La expiación de Cristo en la cruz es la subsanación de nuestros errores. Si pecar es errar el blanco, entonces todos nos hemos desviado del camino. Por esta razón se subsanó o enmendó el crimen humano contra la norma divina. El hombre fue puesto en el Edén para confrontar a la serpiente, para que ésta lo mordiera en su espíritu; el dragón o serpiente antigua, llamado diablo o Satanás, merodeó por esos lares en la actuación programada por el Padre eterno.
Un propósito que se origina en Su voluntad, desde tiempo inmemorial o desde antes de que el mismo fuese creado, previó la subsanación de nuestros errores. No se buscó enmendar el error de los ángeles caídos, como tampoco el de toda la humanidad. Solamente unos cuantos que fueron inscritos en el libro de la vida del Cordero inmolado son los beneficiarios de la expiación absoluta. Los demás fueron entregados a sus pasiones, endurecidos en sus corazones, para que un poder engañoso los embargara hasta la perdición.
Sabemos que todo aquel que cree en Jesucristo no perecerá jamás, sino que ha pasado de muerte a vida. Pero nadie va a creer en virtud de su naturaleza enfrentada con la naturaleza de Dios. ¿Quién se puede someter por su cuenta humildemente a los términos del evangelio? Solamente los que han sido regenerados por la gracia divina, aquellos cuyo corazón de piedra ha sido removido y que han recibido un espíritu nuevo.
Este impedimento humano no lo comparte el Dios soberano. Él no está impedido de ordenar a todos al arrepentimiento y a creer en el Hijo. La norma del arrepentimiento es genérica, forma parte del conocimiento natural que tenemos de su ley impresa en el corazón humano. El hombre intuye que se ha equivocado, de allí la innumerable cantidad de reflexiones en torno a lo que es Dios y a lo que debería ser. Entendida la responsabilidad de la humanidad, aparece como contraparte su amor por las tinieblas. El odio por la luz es intuitivo, no necesita ser predicado.
Este antagonismo en el corazón humano prefigura una voluntad soberana suprema que ordena acudir a Jesucristo como nuestra propiciación. La obra del Espíritu en el nuevo nacimiento es requisito previo para poder caminar en la luz, operación que se ajusta a lo ordenado por el Padre desde los siglos. Nos abre los ojos y cura los oídos sordos, de tal manera que vayamos hacia la gracia del Hijo. En tal sentido, el hecho de creer el evangelio supone que se nos ha provisto con todo lo necesario para la salvación, lo cual incluye el corazón de carne profetizado por Ezequiel.
Jesucristo nos reconcilió con el Padre, de tal manera que ya no estamos alejados ni vacíos de Él. Fue una restauración la realizada por el Salvador, pues si el pecado trajo como consecuencia la muerte, la sangre del Hijo aportó la vida para los elegidos. Los elegidos del Padre son los mismos que Jesucristo sustituyó en el calvario, son los mismos a quienes el Espíritu da vida nueva. Lo que se maldijo por consecuencia del pecado, se bendijo por consecuencia de la expiación del Hijo; pero esto solamente en los que el Padre escogió desde antes de la fundación del mundo.
Sabemos que Lucifer y una gran parte de los ángeles que con él se rebelaron no fueron considerados para el rescate realizado por el Hijo. Pero también entendemos que Judas Iscariote, el Faraón, los réprobos en cuanto a fe, los que no fueron inscritos en el libro de la Vida del Cordero inmolado desde la fundación del mundo, tampoco fueron incluidos en el rescate del Hijo. Es en este punto donde radica la mayor obstinación de los que se han acercado al evangelio, que conforme a lo acontecido en el relato del sembrador han germinado en pedregales, en medio de espinos, o han sido comidos por las aves del camino. Estos son nubes sin agua, cuya doctrina se enfoca en el pseudo evangelio.
Otro evangelio, otro dios, otro cristo, pero igual paradigma de la objeción descrito en Romanos capitulo nueve. ¿Por qué, pues, Dios inculpa? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? La respuesta dada en las Escrituras indica que el hombre no es nadie para altercar con su Creador, es como una olla de barro en manos de su alfarero que ha sido configurada para uno u otro destino. La soberanía absoluta de Dios como alfarero es vista por el objetor como arbitrariedad e injusticia; su obstinación no lo deja ver la ilógica de su razonamiento. Si Jesucristo hubiese expiado a toda la humanidad, sin excepción, nadie sería condenado; por ello, la expiación universal se contradice con la proposición bíblica: muchos son los llamados (no todos) y pocos los escogidos; nadie viene a mí si el Padre que me envió no lo trajere; no me escogisteis vosotros a mí, sino que yo os escogí a vosotros; le amamos a él porque él nos amó primero.
El que hayamos sido escogidos no descansa en la materia nuestra (barro igual que en los réprobos en cuanto a fe), sino en la voluntad del Elector. Fue por el puro afecto de su voluntad (aún antes de que hiciésemos bien o mal) que se nos mostró su gracia infinita, pues si el Señor no se hubiera dejado para Sí mismo un remanente, tendríamos el mismo destino que Sodoma o Gomorra. De manera que no es por obras nuestras (como se desprende del paradigma de Jacob y Esaú), sino por la misericordia infinita de Dios para con quienes Él quiere tenerla.
El alma humillada ha alcanzado la misericordia divina, el alma exaltada recibe el rechazo perpetuo de Dios. Creer lo que la Biblia dice es simple para el que ha recibido el cambio de corazón, de otra manera se hace imposible y siempre se creerá con variantes personales que conducen al alma a un fin de muerte. La oración de Jesús en el Getsemaní nos reconforta una y otra vez: de los que me diste ninguno se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese...Padre santo, a los que me has dado, guárdalos por tu nombre, para que sean una cosa, como también nosotros (Juan 17).
César Paredes
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