Jueves, 16 de julio de 2015

Los israelitas fueron liberados de Egipto por mano de Moisés, el profeta enviado por Dios. Su épica es conocida como el transitar de 40 años por el desierto, en un viaje que hubiese durado solamente 11 días. Ese es el tiempo que se tardaba en una jornada normal desde Egipto a Canaán, pero por la queja y la rebeldía el pueblo tuvo que dar vueltas en el desierto hasta que la generación salida de la esclavitud sucumbiera casi en su totalidad. 

Habiendo sido liberados de la servidumbre de Egipto muchos quisieron regresar, por el recuerdo de los pepinos, el ajo y las sandías. Argumentaron que allá comían de gratis, olvidando los azotes y el trabajo forzado al que estuvieron sometidos por 430 años. Pero en medio de las vicisitudes de su peregrinación el pueblo fue testigo de grandes líderes. Conocemos a Moisés pero también destacamos a Josué, uno de los 12 espías que fueron a Canaán y que, junto con Caleb, regresó con ánimo y resolución.

Parece ser que Josué es un tipo de Jesucristo, no solamente por su nombre (Jehová salva) sino por su obra. Este héroe bíblico conquistó enemigos terrenales, así como Jesucristo conquistó a cualquier enemigo por medio de su muerte y resurrección. Como dato curioso podemos añadir que Josué fue el conductor de Israel hacia Canaán así como Jesús nos conduce al reposo eterno. Resalta el hecho de que pese al buen desempeño de Moisés no le fue permitido ser el conductor final del pueblo hacia la tierra prometida. Sabemos que un pecado suyo hizo que Dios le impidiera entrar en el Canaán terrenal, pero también relacionamos como causa lo que él representaba para el pueblo.  Moisés fue el instrumento divino para dar la Ley a Israel aunque no es la Ley sino la gracia de Dios la que ha permitido al hombre entrar en el reposo eterno. El tránsito desde Egipto hasta Canaán es a través de un camino cargado de gente impía, mas Dios protege a su pueblo en esas rutas de impiedad porque ha prometido no dejarnos ni desampararnos (Josué 1:5). Hubo una promesa hecha a Josué que se basó en lo que le sucedió a Moisés, que Dios no lo dejaría jamás, que nadie podría hacerle frente. En alguna medida es igual a lo que se dice de nosotros en el Nuevo Testamento: estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo (Mateo 28: 20).

Egipto ha representado el mundo, un lugar de esclavitud y de pérdida de tiempo. ¿Qué esperanza tiene un esclavo sino su liberación? Pero para el creyente ya ha llegado la libertad, aunque en ocasiones tienda a mirar atrás añorando los pepinos, ajos y cebollas gratis de esa nación. Ya hemos sido separados de la vieja servidumbre, por lo tanto apuntemos hacia Canaán, una tierra que aunque fluya leche y miel tiene que ser conquistada. Gente como gigantes, dijeron algunos de los espías, éramos nosotros como langostas, si bien había gente mala a la que se hubo de combatir.

Tal vez eso sea un modelo de lo que nos toca todavía en este mundo, de lo que resta por hacer. El creyente debe luchar su día a día por medio de la fe que Dios le ha dado, sabiendo que ya fue liberado de las tinieblas y que ahora es conducido hacia una patria celestial de la cual es ciudadano. Cuando Pablo dijo que el creyente no podía permanecer en el pecado esperando que le abundara la gracia, nos dio a entender que no podemos permanecer con la mirada puesta en Egipto basados en la seguridad de entrar a Canaán.

Pablo estaba claro en su teología, pues sabía que el pecado no ejercería señorío sobre nosotros. La razón esgrimida es que ya no estamos más bajo la ley de Moisés sino bajo la gracia. El pueblo de Israel estuvo siempre bajo los ojos de la Ley que le acusaba. Cuando empezaron los rituales del sacrificio de animales una lámina de bronce llamada propiciatorio separaba los libros de la Ley de la sangre asperjada ofrecida como expiación y anticipación de lo que haría Jesucristo. Por esa razón el Nuevo Testamento llama a Jesucristo nuestra propiciación, la justicia de Dios.

La lógica de Pablo pasa por una premisa mayor que nos asegura que no hay ninguna casilla vacía, pues todas deben llenarse. Si antes éramos esclavos del pecado, éramos por consiguiente libres de la justicia. Lo que se alcanzaba por la impureza y la debilidad de nuestra carne era la muerte (la paga del pecado es muerte).  Liberados de esas tinieblas nos debemos a la justicia (una nueva forma de servidumbre), con una nueva naturaleza que fue inculcada en nosotros en el nuevo nacimiento. Ahora deseamos con nuestra mente servir al Señor, si bien todavía tenemos la huella de la vieja naturaleza que nos lleva a hacer el mal que no queremos.

Los israelitas no hicieron nada para salir de Egipto, todo lo hizo Dios a través de Moisés. Pero para entrar a Canaán tuvieron que prepararse y para tomar la tierra de la promesa tuvieron que combatir al enemigo. De la misma manera nosotros fuimos liberados gratuitamente de la servidumbre del pecado, pero debemos luchar por la santidad como esclavos de la justicia. Es inevitable la lucha pero es inevitable entrar en Canaán. Entramos luchando pero no porque luchamos; es Dios quien ha decretado todo lo que nos acontece, pero todavía caminamos al cruzar la calle a pesar de que nos lleven de la mano.

Dios hizo lo que era imposible para la ley, al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, para condenar al pecado en la carne. De esa única manera la justicia que exigía la ley se cumple en nosotros los que andamos conforme al Espíritu. La diferencia es muy simple: el que vive conforme a la carne piensa en las cosas de la carne (en Egipto y sus aromas, en el mundo y sus fantasías); el que vive conforme al Espíritu se deleita en las cosas del Espíritu (medita de día y de noche en la palabra de Dios).

La carne manifiesta la intención de enemistad contra Dios, ya que no puede sujetarse a la ley de Dios. Los que así andan son los que objetan las Escrituras, los que se levantan contra Dios diciéndole ¿por qué, pues, inculpa?, ¿quién ha resistido a su voluntad? Estos son los resentidos espirituales que ven su retrato en Esaú y no en Jacob, los mismos que no pueden agradar a Dios. Estas personas no tienen el Espíritu de Cristo, por lo cual tampoco son de él.

En cambio, los que tienen el Espíritu de Cristo son los suyos, para los cuales no existe ninguna condenación. La seguridad de entrar en el reposo de Dios es absoluta para los escogidos desde antes de la fundación del mundo. Lo fue para Jacob, como lo ha sido y lo será para todos aquellos que habiendo sido representados en la cruz por Jesucristo le fueron cubiertos y perdonados sus  pecados. Dios entregó a su Hijo por todos nosotros, no por todo el mundo (Cristo dijo que no rogaba por el mundo, sino por los que el Padre le había dado -Juan 17). La lógica de Pablo continúa con otra premisa mayor: el Padre no escatimó a su propio Hijo para nuestro beneficio. La derivación conclusiva es que nos dará junto con el Hijo todas las cosas, además de que nadie podrá acusarnos, ni condenarnos, ni separarnos de su amor.

Entretenerse con Egipto no es de sabios, entrar en la tierra prometida es sabiduría divina. Si nuestro recuerdo nos asalta debemos superar ese síndrome con las batallas que debemos librar en este mundo en pro de nuestra fe. Cuando no encontramos quien nos lidere hacia la tierra prometida podemos convertirnos nosotros en líderes de otros, pues nunca dejará el Señor desamparado a su pueblo.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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