Algunos cuando miran la predestinación de Dios se quejan de su falta de amor por toda la humanidad: ¿por qué unos sí y otros no? Pero no se dan cuenta de que el dios del libre albedrío deja de amar al resto de los que no le aceptan. De manera que deberían preguntarse igualmente: ¿qué amor es ese? ¿Es un amor condicionado en la respuesta? ¿No se dice que el amor es incondicional, que todo lo soporta? Es por eso que el Dios de la Biblia ama indefinidamente a quienes Él mismo ha escogido como objeto de su amor. El no condiciona su afecto, ni lo desperdicia en quienes ha decidido no amar nunca.
Desde esa perspectiva, los creyentes están levantados en una roca sólida de la que nunca serán removidos. El Padre no es una persona inconstante en su amor, no nos ama un día para odiarnos otro. Sin cambio de humores, sabía perfectamente a quiénes estaba haciendo objeto de su amor, de manera que jamás le sorprenden nuestros errores. Pedro negó al Señor tres veces, y eso fue predicho por Jesús. Si el Señor hubiese sido un líder político, de seguro lo hubiera desechado como miembro del partido y como amigo. Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia (Jeremías 31:3). Y es que no puede ser de otra forma, los decretos de Dios son eternos y no hay mudanza en él. De los impíos dijo que estaba airado contra ellos todos los días (Salmo 7:11), por lo cual no acepta el sacrificio de ellos, pues es abominación ante su presencia (Proverbios 15:8). Al contemplar el amor de Dios hay que mirar a su odio. Ambas cosas hace el Altísimo, con las cuales nos muestra el contraste: las dos actividades son eternas.
¿Qué sucede con el perdón, entonces? En la oración sacerdotal de Jesús, éste dijo: He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste (Juan 17:6). Aunque nosotros éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás (Efesios 2:1-3), éramos del Padre. ¿Cómo explicar esta situación? No es posible decir que nunca necesitamos el arrepentimiento porque ya éramos amados por Dios desde la eternidad. Sabemos que la Escritura habla del amor de Dios desde antes de la fundación del mundo (antes de que hiciesen bien o mal, como afirma Pablo de Jacob y Esaú), que nuestros nombres han estado escritos en el libro de la vida desde la fundación del mundo (Apocalipsis 13: 8 y 17:8), que el Cordero de Dios fue destinado desde antes de la fundación del mundo (1 Pedro 1:20, Apocalipsis 13:8), que fuimos escogidos o predestinados en amor (Efesios 1:5). Según estos textos y muchos más fuimos amados siempre por Dios, con amor eterno, como se lo dijo al profeta Jeremías.
Pero éramos por naturaleza hijos de la ira, lo mismo que los demás. La clave acá está en el sintagma preposicional por naturaleza. Esta preposición por puede ser en este caso de calidad o causa: por causa de nuestra naturaleza, por la calidad de nuestra naturaleza éramos hijos de la ira. Más allá de que hayamos sido amados por Dios desde la eternidad, como Dios sometió la creación a vanidad (Romanos 8:20), Jesucristo vino a buscar lo que se había perdido. ¿Qué se había perdido que Jesucristo tomó interés en venir a buscar? No fue a toda la raza humana, sino a los suyos, ya que su propósito y misión era salvar a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21). Si los amados de Dios estaban perdidos (como algunos todavía deambulan en este mundo) en sus delitos y pecados, si son objeto de su ira lo mismo que el resto del mundo (los demás), entonces la ira de Dios se enfoca en el espacio tiempo que es la dimensión en que habitamos actualmente. Aquí y ahora la humanidad sin Cristo es objeto de la ira de Dios, pero desde la eternidad, los que fueron destinados como objeto de su amor, son amados por siempre. No hay contradicción en los términos, se es amado con amor eterno, pero se es azotado bajo su ira por causa del deterioro producido por el pecado.
