Dios escoge, pero el mundo odia. Esa es la premisa con la cual todo creyente debe contar, para poder comprender lo que le acontece en su vida. No se trata de hacer una clasificación de las distintas esferas con las cuales uno comulga, como si se pudiera vivir vidas paralelas. Lo cierto es que cuando Dios escoge lo separa a uno del mundo en todos sus ámbitos, de manera que el odio que se percibe también ocurre en todas las circunstancias en las que a uno le toca vivir.
El odio del mundo hacia el creyente es proporcional a su silencio, al hecho de quedarnos callados frente a la locura de la vanagloria de la vida. En la medida en que el cristiano se haga partícipe con las ofertas del príncipe de las potestades espirituales de maldad, la resistencia de la oposición disminuye su intensidad. Pero si se nos ocurre denunciar o reprender la obra del mundo, entonces hasta los demonios muestran dientes.
Hay algunos que estuvieron en la militancia de la iglesia, pero que abandonaron la comunión bíblica porque no eran de nosotros (1 Juan 2:19). Si su profesión hubiese sido sincera, hubiesen permanecido con nosotros. Acá el apóstol no menciona una iglesia local, sino la universal. Porque se puede emigrar de un local a otro, de una comunidad cristiana hacia otra, el asunto está en no abandonar el barco en que se viaja. Sin embargo, quienes abandonan la fe es porque jamás han sido escogidos por Dios para ser sus hijos; éstos son la semilla sembrada en pedregales, la que brota pero no tiene raíz en sí. Estos son de poca duración, ya que cuando les vino la aflicción tropezaron. También son representantes de la semilla que cayó junto a los espinos, cuya afición por las riquezas y cuyo por el mundo los dejaron sin fruto.
El pueblo de Israel fue elegido por Dios para ser una nación con un propósito particular, con fines diversos siempre ligados a la transmisión de la enseñanza divina (Deuteronomio 7:6). Uno puede darse cuenta de que Saúl fue escogido para ser rey, así como Judas lo fue para jugar el rol de hijo de perdición, ambos de la misma nación mencionada. ¿Quién puede negar que Herodes haya sido escogido para gobernar en aquellos días en los cuales el Señor estuvo en la tierra? ¿Cómo excluir a la gran multitud que gritaba enardecida crucifícale, si ese era el plan de Dios? A unos se les niega lo que a otros se les provee, a unos se les habló en parábolas para que no entendieran, mientras a otros se les daba la comprensión para que creyeran.
Si nadie puede ir a Jesucristo, a no ser que el Padre lo lleve a la fuerza, ¿por qué no todos son llevados por la omnipotencia divina? Unos son dejados al tormento de los demonios desde temprano, poseídos por su fuerza y poder, otros en cambio perduran con ciertos placeres mundanos hasta que les llega el castigo eterno. A todos los dejados a un lado, Jesucristo les ha venido a ser una piedra de tropiezo con la cual se dan duro, siendo desobedientes a la palabra, pues para eso mismo fueron destinados (1 Pedro 2:8).
Sabemos que fue un acto de gracia el que Dios haya escogido a unos para salvación. Pudo haber dejado a todos sin su misericordia, ya que no hay atractivo en el objeto predestinado para motivarlo a elegir. De la misma masa hizo unos vasos para honra y otros para deshonra; amó a Jacob, tramposo y mentiroso, pero odió a Esaú, un hombre tan normal como su hermano gemelo. Solamente es por gracia, para que nadie se gloríe o se jacte en su presencia diciendo yo tomé una sabia decisión, yo elegí seguir a Cristo, yo me aferré a un buen código moral. Si alguien puede sentir tal vanagloria, será prudente que relea los textos que describen a Jacob, su conducta y su componenda con su madre, para engañar a su padre Isaac en perjuicio de su hermano Esaú.
Pablo aseguró que si el evangelio está encubierto, lo está en los que se pierden (2 Corintios 4:3), y Pedro habló de ellos diciendo que maldicen lo que no entienden, como animales irracionales que por naturaleza han sido creados para presa y destrucción, los cuales también perecerán en su perdición (2 Pedro 2:12). Otro apóstol nos aseguró que algunos hombres han entrado encubiertamente, los cuales desde antiguo habían sido destinados para esta condenación (Judas 1: 4). Para despejar cualquier duda al respecto, el autor del Apocalipsis nos habla de ellos como los que no fueron escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo.
Si Dios no hubiese querido la caída de Adán, de seguro pudo impedirla. Mas el hecho de que no la haya procurado nos habla de su voluntad (no quiso Dios impedir la caída del hombre), significa que la quiso, por lo tanto la decretó. Tanto su voluntad como su decreto son absolutamente eternos, aunque tengan lugar en el tiempo. Negar lo que acá se afirma implicaría decir que Dios fue indiferente al hecho de que el hombre quedara en pie o cayera en el pecado. Pero es imposible imaginar a Dios como un simple espectador de los eventos que sucederían; Él ha declarado que aún nuestros cabellos están todos contados o que un pajarillo no cae a tierra sin su voluntad. De manera que por argumento de menor a mayor, si un ser tan sabio se ocupa de lo más trivial, se ocupa también de lo más importante (Véase: Zanchius, Jerome. La doctrina de la Absoluta Predestinación).
¿Cómo puede el hombre cambiar un acto soberano de Dios? En ninguna manera, pues ello supondría que su voluntad pueda ser violentada o impedida. Lo que dijo de Esaú no se movió ni un ápice, lo que dijo de su Hijo tampoco tuvo mudanza alguna. Cada evento anunciado se ha cumplido a cabalidad en el tiempo indicado, enseñándonos que si ha hablado de alguna manera eso ocurrirá.
De la misma forma aseguró que el mundo nos odiaría, por el solo hecho de que hemos sido escogidos para salvación. Esto acontece a diario en todas las esferas en que actuamos. Somos el pueblo de Dios pero somos también el pueblo del libro de Dios. Se nos reconoce porque leemos la Biblia, porque hablamos de ella, porque nos agrada lo que allí se dice. Esto es motivo de menosprecio inmediato en los círculos que gozan de prestigio intelectual, de la misma manera como el hombre común nos rechaza por lo que ella describe de su conducta.
Si fuésemos del mundo, el mundo amaría lo suyo: el hombre del mundo ama la compañía de sus semejantes, así como disfruta la conversación acerca de los atractivos que allí se ofrecen. Pero porque no somos del mundo, aunque antes hayamos pertenecido a la misma cofradía, con sus mismas prácticas y principios carnales, el mundo comienza a odiarnos hasta el aborrecimiento.
Jesucristo dijo que nos había escogido del mundo, del mismo lugar en que están los otros, los no escogidos. Esta es la razón del odio, nuestra separación de los demás en virtud del llamado eficaz que hemos tenido. Pero esta razón se revierte y nos da el motivo de alegría, al saber que ese odio marca la diferencia y nos sirve como señal de ser amados por Dios.
César Paredes
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