Domingo, 28 de abril de 2013

Los eventos se suceden, o nos encontramos en medio de una situación y esto nos lleva de inmediato a evocar algún pensamiento. Lo que hemos pensado nos conduce por la ruta de la emoción y de inmediato nos sentimos bien o mal, dependiendo de lo que se tejió en nuestra mente. Supongamos que alguien recibe una noticia o una invitación de trabajo, o es invitado a un encuentro con otras personas, pero los pensamientos que tiene son adversos a ese evento. Tal vez busque el fundamento de ellos, a lo mejor hilvana argumentos para sustentar lo mal pensado que es. Algún recuerdo de la infancia o de otro acontecimiento vivido puede brindar la posibilidad de justificar aquello que se ha imaginado como la respuesta a la invitación o a la noticia dada. Pero podemos suponer lo contrario, la acumulación de gratas experiencias puede inclinar la balanza hacia pensamientos afirmativos que permitan un accionar provechoso. La razón de todo ello puede radicar en el hecho de que nuestro pasado está cargado de experiencias que pretenden ser la base científica de lo que debemos pensar, de tal forma que los pensamientos (negativos o afirmativos) surgen como respuesta lógica de alguna vieja situación.

Pero nuestro deber como cristianos nos conduce a seguir el planteamiento que ha hecho nuestro Dios en relación a lo que debemos pensar. Más allá de nuestras situaciones pasadas, existe una declaración hecha por el Altísimo acerca de que nuestros pecados fueron sepultados en lo más profundo de la mar. Además, se nos ha informado que el acta de los decretos que nos  era contraria ha sido clavada en la cruz de Jesucristo. Con esto en mente, nuestros pensamientos deben convertirse en afirmativos y virtuosos, para usar el término bíblico, de tal forma que nada habrá de detenernos en el camino hacia el futuro.

Una invitación a cenar, un reto para emprender un estudio formal, la realización de un trabajo particular, suelen ser escenarios o situaciones que pueden llegarnos. Si nuestros pensamientos son puros, dignos, virtuosos, dignos de alabanza, honestos y justos, entonces la emoción que sentiremos será la alegría, el optimismo, el placer de la grata experiencia que nos aguarda. Al parecer, la fe es precisamente esa certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Si esperamos todo lo bueno, lo digno, lo justo de Dios, lo que es digno de alabanza, de seguro tendremos aquello que esperamos de Él.

Sin embargo, muchos creyentes se encuentran atrapados de momento en un bosque de pensamientos oscuros. La emoción que les viene en consecuencia es el estado depresivo, la negación de la paz de Dios. Estas personas se convierten en sus propios profetas del desastre y sus acciones los llevan a la profecía de auto-cumplimiento. Es decir, lo que piensan que sucederá les ocurre. Pero esto mismo ha declarado Dios para los impíos, cuando dijo: Lo que el impío teme, eso le vendrá.  No obstante, si se piensa en todo lo injusto o impuro, en lo indigno de alabanza, en lo deshonesto o lo que no es virtuoso, se terminará con una emoción de fracaso y se buscará apoyar con nuestros actos lo que hemos pensado. Si esto sucede con los creyentes, es un deber examinarse a sí mismo para ver si estamos en la fe.

Generalmente, una persona es atrapada en medio de sus pensamientos negativos cuando su alma está atada a su propio pasado, a su experiencia con el mundo. Pero el creyente es conminado a pensar afirmativamente por la sencilla razón de que Dios ya no se acuerda de sus pecados. Si valoramos la palabra pecado, podemos estar gozosos de lo que significa esa declaración divina. Pecar es errar el blanco; es fallar el objetivo. Nuestros errores nos conducen a tejer la manta del fracaso y el psicoanálisis nos reafirma la vieja culpa infantil. Nada más lejos de lo que la Biblia nos quiere decir al declararnos libres de la culpa que ya llevó Jesucristo en la cruz.

Claro que seguimos equivocándonos con Dios y con nuestros semejantes, pero eso no puede ser motivo de crisis existencial; más bien debe ser motivo de alegría al recordar lo que la Biblia dice al respecto. El apóstol Juan nos dijo que si hemos pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo. Si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios. Con esto en mente los pensamientos tienen que ser virtuosos, dignos de alabanza, puros; esto quiere decir que no tenemos que andar mirando hacia el pasado donde la memoria y la carne nos quieren sepultar.

Cuando Dios escogió a su pueblo para que Jesucristo lo justificara en la cruz lo hizo a pesar de nuestros errores. Más bien, porque hemos sido pecadores Su Hijo fue enviado a morir por nosotros y a cargar con toda la culpa. Dice la Escritura que el Hijo de Dios fue hecho pecado por nosotros; sin embargo, una vez que pagó nuestro rescate con su vida y su sangre no tenemos ninguna razón judicial-espiritual para sentirnos abochornados.

