La santidad de Dios provoca perplejidad, en cuanto dos naturalezas se contrastan: ha humana y la divina. Muchos profetas refieren la santidad de Dios, pero destaca Isaías cuando le fue dada una visión sobre Dios en su trono. Unos serafines decían: Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria (Isaías 6:3). La reacción del profeta fue la siguiente: Ay de mí! que soy muerto; que siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos (Isaías 6:5). Moisés hizo cánticos y en uno de ellos refirió los momentos en que fueron liberados de Egipto, cuando el ejército del Faraón se hundió en el Mar: Porque Dios es magnífico en santidad, terrible en loores, hacedor de maravillas (Éxodo 15:11). María se incorporó diciendo: Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete (Éxodo 15:20-21).
En la doctrina de la gracia las tres personas de la Trinidad destacan su gloria: 1) el Padre se nos muestra en tanto escoge a las personas para la vida eterna (razón de sobra para cantar su alabanza); 2) el Hijo hizo posible la redención de su pueblo (Mateo 1:21) por lo cual recibe el honor de su justicia. Pero el Hijo nos ha legado su santidad a través de la encarnación y de su forma de vida; 3) el Espíritu Santo nos regenera y santifica, ya que el Padre nos ha elegido para la santificación por el Espíritu.
Es bueno conocer el sentido del término santificación. Es el acto de hacer santo, es la separación de aquello que contamina. Dios nos escogió desde el principio para salvación, por la santificación del Espíritu y el creer en la verdad (2 Tesalonicenses 2 y 1 Pedro 1). En alguna medida, la santificación es el acto de consagrarse o separarse para un propósito sagrado. Sed santos, nos dice la Escritura. Sin santidad, nadie verá al Señor, le enfatiza la Biblia al pueblo de Dios. Sabemos que la santificación es obra de Dios, pues nos separó del mundo (ya no somos del mundo, aunque estemos en el mundo), pero en nosotros se produce una lucha por la tendencia de nuestra concupiscencia hacia lo inmundo. Tenemos una tarea por hacer, más allá de que comprendamos que Dios es el que nos ha santificado. De igual forma, Dios nos ha dado el aire y los pulmones, pero también la necesidad de respirar y la disposición de hacerlo. Nadie puede asumir que no respirará más porque Dios respirará por él. El apóstol Pablo sabía que tenía trabajo por cumplir y procuró hacerlo, no se detuvo en la quietud y pereza porque Dios había predestinado a su pueblo para salvación. No dijo que él se dedicaría a cosas más efímeras porque ya el Padre tenía todo preparado y salvaría a su iglesia. Al contrario, entendió que el Dios que predestinó los fines hizo lo mismo con los medios.
La santificación es hecha por el Espíritu Santo, pero en esta vida nosotros sufrimos la contaminación del mundo; por eso procuramos separarnos más y más de él. El profeta Isaías después de contemplar la gloria de Jehová y de proclamar su santidad, se dio cuenta de su propia falta de decoro. Un hombre inmundo de labios en medio de gente con labios inmundos llegó a ver a Jehová de los ejércitos en su majestad. Uno de los serafines voló hacia él y con un carbón encendido tocó con él su boca, quitando su culpa y limpiando su pecado.
Pablo exclamó algo parecido al considerarse miserable con su cuerpo de muerte (por el pecado que lo agobiaba, queriendo hacer lo bueno hacía lo malo que no deseaba). Nos pasa a diario, sobretodo porque estamos rodeados, como Isaías, de un pueblo de labios inmundos. La gente se queja de todo, del gobierno, de los precios altos, del trabajo desagradable, de la familia, de su propio cuerpo, de las metas no alcanzadas, de la iglesia imperfecta, de la conmoción política del planeta. Los cristianos se contaminan de la experiencia calamitosa de sus vecinos, hasta olvidarse de pensar en todo lo bueno, todo lo amable, lo que es virtuoso y digno de alabanza. Al rato también se acostumbran a proferir palabras deshonestas con su boca, convirtiéndose en seres de labios inmundos.
