Las palabras que el ángel le declaraba a José sobre el nacimiento del Mesías esperado son expositivas del propósito de su venida: Será llamado Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Es lógico que así haya sido, pues el propósito de Dios sería inestable si la elección dependiera de la criatura. Al depender de un acto tan contingente como la fe humana, obras o perseverancia, no habría garantía para que el Mesías viera el fruto de su trabajo. Nuestra elección depende de la voluntad del elector, no de alguna capacidad inherente al elegido. La suprema regla de justicia de Dios es su soberanía, tal como se desprende del texto de Romanos 9:18: tendré misericordia de quien quiera tener misericordia, y a quien quiera endurecer endureceré. Esa es la máxima ley de justicia que Dios expone de Sí mismo. Es justicia expuesta por cuanto el parlamento viene precedido por la interrogante de si existe injusticia en Dios por causa de la elección. Además, es una anticipación a lo que el objetor dirá un poco más adelante: ¿por qué, pues, inculpa? Porque ¿quién ha resistido a su voluntad?
La Biblia hace bastante énfasis en la razón por la cual participamos de la gracia divina: le amamos a él porque él nos amó primero; no me escogisteis vosotros a mí, sino yo a vosotros. Podemos añadir más textos a la premisa que precede: pongo mi vida por las ovejas; no ruego por el mundo, ruego por los que han de creer por la palabra de ellos; te doy gracias por los que me diste; nadie viene a mí si el Padre que me envió no le trajere; mis ovejas oyen mi voz y me siguen, y no seguirán al extraño porque no conocen su voz; escogidos para salvación desde antes de la fundación del mundo; antes de que hiciesen bien o mal, para que el propósito por la elección se mantuviese y no por las obras. A ustedes les es dado entender los misterios del reino, pero a ellos no, para que viendo no vean y oyendo no oigan, y no entiendan, no sea que se arrepientan y yo tenga que sanarlos.
En el plano físico exhibimos cualidades atractivas y somos seducidos por las del otro. Los animales actúan en forma similar, la naturaleza parece estar condicionada a la conquista: el león exhibe su melena y su rugido, espanta a sus rivales y se queda con las hembras de la manada. Los seres humanos esperamos ver cualidades en el otro y que el otro las vea en nosotros. En consecuencia, amamos o somos amados en base a intereses o cualidades. Pero en el plano metafísico sucede de forma diferente. Metafísicamente recibimos el amor de Dios y por consiguiente le correspondemos. Las razones de su amor no descansan en nuestras cualidades sino en el afecto de su voluntad.
Pero en la dimensión física que habitamos, la soberbia humana se equipara con la del padre de mentira, de tal forma que solo en este plano es posible siquiera sugerir o imaginar que nuestras cualidades morales (el amor, por ejemplo) hayan hecho que Dios se fijase en nosotros. Esas cualidades morales (nuestra disposición a decirle sí a Jesucristo, a aceptar la dádiva de la salvación) morarían en nosotros desde antes de recibir el obsequio. Con esos atractivos el Dios seducido, cual atalaya, previó y consideró oportuno enviar a su Hijo para compensarnos. La irracionalidad de este argumento sugiere que nosotros le amábamos a Él antes de conocerlo, en virtud de lo cual Él se dio a conocer y se dispuso a amarnos.
En este eje de irracionalidad, la mente humana sigue torciendo las Escrituras. Si Dios es quien da la fe (Efesios 2:8), y si no todos tienen fe (2 Tesalonicenses 3:2), el orden irracional sería el siguiente: 1) Dios da la fe; 2) Dios prevé quién la tiene; 3) Dios ordena la salvación en base a lo que ha previsto. De ser esto cierto, la previsión de Dios se haría en base a un decreto previo, el que ciertas personas tengan fe. Aún en este esquema falso, Dios sigue siendo soberano y la libertad del hombre anulada, por cuanto no depende de él sino de su fe, la cual también ha sido un don o regalo de Dios.
Sin embargo, quienes así piensan pasan por alto el hecho de que Dios nunca dijo que Judas sería un creyente, como tampoco dijo que toda la humanidad creería. Si ya sabía quiénes habían de creer en él, entonces Jesucristo no tuvo necesidad de morir por toda la humanidad, sino por los que ya creerían en él. Eso es lógico, incluso desde la perspectiva del absurdo. En ambos casos la lógica se asoma y grita a voces para demostrar que Dios además de soberano es inteligente y práctico. Por un lado es el dador de la fe, por lo tanto sabe que creerán aquellos que han sido objeto de su don; por otro lado, como ya sabe quiénes van a creer, no necesita que Su Hijo muera por todos inútilmente. En su propósito no hay desperdicio.
