Jueves, 20 de septiembre de 2012

A menos que el anuncio del evangelio venga con el poder del Espíritu de Dios, no es efectivo. El profeta Isaías lo entendió de esa manera, no obstante clamó para ver si alguien le entendía. ¿Quién ha creído a nuestro anuncio?  (Isaías 53:1).   Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios (Isaías 40: 3). Juan el Bautista dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías (Juan 1:23). Dos voces paralelas, una eco de la otra, con similar enunciado y mismo sentido. Tanto Isaías como Juan el Bautista fueron dos profetas singulares, conscientes del líder que anunciaban, abismados por la escasa recepción obtenida en el momento de su anuncio. Si bien ambos coinciden en la descripción del mismo fenómeno, el primero con la pregunta retórica acerca de su anuncio, el segundo con la metáfora del desierto, le tocó a Isaías interpretar la razón de su soledad. El líder anunciado no tenía atractivo alguno, ni parecer ni hermosura. Era un objeto no deseado a simple vista.

Pudiéramos concebir a Jesús sin belleza física, asunto difícil por la imaginería lanzada a través de los medios audiovisuales. Creo que aparte de lo físico también está el desencanto que proporcionan sus características anímicas: un líder espiritual no espiritualista, un rey presentado en convivencia con los pobres, un guía que no se interesó en la política, un filósofo que no prescribió teorías del mundo, un crítico que exacerbó a sus enemigos hasta conseguir su propia muerte. La queja planteada por Isaías tiene algún sentido, ya que el profeta vio la escasez numérica de sus seguidores. Era como preguntarle al pueblo que se suponía instruido acerca del Mesías a venir quiénes entre ellos todavía le aguardaban. Le sucedió lo mismo a Elías y clamó en forma similar: He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida (1 Reyes 19:10).

La soledad de Juan es conocida. Vestido de pieles de animales, deambulaba en el desierto alimentándose de miel y langostas. Si bien existían algunos caseríos y poblados donde él habitaba, la metáfora espacial es reveladora. Una tierra árida sin vegetación, un territorio casi despoblado por las carencias propias de la insuficiencia de agua, tierra salvaje donde proliferan ciertos tipos de animales agresivos. Pero también en los desiertos se exhiben los oasis, como el anuncio de Juan. El oasis de Juan era el refugio como santuario seguro, el agua de vida que brotaba para saciar el hambre y la sed de justicia. Conocemos que el Bautista terminó asesinado por mandato de Herodes, como muchos profetas que habían sido pasados por la espada. En su caso particular, la hoja metálica de un hacha o de una garrancha le cortó la cabeza.

Uno de los ladrones en la cruz se burlaba de Jesús y le expresó con exactitud el sentimiento del pueblo judío que todavía aguardaba a su Mesías. Quizás ese ladrón representa la síntesis del reclamo humano ante el poderío del que no conoce límite a su capacidad, ante el que todo lo controla. Como si supiera interpretar la gritería de siglos de una humanidad que no mejora, pero que sí reclama mayor bienestar a ese supuesto Dios que se ha erigido como el Creador del universo, el ladrón exclamó:  Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros (Lucas 23: 39). Si hay Dios, ¿por qué existe tanta maldad? Los judíos en la época de Juan querían que su Mesías los librara del yugo del imperio romano, pero Jesús se presentó como un cordero para ser llevado al matadero y se comportó como una oveja muda delante de sus trasquiladores.

Vaya desencanto de Mesías. En la superficie no tuvo atractivo o gancho para seducir a las masas con su discurso ético; no resolvió en lo político -asunto primordial para un pueblo sometido a un imperio-; un rey sin pompa que montó un asno en vez de un caballo. Hasta en la muerte fue oprobiosa su figura, ya que se contó entre los malhechores. ¿Quién ha oído nuestro anuncio, o la voz que ha sido clamada en el desierto? Lo eliminaron en su juventud y no tuvo descendencia biológica, pues fue cortado de la tierra de los vivientes. Sin embargo, por haber puesto su vida en expiación por el pecado, ha visto linaje: el fruto de la aflicción de su alma, muchos justificados por su sacrificio en la cruz, de quienes él llevó las iniquidades.

Elías tiene ahora su respuesta, lo mismo que Isaías y Juan. Hay una gran multitud que no se puede contar la cual ha creído el anuncio y ha escuchado la voz que clama en el desierto. Esta multitud es el resultado de la sumatoria individual, de aquellos que reciben el beneficio de su herida. Dijo Isaías que Jesús sería herido por la rebelión de mi pueblo (Isaías 53:8), que por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos (Isaías 53: 11). El profeta conocía por sus palabras cuál sería el objeto de la crucifixión de Jesús: su pueblo (Mateo 1:21) de quien llevaría sus iniquidades. Una expiación específica y no universal, si bien de muchos no de todos. Así como muchos son los llamados aunque pocos los escogidos, en palabras de ese mismo Mesías (Mateo 22:14), nadie puede ir a Jesús si no es llevado por el Padre (Juan 6: 44).

