El que ha sido elegido desde la eternidad tiene un recorrido firme en cuanto a la fe. Más allá de que el pecado agobie al creyente, el Espíritu dado como garantía de la salvación final lo sostiene y lo ayuda a permanecer en la esperanza concedida. El que ha pecado abogado tiene para con el Padre, ya que el creyente afligido por el cuerpo de muerte tiene la salida en el trabajo de Jesucristo. La ley del pecado que gobierna los miembros del hombre de fe ejerce la influencia propia de su esencia, como la gravedad en el planeta sobre toda persona y objeto.
Pero los aviones vuelan y los cohetes van al espacio visitando otros lugares, muy a pesar de que la ley de la gravedad continúe ejerciendo su poder. Una fuerza superior permite que se eleven los aeroplanos y se mantengan en el aire, sin importar su enorme peso bajo la influencia de la ley mencionada. En el creyente sucede algo parecido con la presencia del pecado cotidiano junto a la ley del pecado (Romanos 7) que gobierna sus miembros, y hace que se incline a hacer el mal que aborrece y a no hacer el bien que desea.
El salmista Asaf reconoció que el Señor sostenía su mano, muy a pesar del impacto que le causaba la prosperidad de los impíos. El pensaba que en vano había limpiado su alma, quería callarse aún respecto de lo bueno. También él sintió la ley del pecado en sus miembros, como le sucedió a David en muchas ocasiones. Isaías decía que él era hombre de labios inmundos, Job tuvo que arrepentirse en polvo y ceniza. Santiago afirmó que Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras, con lo cual se incluía él mismo. Y Juan aseguró que si decimos que no tenemos pecado hacemos a Jesucristo mentiroso y la verdad no estará en nosotros.
Jesús le dijo a Pedro que los creyentes solamente necesitaban lavarse los pies porque ya estaban limpios, una metáfora de lo que sucede en el corazón de los redimidos en esta tierra. Ya fuimos lavados en la sangre del Cordero inmolado, pero hace falta la limpieza cotidiana por el trajín del día en el cual nos ensuciamos. Los pensamientos llegan sin que los invitemos, la máquina de la concupiscencia se activa sola, como si tuviese un reloj que la echase a andar. En ocasiones vamos más allá de lo que hemos pensado y nuestro dolor se asemeja al de Pedro cuando negó al Señor.
Pero aunque la garantía existe nuestra labor no se descarta. Hay un deber ser del creyente que consiste en hacer morir las obras de la carne en nosotros. Esta tarea no sería posible por nuestra propia cuenta, pero dado que contamos con la presencia del Espíritu de Cristo tenemos garantizada la victoria. Sirve de consuelo el que Jesús nos haya catalogado como la manada pequeña por cuanto nos sentimos solos en este vasto mundo que peca e incita a pecar con gran facilidad. Hay una recomendación para empezar a ganar la batalla contra el pecado y es huir de la tentación.
En el modelo de oración dejado por Jesús tenemos la expresión no nos metas en tentación sino líbranos del mal. Esto engloba un concepto importante para vivir con mayor fortaleza espiritual, para poder orar con tranquilidad y sin la aflicción del pecado. Nuestro deber es orar a Dios pidiendo ser librados de la tentación pero a menudo oramos cuando ya hemos caído en ella. Dice la Escritura que bienaventurado es el varón que soporta la tentación porque recibirá la corona de justicia.
¿Por qué razón tiene el creyente una garantía tan grande e irrevocable a pesar de que continúa siendo pecador? Por causa del amor de Dios del cual jamás vamos a ser separados. La obediencia de Jesucristo hasta la muerte estableció una justicia perpetua para todos aquellos a quienes él representó. La culpa y la condenación fueron removidas para siempre (esta es la razón por la cual Jesús le dijo a Pedro que ellos no necesitaban lavarse completamente sino solamente los pies). En virtud del sacrificio representativo de Jesucristo tenemos una justicia perfecta a favor nuestro, la misma que nos ha declarado que no somos culpables.
El creyente ha sido dotado de un nuevo espíritu con un corazón de carne para desear los mandatos de Dios, para anhelar la patria celestial, para descansar de su trabajo. Hay un gran error en decir que Jesucristo murió por cualquier pecado que atormenta al impío, por cuanto el mundo fue dejado fuera de su oración intercesora (Juan 17:9). El murió por todos los pecados de sus ovejas pero por ninguno de los cabritos. Así como el árbol bueno da frutos buenos y no puede dar malos, del árbol malo no se esperan frutos buenos. No puede la oveja convertirse en cabra ni la cabra en oveja, como no puede el leopardo cambiar sus manchas.
Como una hipérbole (exageración en el lenguaje) se dice que toda Jerusalén salía en pos de Juan el Bautista (aunque sabemos que ni Herodes ni Herodías, ni los fariseos ni saduceos ni muchos de los escribas acudieron a bautizarse), también así el Bautista dijo de Jesús que era el Cordero de Dios que quitaba el pecado del mundo. Se entiende que ese mundo es el de las ovejas, pues de otra manera sería una contradicción con el resto de las Escrituras. En realidad Jesucristo no quitó el pecado de Judas Iscariote, ni el de los réprobos en cuanto a fe, de los cuales la condenación no se tarda; tampoco quitó el pecado de los descritos en Apocalipsis 13:8 y 17:8 cuyos nombres no fueron escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo.
Abraham creyó a Jehová y le fue contado por justicia (Génesis 15:6), sustantivo implicado con el verbo justificar. En el mundo hebreo este verbo significaba ser recto, tener razón, ser justificado y ser justo. Según algunos diccionarios bíblicos el verbo aparece unas 40 veces en el Antiguo Testamento de las que el libro de Job tiene 17 apariciones. Recordamos la clásica pregunta de Job que dice así: ¿Será el hombre más justo que Dios? (Job 4:17). Una pregunta retórica de la que se conoce su respuesta.
Las causas son justas cuando los hechos indican que el acusado va a ser exonerado de todos los cargos, que tiene la razón porque es recto. Ante Dios nadie puede presentarse como justo a no ser que haya sido justificado. En un tono irónico Isaías advierte a las naciones para que presenten sus testigos y que se justifiquen (Isaías 43:9). En el Nuevo Testamento se ha escrito que Jesucristo es el justo y el que justifica en tanto Dios absuelve a los hombres de su culpa, dependiendo de una gran condición: su gracia en Jesucristo por medio de su sacrificio expiatorio. Somos justificados por la fe (Romanos 5:1) pero Dios es el dador de la fe (Efesios 2:8). De manera que somos salvos por gracia, por medio de la fe, pero eso no depende de nosotros por cuanto es un regalo de Dios.
Sabemos que Dios no le dio este regalo a Esaú, ni a los que ya mencionamos antes (los que no están escritos en el libro de la vida del Cordero). Conocemos también que el ideal de la ley de Dios era la base para ser justificado ante Él (Romanos 2:13), pero nadie pudo cumplir completamente la ley (maldito todo aquel que no cumpliere la ley). De allí que aparece el regalo de Dios para sus elegidos: la justicia de Dios por la fe de Jesucristo, para todos los que creen en Él. Esta justificación es gratuita en virtud de su gracia por la redención en Cristo Jesús. Este Hijo de Dios es la propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, pues pasó por alto los pecados pasados, a fin de que Él sea el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús (Romanos 3:25-26). Ser justificado significa que no hay ninguna condenación, pues Dios es el que justifica.
César Paredes
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