S?bado, 27 de junio de 2015

Moisés argumentó ante Dios que a él no le creerían porque la gente no aceptaría que el Señor se le había aparecido. La respuesta fue que si no le creían a lo que decía aceptarían la señal que le iba a acompañar. Pero en el cúmulo de señales, los impíos no le creyeron a Moisés por cuanto esa era también la voluntad de Dios. Habían sido elegidos para que Dios les endureciese el corazón, de tal forma que la gloria de Jehová se manifestase in crescendo hasta el sacrificio de los primogénitos. Solo después de ese evento el Faraón conmovido dejaría ir al pueblo esclavo, aunque más tarde los persiguió y su ejército pereció sumergido en el mar.

Liberado el pueblo hacia el desierto, una gran muchedumbre provocaba a ira a Dios por sus continuas quejas. Pese a la multitud de señales hechas, el pueblo seguía incrédulo al punto de querer volver a Egipto, donde comían de balde. En su quejar olvidaron que su comida no era gratuita sino el producto de su trabajo como esclavos.

Después de asentarse en la tierra prometida, la incredulidad de Israel fue notoria, tanto que Dios los desechó y dejó para Él solamente a Judá. Habían endurecido su cerviz, al igual que sus padres, que no creían más en Jehová su Dios. Ellos desecharon sus leyes y toda amonestación anterior; llegaron a hacerse becerros de fundición, un árbol ritual de Asera (como el moderno árbol de navidad que muchos se hacen), llegaron a postrarse ante las estrellas y sirvieron a Baal (2 Reyes 17: 16). A sus hijos los pasaron por el fuego, practicaron los encantamientos y las adivinaciones, como los que hoy leen el horóscopo y escuchan a los videntes para que les pronostiquen mejores tiempos.

La Escritura lo resume todo diciendo que ellos provocaron en ira a Jehová. La historia de ese pueblo escogido es grande, pero sabemos que no todos fueron elegidos para salvación. Más bien, muchos de ellos han servido de ejemplo de fatuidad, del castigo que se merece la persona que conociendo el mensaje de Dios apostata hasta el abandono. Pero en medio de ese lodazal de pecado brilló la luz de Salomón, quien en sus proverbios nos dejó la clara advertencia contra la conducta impía. El que aborrece disimula con sus labios, pero en su interior trama el fraude. Cuando hable amigablemente, no le creas; porque siete abominaciones hay en su corazón (Proverbios 26: 24-25).

El creyente pasa a ser un testigo de la huida de Egipto (que es el mundo) hacia un lugar admirable (la comunidad de fieles que constituye el cuerpo de Cristo). La manada pequeña casi ni se percibe en medio de la manada grande; aunque las cabras y las ovejas se parecen por algún tiempo, cada una tiene características propias. La planta de higo no da aceitunas ni puede el buen árbol producir malos frutos, de la misma forma que los malos árboles jamás darán buenos frutos.

Hay gente que hace tropezar a los que creen en el Señor, pero la admonición de la Escritura es muy fuerte: mejor le fuera que se le atase al cuello una gran piedra de molino y que se le hundiese en lo profundo del mar (Mateo 18:6). La manada grande es sarcástica, odia a Dios por naturaleza; al Hijo le dijeron en su crucifixión: ¡Que descienda ahora de la cruz, y creeremos en él!  Ha confiado en Dios. Que lo libre ahora si le quiere, porque dijo: "Soy Hijo de Dios." También los ladrones que estaban crucificados con él le injuriaban de la misma manera (Mateo 27: 42-44).

Creer es una acto de valentía, una acción difícil que suscita la animadversión de los que moran en el mundo. Sabemos que a los que creen todas las cosas les son posibles; pero hay algunos que empiezan a creer y luego viene el diablo quitando la palabra sembrada en sus corazones, para que no se salven (Lucas 8:12). Pero este es un creer emotivo, sin raíces, que no produce fruto ni estabilidad en la fe. En cambio, a todos los que han recibido al Señor y creen en su nombre les ha sido dado el poder de ser hechos hijos de Dios.

Hay un grupo numeroso que no recibe la fe nunca, porque fueron creados con el propósito de que fuesen réprobos en cuanto a fe. Por eso se escribió que la fe es un don de Dios, pero que no es de todos la fe. Muchas personas esperan señales y maravillas para poder creer, mas cuando el milagro acaba la fe se les esfuma. Hubo quienes no creyeron en los escritos de Moisés, por lo cual no pudieron creer en las palabras de Jesús.

El Señor sabía desde el principio quienes eran los que no creían y quien le había de entregar. Dice la Escritura que ni siquiera sus hermanos creían en él, porque si Dios no abre el corazón de las personas el milagro de la fe no ocurre. Quizás la parte más esclarecedora acerca de la  predestinación del Padre sea lo que Jesús le dijo a un grupo de personas: Ustedes no creen en mí porque no son de mis ovejas (Juan 10:26). La cualidad de ser oveja es anterior a creer, de manera que solamente los que nacieron ovejas y no cabras son los que creerán. Con  todo, la predicación del evangelio es el mecanismo fundamental que utiliza Dios para salvar al mundo, como Pablo señaló: por la locura de la predicación.

Las cabras son por naturaleza hijas de su padre el diablo, por esa razón quieren cumplir sus deseos. Ellas no permanecen en la verdad (de allí el auge de la apostasía, de aquellos que salieron de nosotros pero que no eran de nosotros). No hay verdad en el diablo ni en sus cabras, de tal forma que cuando hablan mentira lo hacen motivados por el padre de la mentira (Juan 8:44).

Hubo mucha gente que creyó en Jesús como el Hijo de Dios, pero había un gran número que no podía creer en virtud de lo que había escrito el profeta Isaías: El ha cegado los ojos de ellos y endureció su corazón, para que no vean con los ojos ni entiendan con el corazón, ni se conviertan, y yo los sane (Juan 12: 39-40). Empero, para los que hemos creído, el mismo Señor dejó dicho: No se turbe vuestro corazón: creéis en Dios, creed también en mi. Ese mismo Jesús no quiso orar por el mundo (por la manada grande) sino por los que el Padre le había dado (Juan 17). El misterio de la piedad ciertamente es grande. Pero estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre (Juan 20:31).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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