Lunes, 08 de octubre de 2012

Tal es el título de uno de los más célebres escritos de Lutero, el conocido reformador alemán. Lo escribió a petición insistente de muchos de sus amigos, como respuesta a Erasmo de Rotterdam, quien era el más firme expositor del Libre Albedrío. La contraposición de Lutero, como deja ver el nombre de la obra, es El Siervo Albedrío. Arbitrio o albedrío significa voluntad, de manera que libre albedrío toca a la voluntad gobernada por el apetito, por el capricho, antes que por la razón. No obstante, el sentido dado por Erasmo se circunscribe a la libre voluntad del hombre en escoger su propio camino y destino, sobre todo en materia de fe.

Justo es reconocer que Erasmo fue un precursor crítico de la iglesia de su tiempo. Decía que ella estaba cargada de supersticiones, corrompida por los errores que arrastraba. No obstante, su crítica fue silenciada por la seducción del poder eclesiástico, al preferir permanecer en ella y disfrutar de su benevolencia imperial. Su actitud pudiera compararse, en alguna medida, a lo que le sucedió años después a Enrique IV, un protestante hugonote quien se vio forzado por la Liga Católica a abjurar de su fe en varias oportunidades. Cuando tenía un respiro, se volvía a su antigua fe, pero como nube llevada por los vientos, en su deseo de seguir como rey y gobernar Francia, decidió abjurar de nuevo de su fe calvinista y profirió su célebre frase: París bien vale una misa (Paris vaut bien une messe).

En la lucha por definir la teología central que ocupaba la Reforma, Lutero se enfocó en lo que consideró el corazón del evangelio: el pecado original en el hombre caído. La ley no pudo hacer nada por regenerar al hombre, lo cual dejaba a éste a la merced de Jesucristo. La gracia no podía ser entendida si no se comprendía la absoluta inhabilidad humana para su redención. Pero la posición de Roma era diferente y a ella se aferraba Erasmo. Este escribió que el hombre obtiene la salvación en forma independiente de la voluntad absoluta de Dios, lo que es lo mismo, la salvación se obtiene porque Dios prevé cualquier acción humana para recibirla. En otros términos, Erasmo creyó que el hombre no estaba totalmente corrompido como para necesitar que Dios hiciera todo en materia salvífica; el hombre podía colaborar con su libre voluntad.

Pero Lutero entendió que lo expuesto por Erasmo no era más que pelagianismo o semi-pelagianismo.  Las enseñanzas de Pelagio decían que el pecado de Adán lo había afectado a él solamente; tanto la ley (el camino de las obras) como el evangelio (la prédica de la gracia en colaboración con el hombre) llevaban ambas al reino de los cielos. Lutero entendió que continuaba batallando con la vieja herejía de Pelagio, pero ahora en manos de un ilustre humanista amparado por las fuerzas del poder eclesiástico de Roma. El reformador alemán se refugió en el criterio bíblico de que la condición natural del hombre caído no es sino pecado, en tanto miembro del reino de Satanás. La razón humana sigue ciega y su voluntad hostil a Dios; pero lo que es peor, el hombre tiene su arbitrium (voluntad) inclinada hacia el pecado.

Erasmo sostenía parte de su tesis en el hecho de considerar incomprensible la Escritura. Decía que existen algunas partes de ella que no son distinguibles para el pueblo, que requieren un esfuerzo especial al examinarlas. Que la materia de la predestinación se vuelve incomprensible e inaccesible. Escondido en esa tesis católico-romana, en donde se hace meritoria la presencia de intérpretes, la iglesia tendría siempre la última palabra en descifrar cómo se habrá de entender. Mas Lutero le respondió mostrándole su centro de error: Tú, pues, al aducir el dicho de Pablo: "Incomprensibles son sus juicios", pareces haber referido el pronombre "sus" a las Escrituras. Mas Pablo no dice: "Incomprensibles son los juicios de las Escrituras", sino "los de Dios". Igualmente, Isaías en el capítulo 40 no dice: "¿Quién conoció la mente de las Escrituras?", sino "la mente del Señor" (De Servo Arbitrio. III).

Si bien las Escrituras no hablan del cómo en algunos casos, sí muestra con claridad lo que quiere mostrar. Pues en ella se exhibe el concepto de la Trinidad, mas no lo explica; pero los arrianos no alcanzan a ver los claros testimonios en cuanto a que la Divinidad es trina, y en cuanto a la naturaleza de Cristo como Dios hecho hombre. Pero las Escrituras presentan una doble claridad: 1) una exterior (in verbi ministerio posita), puesta en el ministerio de la palabra, a nivel de la superficie; 2) otra (in cordis cognitione sita), situada a nivel de la cognición del corazón. En este nivel interior ningún hombre está capacitado para entender siquiera un j, asegura Lutero, por cuanto la humanidad tiene el corazón entenebrecido, aunque se supiesen de memoria la letra de las Escrituras. Nada percibirían de ella ni tendrían un conocimiento verdadero.

