Se ha dicho que no hay condenación alguna para los que están en Cristo Jesús, aquellos que no andan conforme a la carne sino al Espíritu. Acá vemos una importante relación de causa y de consecuencia; de causa por cuanto el Espíritu es quien nos persuade y conmina para que no andemos conforme a la carne, y de consecuencia porque el mismo Espíritu es la garantía de que no se nos condene. El viene a ser las arras de nuestra salvación que se contrista en nosotros cuando desobedecemos el mandato de Dios.
El creyente también tiene un pensamiento inclinado para las cosas propias del Espíritu, lo que lo aleja de la intención de la carne, que es muerte. Sabemos que la carne está en enemistad contra Dios, por cuya vía no se puede agradar al Ser Supremo. También se ha dicho que hemos sido adoptados por el Padre, el cual nos ha dado tal amor que ahora podemos ser llamados sus hijos. El Abba, Padre, es una exclamación exclusiva de aquellos que han recibido la potestad de ser hechos hijos de Dios. Por supuesto, cualquiera puede repetir esas palabras, pero eso no significa que Dios asuma la paternidad del que lo invoca. El hecho es que el creyente pasa a ser un deudor del Espíritu y no de la carne.
Otra característica vital para nosotros es el testimonio del Espíritu ante nosotros mismos, que nos indica que somos hijos de Dios. El creyente pasa a ser una persona de esperanza, que ora, que recibe la ayuda del Espíritu en aquella oración que debe hacer. En virtud de lo expuesto en la Escritura, todas las cosas nos ayudan a bien (a los que hemos sido llamados conforme al propósito de Dios).
Pablo nos mostró lo que ha sido catalogado como la cadena de oro de la salvación: primero que nada, Dios conoció (amó) en la eternidad, luego predestinó a los mismos que conoció. Sabemos que en la Escritura el verbo conocer toma el rumbo de tener comunión con. José no conoció a María, su mujer, hasta que dio a luz al niño (pero ya era su esposa y la llevaba en un asno camino a Belén, por lo cual la conocía en términos diferentes a la comunión íntima). Los eslabones de la cadena siguen apareciendo: los predestinados son los que son llamados y justificados, los que finalmente son de igual forma glorificados.
La esperanza del creyente es también su seguridad, ya que si Dios es por nosotros nadie puede prevalecer contra nosotros. El que ha creído conoce la certeza de lo escrito, que Dios dará gratuitamente todas las cosas necesarias a todos los que les dio al Hijo. De manera que nadie puede acusarnos, ya que Dios es el que justifica; nadie puede condenarnos, pues Cristo murió y resucitó, para estar sentado a la diestra de Dios intercediendo por nosotros. En resumen, no podemos ser separados del amor de Cristo en quien somos más que vencedores. La certeza de lo dicho proviene de lo que Dios se propuso en la eternidad (Romanos 8).
El creyente está agradecido de esta suerte de haber sido escogido para fin tan noble, él agradece y adora como el Padre busca que le adoren: en espíritu y en verdad. Así lo hizo el rey Ezequías al ordenar a los levitas que alabaran a Jehová con las palabras de David y Asaf, ambos salmistas. Era una alabanza con alegría en la cual se inclinaron y adoraron (2 Crónicas 29:30). Agradecer al Señor en la asamblea es otra forma de adorar, cuyo motivo es reconocer el gran favor de su amor junto a la obra de la creación.
Pablo hizo una comparación entre la adoración pagana y la cristiana. La pagana busca exaltar a un ídolo que no ve ni habla, el cual es soportado por los demonios que reciben tal adoración (lo que la gente sacrifica a sus ídolos, a los demonios sacrifica) -1 Corintios 10:20)-; en cambio, cuando el creyente confiesa que Jesús es el Señor lo hace por el Espíritu de Dios. Pese a la variedad de dones, de ministerios, de actividades en el creyente, todo es producido por el mismo Espíritu. A unos les es dado una palabra de sabiduría, mientras a otros conocimiento. De igual forma unos tenían el poder de hacer milagros, pero otros el discernimiento de espíritus. Sin embargo, todos tenían en común el trabajo subyacente del Espíritu Santo. El sustento de tal doctrina descansa en el hecho de que todos los creyentes han sido bautizados en un solo cuerpo por el Espíritu (1 Corintios 12). La fe en Cristo es completamente una operación del Espíritu Santo.
EL PROPOSITO DE LOS DONES
Resulta importante decir una palabra acerca de los tan famosos dones espirituales relatados en el Nuevo Testamento. Hay dones ordinarios y extraordinarios, pero no todos los creyentes de la iglesia tenían estos últimos, pues los más extraordinarios eran exclusivos de los apóstoles. Recordemos la fidelidad de Timoteo, quien desde niño sabía las Escrituras, pero cuando enfermó del estómago el apóstol Pablo (el cual había dado pruebas de poseer el extraordinario don de sanidad) le recomendó beber vino en lugar de agua. No le impuso las manos para salud, no le envió ningún pañuelo ungido, no reprendió el mal sufrido, simplemente le propuso una terapia biológica común. Preguntémonos la razón del apóstol para actuar de esta manera.
