Viernes, 17 de enero de 2014

Tal vez años atrás uno sufría el arminianismo en la ignorancia siquiera de que era una doctrina teológica. Más allá de la militancia en la única iglesia del pueblo o de la ciudad, nadie se identificaba como arminiano. Sin embargo, la teología de la culpa, como bien puede enmarcarse, hacía estragos en las almas de los que semana a semana escuchaban los sermones y las advertencias de los demás feligreses. ¿Eres salvo? ¿Has recibido a Cristo como tu Señor y Salvador personal? Por otro lado, se obligaba a recibir clases de catecúmenos para poder estar preparados para el bautizo.

La Biblia se leía y era costumbre memorizar algunos textos. Los cánticos se dividían en himnos y coritos (esta última categoría gozaba de menos solemnidad); la congregación se dividía entre hermanos y amigos que nos visitan. Se premiaba con el nombre en una cartelera pública a aquellos que llevaban más personas nuevas a la iglesia; existía lo que se denominaba el colportaje bíblico, la venta de biblias y el reparto de tratados (una lectura explicativa de algún texto de la Escritura). Cada domingo por la tarde había que acudir a los hospitales o a la cárcel a visitar enfermos y presos.

El domingo en la noche la iglesia tenía que dar testimonio ante ella misma de lo que había hecho durante el día. No se podía negar que con tanta actividad uno terminaba cansado pero no aburrido. En los más avezados lectores surgía la pregunta de quién había hecho al diablo, pero otro hermano más autorizado le increpaba con un no te preocupes por eso, que si Dios no lo dijo no es necesario saberlo.

Cada martes en la noche acudíamos a los cultos de oración. Esos sí que eran de terror, como niño uno se dormía cuando escuchaba a aquellas señoras que oraban en una voz tan baja que bien parecían emitir un sonido sin palabras, en sus largas oraciones de hasta 20 minutos por persona. Nos despertábamos cuando el piano sonaba con un himno de despedida. Los jueves por la noche se acudía al estudio bíblico, que podía ser interesante como desencantador, pues se turnaban los diáconos y algunos otros líderes, sin la más mínima idea de lo que se hacía. Al leer un texto se preguntaba a la audiencia sobre qué apóstol estaba hablando, qué decía Jesús, qué enseñanza tenía eso en nuestras vidas.

El cigarrillo, el alcohol y el cine estuvieron proscritos durante años. No había televisión en el pueblo o en la ciudad, y para gran sorpresa de la iglesia, cuando rodaron Los Diez Mandamientos, un domingo por la noche las bancas se quedaron vacías. La mayor parte de la congregación había acudido a escondidas al cine. Cuando encendieron las luces y salíamos del teatro, todos nos saludamos con un gesto en la cara de yo no te vi acá y tú tampoco me has visto.

Recuerdo cuando al leer el libro de Romanos descubrí que Dios había amado a Jacob pero odiado a Esaú. Eso sí que fue una enorme sorpresa. También aprendí en el Antiguo Testamento que David había sido un asesino y un adúltero, pero Dios le había perdonado la vida a pesar de la ley de Moisés. Rahab era una ramera que fue salvada por los israelitas por haber escondido a los espías en su aposento; las parteras de Egipto recibieron bendición de Jehová por haber mentido en cuanto al niño Moisés. También David se había hecho el loco (una simulación que es una mentira) y Dios lo protegió ante un rey enemigo.

Esas sorpresas se las exponía a los pastores de turno, pero en todos ellos la respuesta era la misma: los misterios de Dios. Ellos sí que eran expertos en torcer las Escrituras, con aquello de que Jacob se había robado la primogenitura, causa de la bendición de Jehová, y Esaú era el que la había tenido en baja estima al cambiarla por un plato de lentejas, lo que había ocasionado que Jehová se molestara con él. ¿Y el engaño de Jacob frente a su padre? ¿El apoyo de su madre para engañar al viejo Isaac? Fíjate que Jacob tuvo que padecer también el engaño de Labán, su suegro, como réplica del ojo por ojo de la vieja ley del Talión.

