Lunes, 01 de junio de 2015

Hemos escuchado muchas veces que Dios no hace acepción de personas; sin embargo, sabemos que escogió a Jacob para un fin distinto del que fuera escogido Esaú. El acto de separar los destinos de aquellos gemelos fue discriminatorio, ya que a uno amó pero al otro odió (sin que al momento hubiesen hecho ni bien ni mal).

El término griego para la acepción de personas procede de acuñar un concepto hebreo que los hacedores de la Septuaginta necesitaron en su nueva versión del Antiguo Testamento. Προσωπολημψια Prosopolempsia de prosopon (cara, persona) y un derivado de lambano (tomar, recibir). Dios no recibe las caras de las personas, es más o menos el sentido literal; Dios no tiene parcialidad por nadie, no se deja impresionar por las apariencias, no es atraído por el atractivo del objeto que elige. 

Siempre hay un contexto en el que aparece el término enunciado; en Romanos 2:11 se refiere a la controversia entre judíos y gentiles. Sabemos que los judíos tenían una gran ventaja teológica sobre las demás gentes, a quienes despreciaban y de los cuales se alejaban. Incluso los samaritanos, sus parientes de raza, fueron humillados por pertenecer al reino de Israel y no al de Judá. Por esta razón se enfatiza en que Dios no tiene preferencia por nadie, ni siquiera por los Judíos, quienes habían venido a ser oidores olvidadizos de la ley (y no hacedores de ella).

Ese respeto preferencial por las personas conlleva parcialidad, de la cual se desliga el Dios de la Biblia. No harás injusticia en el juicio. No favorecerás al pobre, ni tratarás con deferencia al poderoso. Juzgarás a tu prójimo con justicia (Levítico 19:15). Este otro texto menciona el término en la versión Septuaginta (la edición griega del Antiguo Testamento, siglos III y II a.C). Será una falta juzgar más allá de las circunstancias expuestas, cuando se ignoran los valores intrínsecos de una persona y se sopesa su apariencia, si es rica, si es de buena cuna o si es poderosa.

En relación al trato entre siervos y amos, en el libro de Efesios se recomienda la sindéresis. Se debe actuar sin amenazas, ya que el Señor de uno es el Señor del otro, pues no hay distinción de personas delante de él (Efesios 6:9). Lo mismo se dice para las esposas y esposos, para los hijos y padres, para los siervos en relación con sus señores, porque no hay distinción de personas (Colosenses 3:25). Por lo tanto, si nosotros hacemos distinción de personas, cometemos pecado (Santiago 2:9).

La unión de los gentiles y judíos en Cristo fue una agradable sorpresa para Pedro, quien en su encuentro con Cornelio pudo decir que se daba cuenta de que Dios no hace distinción de personas (Hechos 10:34). Para este apóstol, Dios juzga según la obra de cada uno sin hacer distinción de personas (1 Pedro 1:17).

La Biblia también nos habla de los decretos de Dios, diciéndonos que son inmutables. Uno de ellos, el de la predestinación, es discriminante. La elección no es universal, ya que jamás la totalidad de la humanidad ha sido tomada como tampoco dejada a un lado. De todos, muchos son los llamados, aunque pocos los escogidos. En este universo cuantitativo, de la totalidad se llama a muchos (y no a todos) pero de entre los muchos se escoge a pocos.

El libro de los Jueces nos relata la selección de 300 soldados frente a 32.000 que se habían presentado con Gedeón. De la misma forma, la Biblia habla de la elección del pueblo de Israel por sobre el resto de la humanidad, como un acto soberano de Dios y no como si hubiese atractivo para ser escogido: Tu Dios te ha escogido ... por sobre toda la gente de la faz de la tierra (Deuteronomio 7:6).

Sabemos que al escoger a unos se deja a otros de lado y eso es discriminatorio. Solamente la manada pequeña ha sido escogida para recibir el reino, para entender las parábolas, para tener  la fe necesaria y un corazón de carne dispuesto a escuchar a Dios (Lucas 12:32). La naturaleza de la elección va al unísono con la naturaleza de la expiación, pues ni Caifás ni Judas ni Pilatos fueron elegidos, como sabido es que Jesucristo no murió por ellos. Si Judas hubiese tenido la opción de creer, y en efecto hubiese creído, no hubiese traicionado al Maestro y no habría habido crucifixión ni salvación. Lo mismo ha de decirse Pilatos, si hubiese actuado con justicia, o de Caifás, quien no habría dicho de la conveniencia de que muriese un hombre por el resto del pueblo.