A otros les fue dado el don de profetizar, no solamente eventos futuros como a Agabo o a las hijas de Felipe, sino de propagar las Escrituras (que también se llama profetizar). Pero aquello cesó cuando ya el Señor dijo que se sellaba la profecía, de manera que nadie puede añadir a lo dicho ni quitar a lo expuesto por el mismo Espíritu, so pena de maldición. Solamente podemos propagar, predicar, anunciar -una acepción de profetizar- pero se nos impide vaticinar el futuro.
Pedro descubrió el engaño en Ananías y Safira, y el castigo que recibieron fue la muerte física en el acto. De igual forma descubrió el corazón de Simón el mago, quien no entendía el don del Espíritu sino que deseaba hacer comercio con él. Interesante que Felipe el evangelista no tenía tal don, pues Pedro tuvo que imponerle las manos para que lo recibiera (Hechos 15:17). Pero continúa siendo un deber del creyente examinar los espíritus, para ver si son de Dios (1 Juan 4:1).
Así como hay diversidad de dones, no todas las personas de la iglesia tenían los mismos regalos del Espíritu, ya que no todos eran apóstoles, algunos eran maestros aunque todos debían ser alumnos y estudiar las Escrituras. No todos obraban milagros, solamente algunos, si bien sabemos que hoy día todo aquello cesó. Se llama cesasionismo al hecho de que aquellos dones especiales dejaron de existir cuando cumplieron su propósito. ¿Acaso no hubo milagros en el período del Antiguo Testamento? Recordemos los de Moisés, que fueron circunscritos a la autenticación del mensaje frente al Faraón (Exodo 4:1-8), así como a ciertos momentos durante su travesía por el desierto. Lo mismo le aconteció a Elías, quien refrendó su ministerio frente al perverso rey Acab (1 Reyes 17 y 18). Pero no todo el tiempo estuvo Elías haciendo llover o secando las nubes, su poder para los milagros no le sirvió de nada frente a la amenaza de la reina Jezabel. Allí el milagro lo hizo directamente el Señor, dándole consuelo a través del sueño y la comida.
En el período de la escritura del Nuevo Testamento no fue diferente: los apóstoles fueron protagonistas con grandes señales para autentificar su trabajo frente a Israel. Incluso la Biblia habla del don de lenguas como un hecho novedoso, que era más bien un testimonio de castigo para el Israel incrédulo, asunto que no edificaba a la Iglesia (1 Corintios 14 e Isaías 28).
El que exista el cesasionismo no excluye que Dios haga milagros cuando lo desee, pero ya dejó de ser la costumbre que era en la iglesia incipiente. Recordemos, en cambio, la predicción del apóstol Pablo acerca de que las lenguas acabarían y las profecías en el sentido de vaticinar el futuro (1 Corintios 13:8), así como el conocimiento derivado de la interpretación de lenguas y del vaticinio profético.
Como corolario, dado que el don de lenguas bíblico era un don de lenguas extranjeras, si hoy estuviera vigente no habría necesidad de cursos de idiomas para los misioneros evangelistas. Ellos hablarían cualquier lengua en forma fluida, como se demostró en Hechos capítulo 2 cuando los apóstoles hablaron y cada uno entendía en su propia lengua. Y en cuanto a la sanidad, ella estuvo ligada al ministerio de Jesús y sus apóstoles (Lucas 9:1-2); hacia el fin de la era apostólica estos milagros fueron cada vez menos frecuentes. ¿Qué pasó con el apóstol Pablo que fue capaz de resucitar a Eutico pero no sanó a Epafrodito? Fue Dios quien le devolvió la salud en forma independiente del sonado don de sanidad de Pablo. Estos hechos deben llevarnos a reflexionar acerca del declive de los dones extraordinarios al final de la era apostólica, para que a nadie se le ocurra reclamar el derecho de herencia de aquellos dones dados por el Espíritu con un fin específico en un período específico. Tal enseñanza también deriva del Espíritu, pero quien no es de Cristo no tiene tal Espíritu porque no es de Dios. ¿A quién entonces oye el que no es de Dios? ¿Por quién habla en lenguas el que no tiene el Espíritu de Cristo? ¿No dijo el Señor que en el día final muchos le recordarán que ellos hicieron milagros en su nombre y en su nombre echaron fuera demonios? ¿Qué les va a contestar el Señor a quienes tales digan?: Apartaos de mí, hacedores de maldad. Nunca os conocí.
El único don que no cesará jamás, ni en esta vida ni en la venidera, es el don del amor (1 Corintios 13:13).
César Paredes
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