La idea del diablo seguía dando vuelta a mi cabeza, ¿cómo pudo un Dios Omnisciente no darse cuenta de que iba a aparecer ese personaje para desordenar su obra? Entonces la más sagaz teología aparecía respondiendo Dios no lo ordenó, sino lo permitió. Esa era la frase favorita de la mayoría que se conformaba con echarle candado a sus pensamientos, Dios permite pero no ordena. Cuando leía profecías la frase favorita no satisfacía la razón de que a Dios se le cumpliera palabra por palabra lo que había dicho. Vaya Dios con suerte, solía decirme para mí mismo. Ya no había eco en los compañeros, preocupados más porque el pastor no supiera que ellos fumaban a escondidas que por la interpretación bíblica.

Fui dando paso al tiempo y con la madurez de la adolescencia seguí pensando que Dios no había permitido la existencia del diablo, sino que de seguro lo había creado. Entonces apareció el otro conflicto: ¿Por qué lo creó, si era su enemigo, su otro igual? El nuevo pastor de la iglesia parecía vivir en la paz de la ignorancia: ¿Para qué se preocupa por eso? Pero en cierta ocasión me di cuenta de que el diablo no era uno igual a Dios, de que no era su antagonista, como en el teatro griego, que simplemente era un súbdito creado para el día malo (Proverbios 16:4). Fui descubriendo que Dios en efecto había endurecido el corazón del Faraón y que endurecerse contra Dios era un pecado. Que todos los que participaron en el asesinato del Hijo de Dios habían sido ordenados para que hicieran una u otra cosa, y que todos esos actos eran pecado. ¿Quién había pre-ordenado tales actos? Era Dios mismo.

Ese fue el día más feliz de mi vida, cuando descubrí la verdad que la razón me dictaba, lo que el texto nunca ocultó pero que la iglesia veló y escondió para que prevaleciera el Dios permitió pero no ordenó. Con eso en mente había llegado a un lugar en donde muchos otros mitos acerca del Dios arminiano se iban destruyendo. Yo no sabía que ese era su apellido, porque jamás se había oído el nombre de tan importante señor; mucho menos de su opuesto histórico, el que llaman Calvino. En esa iglesia la única historia era la bíblica y contada de acuerdo a como los diáconos y pastores la enfocaban.

Muchos pasamos varias veces adelante para entregar nuestra vida de nuevo a Jesucristo, pues cuando llegaban predicadores invitados ellos hacían el llamamiento de costumbre y como veían que todos eran creyentes, entonces tenían que buscar el triunfo de un torero, la vuelta al ruedo, de manera que pedían un nuevo compromiso con Jesús. De esa forma pasábamos una y otra vez durante la pequeña campaña evangelística.

Dios hizo su parte por todos ustedes, ahora les toca a cada uno responder a ese Jesús que padeció en la cruz por tus pecados. Sí, porque ustedes mataron a Jesús, no solamente lo hicieron los judíos o los romanos. Esas palabras se adornaban con un himno al piano que no era cantado por los asistentes, pero cuyas notas conmovían al auditorio. Los hermanos oraban silenciosos con la cabeza inclinada esperando hacer fuerza para que alguien entregara su vida a Jesús.

Ni qué hablar de las cadenas de oración. Eso fue siempre obra de las mujeres, de lo que llamaban la sociedad de damas, un grupo de señoras que asustaban con sus miradas de profetizas. Ellas iniciaban una temática de oración y hacían una lista para que se apuntaran los que iban a orar a una hora determinada del día y de la noche, de tal forma que Dios no se quedara sin oraciones, para que viera nuestro esfuerzo en pedir, pues de ese modo se movería el brazo del Señor. Era una batalla contra la desgana de Dios.

Los testimonios de las oraciones respondidas podían ser de lo más subjetivo posible, pero había que testificar para que la iglesia siguiera viva. Con la llegada de los primeros pentecostales a la ciudad se copiaron sus cantos y su manera de expresar las emociones. Ahora se podía decir un amén en voz alta, por cualquier cosa que moviera al auditorio. Los pantalones seguían siendo prohibidos en las mujeres y el mascar chiclets en la iglesia. Algunas mujeres acordaron llevar el velo en sus cabezas, otras más liberales veían a los pentecostales como a los hermanitos, aquellos que no llegaban a hermanos plenamente.