Hoy día el anuncio continúa propagándose, pero con palabras similares a la de los profetas: ¿Sólo yo he quedado? ¿Quién ha creído en nuestro anuncio? ¿Será esta una voz en el desierto? Si queremos ver multitudes como un signo del éxito de nuestra proclamación, podemos acudir a los centros de reunión multitudinarios del otro evangelio. Allí se reúnen para dar loas al dios de la prosperidad, al que le da propósito a nuestra vida, al que tiene planes de salvación para cada habitante del planeta. Poco importa que más de 2.800 millones de habitantes no hayan oído todavía el nombre de Jesús, o que el nombre Coca-Cola sea más conocido en el mundo actual que el de Jesucristo. Lo que interesa es seguir creyendo en verdades dulces y en un dios a nuestra imagen y semejanza. Sin embargo, el Dios de la Biblia es el mismo de siempre: sin atractivo para que le deseemos. Es el Dios que se esconde en las parábolas, el que no habita en la superficie sino en lo profundo de la letra. Es el Dios del mensaje del Espíritu que da vida a los que quiere dar vida, pero el mismo que endurece a quien quiere endurecer. Ese Dios está confinado al desierto, porque no gusta como tampoco gustaron sus profetas que morían asesinados por los gobernantes políticos y religiosos de sus momentos.

Ese Mesías fue revelado a unos pocos como el Dios de salvación. Incluso el ladrón contestatario en la cruz tuvo que morir en su aflicción porque Jesús no le respondió a sus improperios. Estando a su lado lo dejó ir en sus pecados y en su ignorancia, sin haberle refutado su error. El Dios de amor guardó silencio ante el que transitaba a la más oscura eternidad y lo dejó seguir en su desconsuelo. Lo mismo hizo con Judas, para que la Escritura se cumpliese. Observemos que Jesús nunca dijo que Judas se había labrado su propio destino, o que las circunstancias históricas lo enredaron en su error, más bien aseguró que las Escrituras se cumplían al calco cuando el propósito divino se llevaba a cabo por el trazado que debía seguir para la redención de muchos, de su pueblo, de sus ovejas. Quiso salvar al otro ladrón pero no a los dos. Algunos sugieren que la conducta de ambos fue muy distinta, pues mientras uno le injuriaba el otro pedía con humildad. Si bien eso es cierto la causa es la misma: el Espíritu de Dios dio vida a uno mientras que al otro lo dejó ciego para que no viera y no se arrepintiera. Al menos eso también lo enseñó Jesús cuando explicaba sus parábolas e interpretaba las palabras de Isaías: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado ... Por eso les hablo por parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dijo: de oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis. Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane (Mateo 13: 11,13-15).

Pero Jesús también agregó que éramos bienaventurados porque habíamos visto y porque habíamos oído, lo cual reflejaba que la semilla había caído en buena tierra. Si todos somos hechos de la misma masa, la diferencia entre la buena tierra y los espinos y pedregales de la parábola del sembrador la da quien prepara el lugar de la siembra. Sabemos que Dios quita el corazón de piedra y coloca el de carne para que podamos amar sus estatutos. Ese mismo Jesús insistió en esto: A vosotros os es dado saber el misterio del reino de Dios; mas a los que están fuera, por parábolas todas las cosas;  para que viendo, vean y no perciban; y oyendo, oigan y no entiendan; para que no se conviertan, y les sean perdonados los pecados.

A este evangelio lo siguen viendo sin atractivo y ciertamente no es deseado. Sigue siendo despreciado dentro y fuera de las iglesias, se manifiesta como una raíz de tierra seca. Eso es lo más natural porque este evangelio es el mismo que anunciara el Mesías esperado y rechazado. Esa antipatía y ese sectarismo fueron únicos: Nadie viene al Padre sino por mí. ¿Qué hacer con la gran pregunta hecha por el mundo? ¿Qué pasa con los miles de millones que nunca han oído el evangelio? La respuesta está en las parábolas de Jesús y su propia explicación dada a las mismas. La respuesta está expuesta a lo largo de las Escrituras pero sigue siendo repugnante para muchos, incluso de entre los seguidores de su mensaje. Los que le objetan han construido un falso dios que no salva, pero que les va mejor con sus ideas preconcebidas acerca de la voluntad de Dios. Como el ladrón en la cruz serán dejados de lado en su propio camino y les será dicho en el día oportuno: nunca os conocí.

Por eso, siguen vigentes las palabras de los antiguos profetas: voz del que clama en el desierto, me parece que sólo yo he quedado o no sé quién más ha creído a este anuncio. Pero la respuesta que dio Jesús a sus preguntas y deseos fue la de la bienaventuranza porque nuestros ojos ven y nuestros oídos oyen.

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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