Pero el problema estriba en que los que iniciaron la interpretación privada de las Escrituras continúan torciéndolas. Un error lleva a otro error. Ellos sostienen que el libre albedrío existe y que es del hombre la decisión final de su salvación. No hay base bíblica para tal doctrina, más bien una multiplicidad de textos que señalan lo contrario. Como ya miramos al principio, esos textos apuntan a un Dios soberano que ha hecho como le ha placido. Mal puede el hombre orgulloso simular otro proceder en el Altísimo. Por cualquiera de los lados que se asoma, la lógica marca la salida gloriosa: si por la fe, ya la ha dado Dios a unos y no a otros, por lo cual Dios prevé la fe en quienes la han recibido, y la da a quien él quiere que la reciba; si por la limitación de la expiación, como ya todo lo ha previsto, Dios sabe y conoce quiénes son los que van a creer, por lo cual no tiene desperdicio con la muerte del Hijo.
La razón por la cual Jesús salvaría a su pueblo de sus pecados no descansa en la fe prevista, como ya vimos. Descansa en la alabanza de la gloria del Padre y en Su propósito de darle a Su Hijo la preeminencia en todo. Fuimos escogidos por el puro afecto de su voluntad, no porque tuviésemos fe. Hay dos mundos bíblicos: el mundo por el cual Cristo no ruega (Juan 17: 9) y el mundo de los creyentes por el que sí ruega. Dios envió al mundo a Su Hijo para que todo aquel (por quien fuera enviado) que crea en él no se pierda (Juan 3:16), pero todos aquellos que le reciben (Juan 1:12) no son engendrados por sangre o carne, sino por Dios (Juan 1:13). Con esto en mente Juan continúa su relato evangélico y nos narra que cuando Jesús hablaba con Nicodemo, antes de decirle que Dios amaba tanto al mundo le explicó reiteradas veces que era necesario nacer de nuevo (Juan 3: 3,5,7). Era el mismo nacimiento referido en el capítulo 1, el de los que no son engendrados por voluntad humana sino de Dios. Entonces, este otro mundo de creyentes es el engendrado por Dios. Se desprende del texto que quien ha sido engendrado por Dios cree, mas el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas (Juan 3: 18-19). Cuando el mismo apóstol escribe una de sus cartas continúa predicando la doctrina del nuevo nacimiento: Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo (1 Juan 5: 4), allí señala por igual la existencia de dos mundos: Sabemos que somos de Dios (uno de los mundos) y el mundo entero está bajo el maligno (el otro mundo) (1 Juan 5:19). Son dos mundos por cuanto si nosotros somos de Dios -proposición que incluye al apóstol- mal puede él mismo estar bajo el maligno. Por eso, nosotros, los que somos de Dios, es un grupo distinto de el mundo entero, el cual está bajo el maligno. Ese es el mismo mundo por el cual Jesús no rogó la víspera de su muerte, y nosotros, los que somos de Dios, es el grupo por el cual oró Cristo cuando dijo que pedía por ellos y por los que habrían de creer por la palabra de ellos. Como es el mismo escritor bíblico mal pudiera contradecirse, de tal manera que cuando dijo que Jesucristo era la propiciación por nuestros pecados y no solamente por los nuestros, sino por los de todo el mundo (1 Juan 1: 2), estaba bajo la idea de dos grupos: el mundo creyente judío y el mundo creyente gentil. De no ser así Jesucristo sería el abogado de todo el mundo y no solamente nuestro abogado intercesor (1 Juan 1:1).
Con esto dicho se enfatiza que no hay contradicción en las Escrituras, a no ser que se quieran colocar los textos en forma separada de su contexto. Hay un mundo de creyentes (Apocalipsis 5: 9): con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria (1 Timoteo 3:16). Pero hay también un mundo de no creyentes: y para que seamos librados de hombres perversos y malos; porque no es de todos la fe (2 Tesalonicenses 3:2); los que adoraron al dragón (Apocalipsis 13: 4), que son todos los moradores de la tierra cuyos nombres no estaban escritos en el libro de la vida del Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo (Apocalipsis 13: 8), y los moradores de la tierra, aquellos cuyos nombres no están escritos desde la fundación del mundo en el libro de la vida, se asombrarán viendo la bestia que era y no es, y será (Apocalipsis 17: 8). Aunque no somos de ese mundo estamos en él (Juan 17:11) por lo cual Jesús rogó al Padre para que fuésemos guardados. !Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! !Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! (Romanos 11:33).
César Paredes
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