Poco a poco la congregación fue viendo demonios en cualquier enfermedad o en cualquier percance. Gracias a la demonología pentecostal la soberanía de Dios (que nunca había sido nombrada en años) desaparecía por completo. El Dios que permitía las cosas daba paso al diablo que hacía las cosas. Todo era obra del demonio, lo único que había hecho el Cristo predicado era haber muerto en la cruz y estar esperando con los brazos abiertos a todo aquel que quisiera huir del diablo. La  Biblia como libro pasó a ser un objeto sagrado, de cuidado especial. Había que mantenerla limpia, darle su preeminencia física: nunca se podía caer al piso, al igual que los católicos no permitían que se les cayera una hostia al suelo.

Los más espirituales usaban Biblias más grandes, con índice, y aprendieron a subrayar textos. La evangelización era cosa seria, y para mayor impresión venían de vez en cuando, en la medida que el Señor les daba más dólares a los norteamericanos, unos misioneros que se incorporaban en una especie de turismo teológico a la iglesia. Ellos se ayudaban con los criollos y tocaban las puertas de las casas de los infieles; el que hablaba español (el criollo, no el misionero extranjero) decía que tenía un mensaje importante que darle y acto seguido el enviado, como un ángel con otras lenguas, hablaba en inglés. Eso emocionaba al oyente, el que un gringo hiciera presencia en su casa para traer un mensaje del cielo. No entendía ni una palabra, pero el criollo ya entrenado sabía que leía el libro de los Gálatas o el evangelio de Juan y traducía lo que podía y lo que no sabía se lo inventaba. Siempre con repetición de textos de la Escritura.

Al final se le pedía una decisión por Jesucristo y por la emoción muchos decían que sí, se les anotaba en un cuaderno o libreta y eran visitados por el pastor. De esa forma también se hacía evangelismo. Transcurrida la semana o la quincena, los hermanos del Norte, como se les llamaba, se despedían orando en inglés y la iglesia parecía quedar más santificada. Ese era el evangelio arminiano que siempre escuché desde niño, pero que no resistió el análisis de la razón ni del Espíritu en la medida en que escudriñaba la Biblia.

Dios no estaba buscando almas para que acudieran a decirle que sí lo aceptaban como su Señor y Salvador. En primer lugar porque siempre ha sido el Señor del universo, por eso no necesitaba de la aceptación de nadie; en segundo lugar porque el que llama es Él, y nadie resiste a su voluntad (Romanos 9). El asunto es que aunque muchos sean los llamados (se sobreentiende que no todos son llamados) pocos son los escogidos, en sus propias palabras. Por otro lado, en la cruz dijo que todo había sido consumado, que había acabado la tarea para la cual había sido enviado: salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21). En tal sentido, se predica este anuncio para que aquellos que son llamados por su gracia sean creyentes y de esa manera sean añadidos por él mismo a su iglesia. Ya no existe la culpa de nuestros pecados porque el acta de los decretos que nos era contraria fue anulada en la cruz; ya entendemos que el diablo fue hecho para el día malo y que el maligno no toca a los que son de Dios. Entendemos que tratará de engañar, si le fuere posible, aún a los escogidos de Dios. De manera que Dios es quien nos ha escogido para salvación y santificación desde antes de la fundación del mundo, y no necesita que demos nuestros nombres ni direcciones para que la iglesia haga cadenas de oración y movamos su desgana en salvarnos.

El arminianismo, además de ser un método aburrido del espíritu, es una gran mentira teológica. Es un freno de mano para el gozo del Señor en nuestras vidas, es un ataque contra la razón. Es mucho más humanista pero por eso es menos teocéntrico. El llamado de Dios es a salir de esa Babilonia, a todo aquel que sea parte de su pueblo.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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