimonio de Él. Isaías nos advierte que hemos de buscar a Dios mientras está cercano, la Biblia nos dice muchas veces que feliz es el hombre cuyo corazón es perdonado y su pecado es cubierto. Pero el mundo le canta a la carne y descuida el espíritu, habla de aprovechar las oportunidades para alcanzar riquezas, fama, gloria humana, para satisfacer deseos conforme a la lujuria, ya que después de esta vida no hay más oportunidad. Y es cierto en parte, por cuanto lo que le viene al que pierde su alma es el infierno eterno, donde aquello que ganó en esta tierra no le servirá de nada. Sus buenas obras son ante Dios una abominación que no le retribuirán lo más mínimo ni aliviará su dolor y pesar por los siglos de los siglos.

La vida en Cristo es de alegría y fortaleza, pero muchos la confunden con la vida en las iglesias (que son apenas Sinagogas de Satanás). Es por ello que en ocasiones esa vida en Cristo no es en él sino en el otro dios. De nuevo el llamado es a examinar las Escrituras para saber en quién hemos creído, para conocer mejor al Dios que nos llamó de las tinieblas a la luz, para recordar de dónde nos ha sacado Dios. En las metáforas bíblicas uno puede ver una que se repite en varias ocasiones, la huida de Egipto. Egipto es el mundo y Moisés es el prototipo del liberador que habría de venir, Jesucristo. Este es quien ha sacado al pueblo de Dios del mundo y nos educa con su palabra y con el Espíritu acerca de lo que conviene pensar.

En este sentido, un apóstol escribió que nuestra mira debe estar en las cosas de arriba, así como nuestra ciudadanía está en los cielos. Somos extranjeros en este mundo, peregrinos que marchamos hacia la patria celestial. Dos conjuntos de elementos contrapuestos son exhibidos en las Escrituras para que aprendamos de su contraste, el de la carne y el del Espíritu. El fruto de la carne es llamado más bien obras de la carne, prefiriendo el apóstol reservar el vocablo fruto para aquello que produce el Espíritu de Dios en nosotros. Sabemos que en ocasiones los creyentes también producimos las obras del mundo, aunque de inmediato reconocemos nuestro error (pecado) y nos  arrepentimos queriendo no hacer aquello que aborrecemos. Pero en el hombre natural no hay producción de ningún fruto del Espíritu porque éste no habita en él. Ya lo dijo Pablo, que el que no tiene el Espíritu de Cristo no es de él.

El espíritu es el que da vida; la carne nada aprovecha: las palabras que yo os he hablado, son espíritu y son vida. Mas hay algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús desde el principio sabía quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar. Y dijo: Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre (Juan 6:63-65).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 10:23
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