Si Dios puede hacer cualquier cosa, si sus pensamientos no se pueden suprimir, si ha hecho cuanto ha querido, si ningún hombre puede jamás resistir a su voluntad, vano resulta refutar la soberanía de Dios en la elección. El no hace acepción de personas, no toma parcialidad por alguien como si viera la cara de la gente con atractivo para incluirla en su elección. Simplemente de la misma masa ha hecho un vaso para honra y otro para deshonra, sin que la cosa formada le pregunte la razón de por qué la ha hecho de una u otra manera. Sabemos que fue por causa de la soberana voluntad del Señor que Jacob y Esaú fueron discriminados antes de nacer, antes de la fundación del mundo.

La oposición entre estos dos grupos ocurre después de la elección, como lo asegura Pablo: ¿Qué, pues? Lo que Israel busca, eso no alcanzó, pero los elegidos sí lo alcanzaron; y los demás fueron endurecidos (Romanos 11:7). La diferencia entre ambos la hace Dios, sin que previera obras buenas o malas en los elegidos como mérito de su destino, sino de acuerdo al propósito de su elección: honra, gloria y justicia.

Si del polvo de la tierra Dios hizo los insectos, los peces y los monstruos marinos, discriminando forma y destino en cada uno de ellos, ¿quién puede acusarlo de hacer unos más feos que otros? ¿Por qué algunos animales son hermosos y no todos? ¿Por qué unos mueren en 24 horas y otros viven años? La soberanía del Creador está detrás de su designio, de la misma forma en que dispuso del hombre a partir de aquella masa común. Asimismo, el Hijo vino a salvar a su pueblo de sus pecados, a orar por los que el Padre le había dado (y los que le daría por la palabra de aquellos), por lo tanto murió por los que representó en la cruz. No vino el Hijo a morir por Judas o por Faraón, o por los réprobos en cuanto a fe, de los cuales la condenación no se tarda. Tampoco murió por aquellos judíos de quienes dijo eran hijos de su padre el diablo, ni por los que no eran de sus ovejas y no podían creer en consecuencia.

El Dios que no hace acepción de personas, porque incluye pobres y ricos en su iglesia, porque elige de entre cada tribu, lengua y nación, que sanó a endemoniados y leprosos, es el mismo que amó a Jacob sin que mereciera su favor, pero odió a Esaú sin que todavía hubiese cometido el primer pecado. Ese mismo Dios no se parcializó por los más educados y los menos malos de la tierra, pues salvó en la hora de la muerte al malhechor en la cruz, un criminal confeso que dijo merecer el castigo que recibía. Pero ese mismo Dios no salvó al otro, a quien no le dio fe, a quien el Espíritu le negó lo que con abundancia otorgó a su compañero.

El Dios que es autor y consumador de la fe no la reparte a cada una de las personas que ha creado, sino de acuerdo a su voluntad y su propósito eterno. Resulta obvio que Jesucristo no vino a morir por todo el mundo (sin excepción) sino solamente por los que el Padre le dio; ese mismo Jesús dijo que nadie podía ir a él a no ser que el Padre que lo envió lo trajere. Dijo que a unos les estaba bien oír y entender las parábolas, pero a otros les era negado, no sea que se convirtiesen y él tuviese que salvarlos.

Si alguno cree que Cristo murió por todos, pero que su muerte se hace eficaz solamente en los que creen, está asumiendo un evangelio espurio. La elección condicionada en creer en Jesús es una mentira que contradice la Escritura. Jesucristo no hizo una salvación potencial, en espera de que apareciera algún creyente y se apoderara de ella. Tampoco ofreció salvación para todos, simplemente ordenó la predicación de su evangelio en todas partes para que los creyentes sean salvos. En la economía de un Dios perfecto no hay lugar para el despilfarro, así como en su política de salvación no cabe la demagogia. No ruego por el mundo, fue la frase clave del Señor la noche antes de su crucifixión; mal podía al día siguiente morir por ese mundo por el cual no rogaba.

Jesús no sanó a todos los leprosos de su época, ni expulsó todos los demonios de los cuerpos poseídos. Tampoco resucitó a más nadie sino a Lázaro, ni devolvió la vista a todos los ciegos. En el estanque de Bethesda había muchos enfermos y apenas levantó a uno solo, al paralítico. Muchos le dirán que ellos echaron fuera demonios, que hicieron milagros en su nombre, pero él les responderá que nunca los conoció (porque en realidad nunca los amó). Eso es discriminatorio, pero sin que haya acepción de personas; el Dios que separa no tiene preferencias para hacerlo, ya que una multitud que no se puede contar le dará honra al Cordero, miembros de toda tribu, lengua y nación de la faz de la tierra.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 11:22
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