S?bado, 05 de julio de 2014

Es fácil buscar un retrato a nuestra semejanza en el libro de los libros. Entre tantos personajes encontrados puede haber un prototipo como cualquiera de nosotros, ya que en alguna medida allí se afirma que la humanidad entera fue hecha de una misma masa. También se nos asegura que todos caímos en el pecado de Adán, sin posible vuelta atrás, por lo que se hace necesaria la misericordia de Dios.

Bueno, los griegos ya hicieron algo parecido. Ellos inventaron tantos dioses como facetas de la persona existan. Para cada tipo un antitipo, o viceversa. En algún sentido eso es catarsis, la limpieza de la mente o del espíritu que atormenta al hombre con sus culpas. Pero lo que maravilla al creyente es que en las Escrituras se encuentra alguien como cualquiera de nosotros, con todos sus errores y sus pocos aciertos, mas su diferencia con los griegos consiste en la simpleza de la alegría de haber sido perdonado.

Por supuesto, hay pecados modernos que quizás antes no se daban con la misma frecuencia; tal vez existan otros que son variaciones de los que antes se cometieron con mayor asiduidad. Hoy puede ser que nadie pase a sus hijos por el fuego, como lo hicieron ante el dios Moloc, por lo cual recurriríamos a la metáfora que la analogía nos permita. El fuego de la vida se enciende alrededor de los pequeños que se traen a este mundo y los consume. Tomemos algún ejemplo en forma breve y rápida.

David es un gran personaje, modelo de un hombre que amaba a su Señor. Era conforme al corazón de Dios, calificativo exclusivo del pastor de Israel. Pero David fue como muchos de nosotros podemos serlo: asesino, adúltero, mentiroso, celador, hipócrita. Se acostó con la mujer de un guerrero ejemplar, mientras éste estaba en el combate por su nación. Después de ese adulterio disfrutado la mujer salió embarazada; para evitar el escándalo mandó a traer al soldado de la batalla, a quien le fue dicho que durmiera con su mujer para que se regocijara de nuevo. Esa mentira encerraba mucha hipocresía, mas el guerrero fiel al amor por su pueblo no quiso hacerlo mientras sus hermanos perecían por culpa el enemigo.

Como retornó al combate, David tuvo que pensar de nuevo en lo que haría. El vientre de su amada amante crecía y eso la colocaría en evidencia ante la sociedad. Ella de seguro delataría al rey cuando su esposo la descubriera y la multitud estuviera dispuesta a apedrearla. Entonces  el profeta de Dios, el cantor de Israel, se decidió por la celada: Urías tenía que ser colocado al frente de la batalla, en pleno peligro hasta morir. Con este nuevo ardid, el rey se libraba del escarnio al cual sería sometido si el esposo regresase vivo.

Pero nada más lejos de esa realidad imaginada, pues Dios tenía otro plan para su siervo. ¿Por qué menospreciaste a Yahvé haciendo lo malo a sus ojos, matando a espada a Urías el hitita, tomando a su mujer por mujer tuya (...)? (2 Samuel 12:9). Esas fueron las palabras de otro profeta, Nathan, el enviado por Dios ante el rey que se había conducido de acuerdo a su concupiscencia, el que había obviado el conocimiento mostrado en sus poesías inspiradas para dar paso al cuerpo de muerte que resta de la vieja naturaleza humana.

Lo que se le vino encima ya lo sabemos; un gran castigo del cielo y un enorme sufrimiento para el rey y su familia. Fue después de esos actos bochornosos y su castigo que pudo escribir su célebre Salmo 51, que comienza con la conocida frase: Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia: conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. En ese mismo canto llegó a suplicar: Hazme oír gozo y alegría y se recrearán los huesos que has abatido...No me eches de delante de ti y no quites de mí tu Santo Espíritu (versos 8 y 11).