Como la humanidad no conoce a Dios no cree en él, más bien asume que no existe (Salmo 13). De allí que se haga imprescindible el poder del Espíritu Santo para poder entender las Escrituras en cualquiera de sus partes. Sin embargo, a nivel externo no hay nada oscuro o ambiguo, sino que está expuesta a la luz de la certeza, declarada a todo el orbe. Desde esta perspectiva, Erasmo se equivocaba al presumir que la predestinación y otros conceptos eran difíciles de comprender, pues en el plano superficial no hay nada que presente tropiezo para su inteligibilidad. El problema de fondo es que no se cree en lo que Dios dice, de allí nace la dificultad.

Erasmo había dicho que Dios era benevolente, justo y misericordioso. En tal sentido, el hombre podía acudir a Él por su libre voluntad. Pero Lutero le recriminó su parcialidad en materia de definiciones: si Dios es por naturaleza justo y clemente, se sigue que es inmutablemente justo y clemente (pues Dios no cambia). Pero lo que se dice de la justicia y clemencia hay que decir también de su saber, sabiduría, voluntad y demás atributos que le acompañan. Si el hacer estas aserciones es de provecho para la salvación, ¿cuánto más lo será conocer acerca de la presciencia de Dios como un necesario acontecer de lo pre-sabido? Con esta reflexión, Lutero está poniendo en evidencia que Erasmo en un momento dado hablaba de la magnificencia de los atributos de Dios, pero cuando le convenía evadir el terreno de lo necesario de las contingencias en materia de pre-conocimiento, esquivaba la responsabilidad y consideraba la materia como asunto irreligioso, una cosa superflua.

Sabemos que Dios es sabio y no puede ser engañado; sabemos que posee una voluntad eficaz, sin que pueda ser impedida, ya que su voluntad proviene del poder esencial mismo que le es inherente. Entonces todo cuanto hacemos y cuanto ocurre, aunque parezca ocurrir de manera cambiante (mutabiliter et contingenter fieri), acontece en forma necesaria (necessarius est). Y es que lo necesario no puede ocurrir de otra forma delante de Dios. De allí que si su voluntad no puede ser impedida, su obra no puede serlo tampoco, y se producirá en forma, lugar, modo, tiempo y medida en que Dios lo pre-sabe y quiere.  En Isaías se dice:  Mi consejo permanecerá, y mi voluntad se hará, y Lutero le pregunta a Erasmo: ¿y qué niño hay que no entienda lo que quieren decirnos estas palabras: Consejo, voluntad, se hará, permanecerá?

Lutero expone la popularidad del concepto de la voluntad infalible de Dios, concepción grabada por los poetas clásicos en sus obras siempre conocidas. Cita a Virgilio quien ha mencionado incontables veces al destino (fatum), para indicar que el destino puede más que todos los esfuerzos humanos. Por eso se ha hecho tan popular el decir si Dios quiere, así lo quiso Dios. Pero los que pretendieron ser sabios se apartaron a tal punto de este concepto que su necio corazón fue entenebrecido (Romanos 1), pasando por alto incluso a los poetas, al pueblo y a la conciencia de ellos mismos.

Erasmo utilizó a favor de la tesis del libre albedrío a los propios mandamientos de Dios, pues ¿qué sentido tendrían?  Pero también se valió de un texto del libro apócrifo Eclesiástico: Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío...Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano (Eclesiástico 15). Lutero no evadió la respuesta, a pesar de tratarse de un libro apócrifo, esto es, no inspirado. Sin obviar el argumento, señaló que Dios nos ha puesto a prueba para llevarnos mediante la ley al conocimiento de nuestra impotencia. Citó a Pablo en Romanos 3:20, en donde se ha enfatizado que por medio del mandato se conoce mejor el pecado. A pesar de que el hombre está muerto en sus delitos y pecados, a pesar de que está ciego porque el príncipe de este mundo le cegó el entendimiento a los incrédulos, Dios los confronta con su ley divina, para que se cure su ignorancia y se despierte de su ceguera. Este es el método escogido por Dios, el cual garantiza la visión y la resurrección a sus escogidos.