En la mente y en el decreto de Dios hemos sido siempre suyos, como lo demuestra Jesucristo en su oración sacerdotal: tuyos eran y me los diste. En el espacio tiempo donde nacemos, estamos desde el vientre de nuestra madre confeccionados en pecado (como lo ilustró David en el salmo 51:5), lo cual nos hace objeto de la ira de Dios. No obstante, como Dios es coherente con lo que ama y quiere y dispone, su ira hacia nosotros ha sido soportada con paciencia hasta que el Espíritu opera el nuevo nacimiento en sus escogidos. Vemos en la ilustración de Pablo en Romanos 9 que Dios soporta con paciencia los vasos de ira preparados para destrucción; ¿cuánta más paciencia no habrá de tener para con los vasos de gloria, preparados para alabanza de su nombre, objetos de su amor, que están por un breve momento calificados como hijos de la ira lo mismo que los demás? Allí se visualiza mucho mejor el gran amor que nos ha dado el Padre, al hacernos llamar hijos de Dios.
Tenemos un ejemplo en el apóstol Pablo. Era judío, perseguidor de los cristianos. Había participado en el asesinato de Esteban, aupando a los matones y sosteniendo incluso las ropas del mártir. Se jactaba de ir casa por casa para arrastrar a los creyentes hacia terribles castigos. Pudo incluso haber ocasionado que muchos de ellos llegaran a negar al Señor. En esas actividades, Saulo de Tarso era por naturaleza hijo de la ira de Dios, lo mismo que los demás, pero el apóstol afirmó que el Señor lo había apartado desde el vientre de su madre, para llamarlo por su gracia (Gálatas 1:15). Un caso parecido o peor aconteció con Manasés, rey de Judá. Este rey se apartó de los caminos de Jehová y sacrificó ofrenda a los dioses, incluso dentro del templo de Dios. Enseñó al pueblo a prevaricar, a irse en pos de dioses extraños; pasó por el fuego a sus propios hijos en ofrenda a divinidades paganas. Hizo cosas abominables, pero oró a Dios y estando en la cautividad fue devuelto a su tierra y pudo verificar en su vida cómo Dios lo restituía a su antigua posición habida en su reinado. Semejante perdón nos deja perplejos por unos instantes: el hombre que pasó por fuego a sus propios hijos pequeños, el que sirvió de mal ejemplo ante miles, de manera que se fueron a la perdición eterna, recibe el perdón por causa del amor eterno de Dios, al ser restaurado plenamente a su reinado y a la instancia del poder. El hijo pródigo es otro ejemplo conocido. Ahora bien, ¿podemos decir que Pablo era feliz cuando era objeto de la ira? El mismo dijo que todo lo anterior de su vida fuera de Cristo lo tenía por basura; Manasés se arrepintió en su largo sufrimiento cuando fue llevado a la cautividad, donde era objeto de la ira de Dios; el hijo pródigo quedó asqueado del hedor de los cerdos y de la vida miserable que llevaba en sus chiqueros -lo cual representa muy bien la ira de Dios para él. No hay contradicción entre el amor eterno y la ira temporal en los escogidos. El ladrón de la cruz vivió sin el conocimiento del Altísimo, sin su gracia impartida, andando a la deriva en una vida oprobiosa que le valió la condena de la crucifixión. El mismo lo admitió, no dijo que había sido condenado por falsas acusaciones, sino que merecía dicho castigo. De manera que esa vida estuvo sometida a la ira de Dios, pero el amor eterno se manifestó en un punto de la historia donde recibió el gozo de la salvación.
Ese amor eterno continúa aún después de la caída del creyente. Unas palabras muy elocuentes lo atestiguan: Si profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad (Salmo 89: 31-33). Pero no existe ninguna habilidad de parte del hombre no regenerado. En su naturaleza muerta, digna de ser representada por cualquier artista plástico, no tiene deseos por Dios. De allí que nos hagamos una pregunta: ¿No es el deseo por Dios de Dios? Ciertamente sí lo es y ello constituiría una clara evidencia de pertenecer al grupo de sus hijos. Sin embargo, una cosa es el deseo como respuesta a su amor (le amamos a él porque él nos amó primero), y otra es el deseo generado por la actividad religiosa. Los judíos tenían celo de Dios, esto es: fervor, calor, ardor, fuego, vehemencia, adhesión, sentimientos cálidos de gran entusiasmo a favor de Jehová, pero Pablo les dijo que estaban perdidos porque esos celos no eran conformes al conocimiento del evangelio (Romanos 10:1-3). De allí que es importante que cada quien examine su afecto por Dios, si es debido a fervor religioso, a trabajo institucional, o en realidad obedece al nuevo nacimiento.
