La gracia salva, no capacita. Contrario a lo que muchos piensan y sostienen, la gracia soberana no habilita a nadie para hacer el bien. Mucho menos capacita para que el individuo produzca fe de su fuero interno, ya que la fe misma es un regalo de Dios (Efesios 2:8-9). La naturaleza de la gracia de Dios es salvadora, ya que fuimos salvos por gracia. Del estado de condenación eterna hemos pasado al de salvación permanente, en virtud de los méritos de Jesucristo, bajo el favor de Dios.
No nos convertimos en creyentes cooperantes del Dios del cielo y de la tierra, ni pasamos a ser trabajadores conjuntos con Él. Siempre hemos sido sujetos pasivos del único Sujeto Activo del universo, como dice la Escritura: en Él vivimos, nos movemos y somos. Por lo tanto, la gracia es siempre salvadora, nunca genérica y menos común. Si la paga del pecado es muerte, el regalo (gratuito) de Dios es vida eterna. Los términos opuestos son colocados en el mismo texto para resaltar la exclusión de ambos conceptos expresados por ellos: paga y regalo. Se paga lo que se debe pero se regala lo que no se merece.
La gracia ya no sería gracia si ésta se mereciera, más bien vendría a ser un pago. Si nosotros hemos de creer en el Señor Jesucristo para ser salvos, la fe es el medio por el cual el pueblo de Dios recibe la gracia salvadora. Pero aún esta fe es un don de Dios, y no es de todos la fe, sino que Jesucristo es el autor y consumador de la fe. Algunas personas no podían creer en Jesús porque no eran de sus ovejas. Un requisito sine qua non para poder creer es ser oveja, algo que pertenece a la naturaleza del espíritu del individuo pero que no le es propio ni le es dado por herencia. Esa condición la cumple solamente el Padre cuando desde la eternidad ha separado a sus elegidos de los réprobos en cuanto a fe. Así lo hizo con Jacob y Esaú, a uno amó incondicionalmente (antes de hacer bien o mal) y al otro odió incondicionalmente (antes de hacer bien o mal).
Pero una vez que hemos recibido la fe como regalo nos toca administrarla según los propósitos divinos. Hay una medida de fe para cada quien y pasamos a ser responsables de lo que con ella hacemos. No en vano Jesús dijo en una oportunidad hombres de poca fe, ¿por qué dudáis? También elogió la fe de una mujer diciéndole grande es tu fe. La fe salvadora que conduce para vida eterna es un regalo pleno de Dios a sus elegidos y aparece en el tiempo oportuno en que el Espíritu da vida a quienes el Padre ha indicado. Estos beneficiarios de la fe son los mismos de la gracia y son los mismos por quienes Jesucristo murió en la cruz. Es el mismo grupo por el cual el Señor oró la noche antes de su crucifixión y ninguno de sus miembros pertenece al grupo opuesto del mundo, por el cual el Señor dijo específicamente que no rogaba (Juan 17:9).
El hecho de que la humanidad en general esté espiritualmente muerta implica que no tiene el deseo de conocer a Dios. Estaríamos perdidos y sin esperanza, de no haber sido por la gracia divina. No se trata de un problema de inteligencia que nos impida comprender, o de alguna pérdida de interés momentáneo, sino de muerte espiritual por causa de nuestros delitos y pecados. De allí que solamente Dios puede salvarnos, de pura gracia y a través de la fe.
Dios no espera que los muertos vengan a Él para redimirlos, simplemente nos resucita y nosotros le seguimos en consecuencia. Esa acción es conocida en la expresión de Ezequiel como el cambio del corazón de piedra por uno de carne, es la cirugía mayor que nos resucita para la eternidad. La gran pregunta es por qué razón Dios no quiso otorgar vida a todas sus criaturas humanas. La respuesta descansa en su soberana voluntad pues ha podido dejarnos muertos, como lo hizo con los ángeles caídos que jamás irán a su estado anterior de bienaventuranza.
Pero para los redimidos el gozo radica en que cuando estuvimos muertos en nuestros pecados, cuando éramos sus enemigos declarados, Jesús pagó la pena por todos los pecados de su pueblo. Él nos amistó con el Padre y de esa manera nuestros pecados fueron todos perdonados, sin excepción. La Biblia agrega que Dios no se acordará nunca más de nuestras faltas porque cuando Jesús las cargó en la cruz su justicia se nos acreditó a nosotros. No que Jesús haya pecado sino que fue hecho pecado por nuestra causa, de manera que nosotros fuimos declarados justificados a través de su justicia. De esta forma, Jesucristo vino a ser la justicia de Dios, nuestra pascua, y nosotros no podemos añadir a la justicia perfecta nuestro más mínimo esfuerzo. Esto hicieron los judíos que desconocían la justicia de Dios, por lo tanto tuvieron que añadir su propia justicia de hacer y no hacer para intentar agradar a Dios en su celo por Él. Pero les fue en vano su trabajo, ya que Pablo escribió de ellos que estaban perdidos (Romanos 10:1-3).
Una rápida conclusión de lo expuesto nos lleva a sugerir que nuestra elección no estuvo jamás condicionada en algún mérito de nuestra parte. En ningún lado de la Escritura existe algún texto o parlamento que diga que en alguna medida la búsqueda de Dios es una iniciativa nuestra. Al contrario, se nos enseña que si lo amamos a él es porque él nos amó primero, que incluso él nos eligió a nosotros y no nosotros a él. Fue Juan el apóstol quien escribió una exhortación para nosotros diciendo: Mirad cual amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios. Porque no podemos entender la elección incondicional de Dios sino como un acto de amor soberano, sempiterno, inmutable e inmerecido.
El contraste de la declaración de Juan la hayamos en la carta a los romanos cuando Pablo escribe acerca del propósito del endurecimiento del corazón de Faraón por parte de Dios. Tal acción permite exhibir la gloria de la ira y de la justicia de Dios, pero también ilustra y resalta las riquezas de su bondad para con los hijos de Israel. De la misma manera, la condenación de Esaú nos coloca en la condición del barro en manos del alfarero, pues si Dios hubiese querido de toda la masa hacer solamente vasos de ira lo hubiese podido hacer sin que hubiese protesta válida.
Para nosotros los que hemos sido objetos de su amor y misericordia, esta oposición entre Jacob y Esaú nos educa en la grandeza de la elección incondicional. Asimismo, exhibe nuestra pequeñez y humillación ante los ojos del Altísimo, a quien servimos y amamos por la sencilla razón de que Él nos amó primero. La gracia de Dios salva de principio a fin, sin que medie esfuerzo humano para ayudar o aportar, ya que lo que es perfecto no permite añadidura.
César Paredes
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