Jehová fue el nombre con el que Dios se dio a conocer a Moisés. En efecto, Él es el que es, el que hace todas las cosas posibles. Con esa premisa en mente, Moisés tuvo seguridad para presentarse ante faraón y conducir al pueblo de Israel en su camino de liberación. Por si fuera poco, le fue dada una vara con la cual se manifestaría el poder del Soberano que lo enviaba. En la oportunidad de la huida de Egipto, Jehová le mostró a Moisés parte de su plan. Le dijo que endurecería el corazón del faraón para que lo persiguiera. Algo parecido había hecho antes y Moisés era su testigo, cuando pese a las plagas enviadas el corazón del faraón era renuente a liberar a los hijos de Israel.
Moisés sabía que estaba en presencia del Dios soberano que planifica cosas para que los hombres hagan y luego juzga la maldad que hay en sus corazones. Ahora había escuchado que el Señor mostraría su gloria en el faraón y en todo su ejército, de manera que los egipcios sabrían en ese entonces quién era Jehová. Cuando se escuchaba el tumulto de más de 600 carros especiales que conducían los soldados egipcios, el pueblo tuvo temor y clamó espantado ante su líder.
Es propio de las masas darse al rumor y contaminarse a las espaldas del anonimato. La gente comenzó a argumentar contra Moisés diciéndole que había sido vano que los hubiera sacado de Egipto. El colmo de sus males y de su cobardía fue que exclamaron casi en una sola voz que hubiese sido mejor servir a los egipcios que morir en medio del desierto.
Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos, les había dicho Moisés. Pese a los milagros acontecidos, podemos recordar que el texto bíblico menciona más adelante más quejas, pues los israelitas protestaban casi a diario. Ellos recordaban los melones, sandías y pepinos cultivados en Egipto y decían que allá comían de gratis. La enfermedad de la queja había trastocado el alma de ese pueblo que olvidó en poco tiempo los azotes y la esclavitud de centenas de años. En una oportunidad también protestaron por el maná del cielo, de manera que Jehová les envió codornices hasta vomitar.
Pero en plena huida y después de haber presenciado lo sobrenatural de las plagas que Jehová envió a Egipto, sin que ellas afectaran a Israel, ese pueblo terco presionó a Moisés. No lo hacía para que hiciera un milagro, para que clamara al Dios de sus padres, sino para acusarlo de la masacre que pensaban se les avecinaba.
Moisés de inmediato clamó a Jehová, pero la respuesta que tuvo fue muy relevante: ¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen. Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco (Éxodo 14.15-16). Ya Moisés les había dicho que Jehová pelearía por ellos y que ellos se quedarían en silencio. Sí, Moisés los calmaba con esa promesa que aludía al mismo tiempo al silencio del pueblo, a que no se quejaran tanto. Moisés tenía confianza en el Señor por lo cual hablaba de esa manera.
La respuesta obtenida por parte de Jehová nos enseña igualmente que Dios tiene planes y que debemos clamar ante Su presencia. Sin embargo, en ocasiones debemos actuar: Di a los hijos de Israel que marchen, alza tu vara, extiende tu mano sobre el mar, son expresiones del hacer humano. Lo mismo le ocurrió a Pedro cuando estuvo encarcelado y la iglesia oraba por él. El ángel que le soltó las cadenas le dijo: ata tu calzado. El ángel no hizo lo que Pedro podía hacer, porque Dios no tiene por qué hacer nuestras tareas.
La soberanía de Dios no se riñe con nuestra responsabilidad, pues se ha dicho que Él obra en nosotros tanto el querer como el hacer. Además, en los que somos llamados de acuerdo a Su propósito, todas las cosas nos ayudan a bien. Esa declaración debería ser motivo suficiente para actuar en paz, con la seguridad de que lo que vendrá será lo que Dios proveerá. Pero el mundo ha torcido las ideas y ahora se dice que andar a la buena de Dios es algo relacionado con la miseria. Nada más lejos de la realidad teológica, pues caminar a la buena de Dios es lo mejor que nos puede suceder.
Nosotros no tenemos la vara dada a Moisés pero sí hemos sido bautizados con el Espíritu Santo. Sabemos que mora en nosotros y nos recuerda todas las cosas que Jesucristo enseñó. Nos conduce a toda verdad, nos anhela celosamente, se contrista en medio nuestro cuando hacemos lo malo, nos consuela con la palabra aprendida. El nos imparte la sabiduría de Jesucristo, la cual pedimos cuando no sabemos lo que hemos de hacer. Con razón Pablo escribió que no debíamos estar afanosos, sino más bien acudir a Dios con acción de gracias en todas nuestras peticiones. La recompensa será la paz de Dios guardando nuestros corazones y pensamientos.
El afán y la ansiedad pueden ser los equivalentes egipcios de antaño; aquellos son nuestros enemigos de hoy, los enemistados con la gracia. Extender la vara y actuar en consecuencia implica estar conscientes de la presencia del Espíritu en nuestra vida, de su vigor y sabiduría. No se trata de fórmulas lingüísticas mágicas sino de pedir sabiduría a quien la da abundantemente y sin reproche. Recogerse en el aposento a puerta cerrada para conversar con Dios es lo más prudente que podamos hacer frente a nuestros problemas y enemigos; el Dios de Moisés nos escuchará en secreto pero nos recompensará en público.
La fortaleza de Moisés no estaba en su vara, más bien ésta era una señal de que Dios lo acompañaba. Pero la fuerza del líder del Antiguo Testamento yacía en la comunión con el Altísimo. Ser llenos del Espíritu no se logra en un estadio de fútbol, en un cine o en una escuela. Todas esas actividades y sitios pueden ser nobles para el alma, pero el conocimiento del Señor se alcanza en su presencia. Si la vida eterna consiste en conocer a Dios y a Jesucristo, vale la pena en la temporalidad que habitamos dedicarle más momentos a la comprensión de su palabra y su doctrina.
César Paredes
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