Pero Erasmo ha sido enfático en el mismo esquema de todos los pelagianos y semipelagianos, en suponer que si no hay libre albedrío Dios sería cruel e injusto, y así lo expuso. Erasmo dijo también que no había cosa más inútil que llevar al conocimiento público esta paradoja: Todo cuanto hacemos lo hacemos no por libre albedrío, sino por mera necesidad, y aquella declaración de S. Agustín: Dios obra en nosotros tanto lo bueno como lo malo; sus buenas obras en nosotros las recompensa, y sus malas obras en nosotros las castiga. Todo cuanto hacemos. Erasmo argumentó que el vulgo se volvería a la impiedad si se le enseñara que no existe tal libertad, que todo cuanto acontece es por necesidad. Que la única forma de que el hombre malo enmiende su vida es asumiendo su libertad para hacerlo, no bajo un destino que le es irrevocable. Por otro lado, ¿quién creería que Dios le ama? ¿o quién lucharía contra su carne? Tal parece que lo que el ilustre humanista ha señalado es lo mismo que se dice hoy día por el objetor moderno, en palabras más o menos similares. Así parece haber opinado John Wesley, cuando abjuró de tal Dios, o el mismo Spurgeon, en su predicación titulada Jacob y Esaú diciendo: That teaching I cannot understand. My soul revolts at the idea of a doctrine that lays the blood of man's soul at God's door. I cannot conceive how any human mind, at least any Christian mind, can hold any such blasphemy as that (Esta enseñanza no la puedo comprender. Mi alma se rebela a la idea de una doctrina que pone la sangre del alma del hombre a las puertas de Dios. No puedo concebir cómo ninguna mente humana, por lo menos cualquier mente cristiana, pueda sujetar semejante blasfemia como esa).

Por un lado, el príncipe de los metodistas abjura del Dios de la Biblia, y en orquesta con él el príncipe de los predicadores se rebela contra la idea concebida por el Dios de la Biblia.  El Espíritu claramente expuso a través del apóstol Pablo en Romanos 9: 11 y 22, la afirmación de que Jacob y Esaú fueron escogidos antes de hacer bien o mal (verso 11), y que los vasos de ira fueron preparados para destrucción (verso 22). Acá se usa la voz pasiva, de manera que no fueron ellos quienes activamente se prepararon a ellos mismos, sino que fueron entes pasivos preparados por un sujeto activo llamado Dios. Aquellos dos príncipes parecieran haber caído en la trampa de otro príncipe más astuto, el de este mundo.

Lutero le respondió a Erasmo, en el asunto de las paradojas, que ¡a lo mejor tu Creador tiene que aprender de ti, su criatura, qué es útil y qué es inútil para ser predicado; y ese Dios tonto o imprudente hasta ahora no sabía qué debía enseñarse hasta que tú, su maestro, le prescribiste el modo cómo podía llegar a comprender las cosas, y cómo tenía que impartir sus órdenes; como si él mismo hubiese ignorado, de no enseñárselo tú, que lo que tú presentas, sigue de esta paradoja! Por lo tanto: si Dios quiso que tales cosas se dijeran en público y se divulgaran, y que no se reparase en lo que sigue de ellas, ¿quién eres tú para prohibirlo? El apóstol Pablo trata las mismas cosas en su carta a los Romanos, no a escondidas, sino en público y ante todo el mundo, sin imponerse ninguna restricción, y además, en términos aun más duros y con toda franqueza, diciendo: "A los que quiere endurecer, endurece" y "Dios, queriendo hacer notoria su ira", etc. ¿Qué palabra más dura hay -pero sólo para la carne- que aquella de Cristo: "Muchos son llamados, pero pocos escogidos" y "Yo sé a quiénes he elegido"? Por supuesto, a juicio tuyo todo esto es lo más inútil que puede decirse por la razón de que -así lo crees- induce a los hombres impíos a caer en desesperación, y a odiar a Dios y blasfemar de él (De Servo Arbitrio. IV).

En ese tono transcurre la disertación de Lutero acerca de su Servo Arbitrio, en la contundente respuesta que le da a Erasmo, luego que éste publicara su famosa Diatribe seu collatio de libero arbitrio (Sobre la Diatriba del Libre Albedrío), en 1524. Agrega Lutero que Satanás infundió temor de leer las Sagradas Escrituras y las hizo aparecer como algo despreciable, para que en la misma iglesia reinara su propia peste extraída de la filosofía. Reconoce que en la Biblia hay muchos pasajes obscuros y abstrusos, pero no por lo excesivamente elevado de los temas, sino por nuestra ignorancia en materia de vocabulario y gramática. Sin embargo, estos pasajes no impiden que se puedan entender todas las cosas en las Escrituras, de la misma manera que nadie puede negar que en una fuente pública haya luz por el hecho de que no la vean quienes viven retirados en una callejuela; antes bien, todos aquellos que están en la plaza la pueden ver.

El tema del libre albedrío tiene siglos en los debates teológicos y filosóficos, se volvió un tema tratado por la literatura clásica. La tragedia griega demuestra el carácter trágico del hombre al no poder eludir el consejo de sus dioses. Ha sido reinsertado en la iglesia una vez más, hasta volverse un dogma en su Contrarreforma. El Concilio de Trento ha declarado maldito a todo aquel que niegue tal doctrina. Tal parece que muchos hoy día le temen a la maldición romana y andan como las curianas corriendo de un lado a otro, asumiendo como verdad la mentira cocida en los pozos del abismo. El Dios soberano no comparte su gloria con nadie, mucho menos con el hombre caído.

César Paredes

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