Muchos tienen a la institución religiosa como su fondo de comercio. Son cumplidos gerentes en sus oficinas, tratan a los fieles como sus clientes, reciben beneficios económicos y de mucha índole por su trabajo. En otros términos, se hacen dignos de su salario. Pero más allá de eso, su ropaje de oveja no les alcanza para estirarse hacia el amor al prójimo y mucho menos a Dios. En ocasiones sus preferencias políticas re-direccionan sus preferencias afectivas en la iglesia donde trabajan. De igual forma sucede con muchos miembros de ese nuevo club social que han llamado comunidad eclesiástica. El afán por incorporar seguidores al grupo ha pasado por mejorar la técnica del llamado. El mensaje se ha adaptado a las necesidades particulares de los prospectos, la meta se ha rebajado para que sea alcanzable por la mayoría, e incluso se ha dicho que sería conveniente darle una oportunidad a Cristo, que si no conviene podría ser devuelto en un término de sesenta días (dicho por Rick Warren, el autor de Una vida con propósito).
Somos las primicias del Espíritu y tenemos el sello del Espíritu. Esas son dos pruebas irrefutables del amor del Padre en nosotros. El propósito de la elección es que seamos para alabanza de su gloria. Fuimos sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hacia la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria (Efesios 1:12-14). Pero existe otra actividad de importancia realizada por el Espíritu en nosotros. El Espíritu es nuestro testigo (1 Juan 5:10), el cual fue enviado como el Consolador que está con nosotros para siempre. Este es el Espíritu de verdad que el mundo no puede recibir, pero que mora en los hijos de Dios (Juan 14:17). De manera que por ahora podemos contabilizar tres elementos probatorios dentro de nuestra vida de creyentes: Se nos ha dijo que: 1) somos las primicias del Espíritu (2 Corintios5:5); y 2) tenemos el sello del Espíritu, nuestras arras o garantías, (Efesios 1:13); 3) el Espíritu testifica dentro de nuestro espíritu (Romanos 8: 16).
Recordemos lo que Jesús dijo de sus ovejas, que oirían su voz pero que no conocerían la voz de los extraños. Son dos voces desde siempre, dos puertas, dos caminos. Las ovejas oyen la voz del pastor, no escuchan al extraño, sino que más bien huyen de él (Juan 10: 5). El testigo que tenemos en nuestro espíritu impide que sigamos al extraño, porque nos conduce a toda verdad. Mal puede alguien suponer que anda en caminos de herejías pero no ser herético; que cree otro evangelio diferente sin que sea llamado anatema (maldito); tener celo por Dios pero no conforme a entendimiento; contradecir las palabras de Jesucristo y pretender ser llamado teólogo de vanguardia; añadir a las palabras de Dios y no estar incurso en la condenación que conlleva; ampliar el objeto de la expiación para pisotear la sangre de Jesucristo; evaluar al hombre como residualmente bueno cuando ha sido declarado muerto en delitos y pecados; pretender que la gracia salvífica es resistible, cuando irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios; afirmar que se puede perder la salvación dada por gracia, como si tuviésemos poder para escaparnos de las manos de Cristo; afirmar que nuestra elección depende de lo que Dios previó de positivo en nosotros, cuando éramos por naturaleza hijos de la ira como los demás, cuando no hay justo ni aún uno, cuando Dios escogió a Jacob y a Esaú antes de que hiciesen bien o mal. Quienes así piensan, es obvio que no tienen al Espíritu como testigo dentro de sus espíritus, no han sido sellados y no pueden ser tenidos como sus primicias.
Ese testigo que habita en nosotros nos ayuda en nuestras oraciones a pedir como conviene, pero el que aparta su oído para no oír la ley, su oración también es abominable (Proverbios 28:9). Apartar el oído para no oír la ley es presuponer vivir en los errores mencionados en el párrafo anterior, por lo cual su oración no es oída y resulta en abominación. He allí el llamado de Juan: Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ése sí tiene al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: !Bienvenido! Porque el que le dice: !Bienvenido! participa en sus malas obras (2 Juan 1:9-11). El que se extravía es porque oye la voz del extraño, lo que es lo mismo: no es oveja, pues las ovejas oyen al pastor y le siguen, pero desconocen la voz del extraño a quien nunca seguirán (Juan 10: 1-5). Más bien, las ovejas del pastor huyen del extraño. Esto concuerda con el otro mensaje de Juan: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas (Apocalipsis 18:4).
César Paredes
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