Tal vez Isaías se refería a que había callado su deber al no reprobar con suficiente entereza el pecado del pueblo o no había declarado la voluntad de Dios a los demás. Como si él hubiese sido reducido al silencio, así como nos sucede cuando estamos en frente de gente importante en el mundo cuya presencia nos intimida y nosotros preferimos silenciarnos. También nos lleva a entender que si este hombre de Dios sintió su impureza de labios cuánto más no ofende el mundo al Señor. No hay persona que no ofenda en palabras; Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana (Santiago 1:26). Dice también la Biblia que aún el necio cuando calla es contado por sabio.
En los tiempos de Cristo en la tierra los judíos lo consideraron una persona malvada, decían que tenía demonio y calumniaban sus milagros. Le dijeron samaritano -lo que para los de Judá era una terrible ofensa; los representantes de la doctrina de la justificación por las obras (guardar la ley) se ufanaron de ellas y se molestaron hasta el ataque contra la doctrina de la gracia. Nosotros también sentimos la incomodidad sufrida por Jesús cuando hoy enseñamos la doctrina del evangelio en medio de un mundo sucio de labios, porque la suciedad no es solamente decir improperios o palabras deshonestas sino proferir doctrinas falsas.
La razón del trauma de Isaías estribó en que sus ojos habían visto al Rey, al Señor de los ejércitos (al Señor Jesucristo, quien es el Rey de Reyes y Señor de Señores). Esta visión espiritual del profeta fue gloriosa y deleitosa; pero en lugar de decir que era un hombre feliz por haber visto tal realidad del Dios viviente, se lamentó en su pecado.
Jesucristo afirmó que la luz en las tinieblas resplandece, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Mirar a Cristo -como lo hizo Isaías- implica reconocer que estamos hechos de una masa contaminada de errores (de pecado), de una falsa concepción del Dios revelado (por lo cual se nos manda al arrepentimiento, al cambio de mentalidad en cuanto a quién es Él). El serafín que llevaba el carbón encendido hacia los labios impuros del profeta representa el evangelio del perdón en virtud de la sangre derramada por el Hijo de Dios. De allí que la Escritura nos anima a arrepentirnos y a creer en el evangelio.
Al considerar la inmundicia de labios del profeta debemos considerar la nuestra; valgan los consejos de la sabiduría bíblica para que aprendamos la contención necesaria de nuestros labios y nos ejercitemos en la fluidez de la palabra apropiada:
En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente. El que carece de entendimiento menosprecia a su prójimo; mas el hombre prudente calla. El hombre será saciado de bien del fruto de su boca; y le será pagado según la obra de sus manos. Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la lengua de los sabios es medicina. El que guarda su boca guarda su alma; mas el que mucho abre sus labios tendrá calamidad. En toda labor hay fruto; mas las vanas palabras de los labios empobrecen. La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor. La lengua apacible es árbol de vida; mas la perversidad de ella es quebrantamiento de espíritu. El hombre se alegra con la respuesta de su boca; y la palabra a su tiempo, !cuán buena es! El corazón del justo piensa para responder; mas la boca de los impíos derrama malas cosas. El sabio de corazón es llamado prudente, y la dulzura de labios aumenta el saber. El corazón del sabio hace prudente su boca, y añade gracia a sus labios. El que ahorra sus palabras tiene sabiduría; de espíritu prudente es el hombre entendido. Aun el necio, cuando calla, es contado por sabio; el que cierra sus labios es entendido. La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos. El que guarda su boca y su lengua, su alma guarda de angustias (Proverbios 10:19; 11:12; 12:14,18; 13:3; 14:23; 15:1,4,23,28; 16:21,23; 17:27,28; 18:20,21; 21:23).
César Paredes
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