¿Quién no se ha visto en circunstancias paralelas a las de este rey que amaba a Dios en forma especial? Tal vez alguno de nosotros tenga la pasión teológica suficiente para dedicarse a conocer al Señor por mucho tiempo, pero de repente, cuando más se ahondaba en esos caminos, la tentación se presentó y la vieja naturaleza galopó más fuerte ante la fusta de las delicias de la carne. Es en esos momentos en que nos reconocemos miserables, con el fracaso exhibido de querer hacer lo bueno y ser vencido de lo malo. El disfrute de la carne no paga su laceración ante el espíritu cultivado en la presencia del Señor por tantos años. 

Es cierto que Dios está dispuesto a perdonar al corazón contrito y humillado, pero en muchas ocasiones aparece su corrección para nuestro bien y malestar. Sabemos que su castigo no enmienda el pecado ni produce el perdón; la penitencia no aporta reivindicación alguna. Pero como al caballo o como al mulo sin entendimiento, asimismo se nos sujeta con el cabestro. Hay ocasiones en que el Señor nos somete a su mano dura y justa, en virtud del amor que nos profesa.

También es verdad que nos castigamos duramente en nuestra conciencia, hasta sentir que hemos perdido el gozo de la salvación. Aquel primer amor sentido cuando descubrimos el amor de Dios ya no nos aparece dulce al paladar, más bien una hiel de amargura ha invadido nuestro cuerpo y el pecado martilla al intelecto hasta secar los huesos. Devuélveme el gozo de la salvación, y espíritu noble me sustente, fue otra de las frases del rey que nos facilita las palabras de un hombre lacerado por el pecado cometido.

Sansón se fue tras una mujer filistea y padeció bajo los ardides de Dalila; al final de sus días, cuando sin ojos se había convertido en un esclavo y se encontraba con los que seguían a sus dioses extraños, clamó por un momento de reivindicación espiritual. Fue escuchado y sus fuerzas le sirvieron para confrontar la maldad de sus enemigos y recibir el castigo final de su desvarío. Manasés fue un rey desobediente hasta más no poder, un ejemplo de la mala praxis de vida. Llegó a martirizar a sus pequeños hijos bajo el fuego del dios-demonio Moloc.

Este rey era hijo de Ezequías, quien había sido un reformador muy bueno. Pero Manasés fortaleció la idolatría en Judá, se entregó a las adivinaciones y a los encantadores; ignoró la providencia de Dios y su corazón se iba tras los hechiceros y agoreros (estos últimos son un modelo de lo que hoy día serían los que se dedican a los horóscopos).

Si los paganos no tienen excusa (Romanos 1: 20-21), ¿cuánta menos un hijo de Dios? Jehová le había hablado tanto a Manasés como a su pueblo, pero ellos no escucharon (2 Crónicas 33:10). El castigo divino no esperó y el ejército de Asiria aprisionó con grillos a Manasés, llevado después a Babilonia. Puesto en angustias, el rey oró humillado ante el Señor.

Lo maravilloso de ese relato no es que Jehová lo haya perdonado, sino que a pesar de semejante maldad cometida, después de ser perdonado, el Señor lo restauró a su antiguo cargo de rey. Sabemos que la conversión de Manasés dio el fruto digno del arrepentimiento esperado: mandó a que Judá sirviese al Dios de Israel, reparó el altar de Jehová, quitó los dioses ajenos y el ídolo establecido en la casa del Señor y edificó el muro de la ciudad.

En resumen, en la Biblia hay personajes como cualquiera de nosotros. Tal vez tan pecadores o más de lo que somos, pero que son un ejemplo del amor de Dios en los que se arrepienten y acuden a Él por perdón. Incluso, en la iglesia de Corinto había hermanos que antes habían caído en el pecado de la homosexualidad: ¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios (1 Corintios 6:9-11).

Si decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos, hacemos a Cristo mentiroso y la verdad y la palabra de Dios no está en nosotros. Pero si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad (1 Juan 1).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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