Por eso el apóstol Pablo declaró que debemos pensar adecuadamente en todo lo que es virtuoso y digno de alabanza, debemos tener pensamientos puros. Y nada más impuro que estar escarbando en los errores (pecados) que ya fueron perdonados y de los cuales el Señor prometió no recordarlos más. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos.

Por lo tanto, los pensamientos adecuados y honorables nos conducirán a tener emociones adecuadas para comportarnos y para responder adecuadamente en medio de las situaciones y eventos presentados. De nuevo, si hemos sido invitados a una reunión de trabajo, de placer, o a la realización de un determinado esfuerzo profesional o de cualquier índole, nuestra actitud ha de ser la de caminar hacia adelante con la alegría que brinda el saber que Dios está de nuestro lado animándonos a realizar aquello que Él mismo ha sugerido que hagamos. Para tener la certeza de las emociones sanas conviene practicar lo que enseña el texto mencionado en Filipenses 4:8: Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad.

El profeta Isaías nos dijo: Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados (errores) (Isaías 43:25); el profeta Miqueas escribió: El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados (Miqueas 7:19). ¿En qué vamos a pensar? Tenemos que apuntar bien el objetivo de nuestra mente, pues no conviene malgastar lo que nos ha sido regalado por el Padre. No se trata de que podamos perder esta salvación tan grande, sino de que la descuidemos y padezcamos hambre y sed en medio de la abundancia. Sería un sinsentido que por un acto de recriminación habitual tengamos que acudir a mirar los viejos saldos rojos que fueron perdonados; es un contratiempo desparramar la gran paz y seguridad que el Padre nos ha dado. No en vano se escribió que el pueblo de Dios perece por falta de entendimiento, de manera que no vayamos a extraviarnos en la selva de la angustia y del dolor por causa de un pasado que no podemos cambiar.

La Escritura ha dicho que para los que estamos en Cristo las cosas viejas pasaron y todas son hechas nuevas; y esto no tiene que ver solamente con la vida antes de ser creyentes, sino con el día a día que vamos dejando atrás. Siempre hay errores y ellos ya fueron perdonados, si bien tenemos que confesarlos; ya estamos limpios, dijo Jesús, solamente tenemos que lavarnos los pies. Urge hacer una gran diferencia en lo que el común de las personas del mundo llaman pensamiento positivo y lo que acá se expone. Dentro de la vida cristiana no podemos esgrimir tal concepto, pues lo que el mundo ve como positivo puede ser algo muy negativo para Dios. No se trata de ponerle fe a las cosas para que nos salgan bien; no es un asunto de concentración mental o de influencias extrañas que llamamos positivas o lumínicas, se trata de un acto de conciencia de lo que Jesucristo hizo por su pueblo en la cruz.

Si somos pueblo de Dios, somos conminados a tener un pensamiento firme en todo lo que sea honesto y virtuoso, de tal forma que nuestras emociones nos brinden el ánimo suficiente para ejecutar las acciones pertinentes. La diferencia entre el pensamiento positivo del mundo y pensar todo lo bueno y digno de alabanza se exhibe cuando ponemos la mira en las cosas de arriba y no en las de la tierra. Creo que con esto se despeja cualquier duda en relación a qué tipo de pensamiento nos estamos refiriendo.

Finalmente, el mismo autor de este mensaje a los Filipenses escribió que todo lo podemos en Cristo que nos fortalece, pues también dijo que a los que a Dios aman todo ayuda a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Con esto en mente vivamos confiados en que la vida que llevamos en Cristo elimina cualquier paranoia y nos devuelve la confianza natural de un niño en brazos de un buen padre de familia.  El énfasis de la seguridad se acentúa si pensamos que el Padre celestial nos ha amado con amor eterno y nos ha llamado hijos de Dios.

Por lo antes dicho, sea dentro de la iglesia o se trate de un simple hermano en la fe, cada creyente debe comprender que no solamente sus pecados fueron lanzados al fondo del mar, sino que lo mismo sucede con los de sus otros hermanos en Cristo. Esto es propio recordar siempre, no sea que nos pasemos la vida religiosa con la lupa de la crítica y con el comidillo del chisme, hablando y señalando de los viejos pecados ya perdonados y olvidados de los hermanos. Los pastores tienen en más estima pedir a un hermano que ha caído (utilizando la jerga de los evangélicos) que darle el púlpito para que dé un sermón, si tiene el talento para ello. Estos pastores no han entendido que quien es capaz de lo más es capaz de lo menos, pues hablar con Dios es superior a hablar de Dios.  Lo mismo sucede con la cultura de la Cena del Señor: muchos no la comen en virtud de sus viejos pecados, pero sí pueden orar en público o en privado porque parece ser que eso es inferior a recordar la muerte de Jesús el Cristo. Nada más lejos de la realidad espiritual: orar es hablar con Dios, lo cual es superior a recordar la muerte del Señor.

La práctica del perdón entre los fieles debe ser absoluta, como lo es también la que el Padre ha hecho de nosotros. Si perdonamos a otros sus ofensas, Dios nos perdonará también a nosotros.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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