Mi?rcoles, 12 de septiembre de 2012

Porque si viene alguno predicando a otro Jesús que el que os hemos predicado, o si recibís otro espíritu que el que habéis recibido, u otro evangelio que el que habéis aceptado, bien lo toleráis; (2 Corintios 11:4).  Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema (Gálatas 1: 8). Tal parece que a lo largo de la historia del cristianismo muchos han aparecido con una enseñanza diferente. Las cabras y los lobos lanzan nuevas perspectivas del evangelio como si éstas salieran de en medio del rebaño.

El maniqueismo es una de las tantas doctrinas extrañas al evangelio que han intentado penetrar en la iglesia. En el siglo III de la era cristiana se planteó con cierta intensidad que el mundo estaba sometido a un conflicto entre las fuerzas del bien y del mal. Ese combate era regido por dos dioses, los cuales habrían existido desde los mismos inicios del tiempo. Aunque esta idea nunca dominó dentro del seno cristiano, tal parece que ha estado latente por siglos y de nuevo emerge en estos tiempos. En el siglo XII surgieron los Albigenses, en Francia. Ellos también plantearon el conflicto entre dos dioses o entre el bien y el mal. La tierra, decían, fue creada por Satanás, pero a través de Jesús los seres humanos se pueden salvar y llegar al reino de Dios. Ahora hay quienes sostienen lo mismo, aunque bajo el ropaje del dualismo. Estos creen que Dios batalla a diario contra las fuerzas del mal y que si no se mantiene en lucha puede quedar vencido. Están asociados con el argumento de vencer espíritus y exorcizar al mundo. Cada enfermedad es producto de un dios o demonio y nuestra meta sería expulsarlos. Pero en materia soteriológica (de salvación) tal vez esto suene mucho más conocido: Dios te ama mucho, pues Cristo murió por todos y te escogió para salvación. No obstante, el diablo te odia tanto que te escogió para maldición. De esta forma, tu libre albedrío tiene la última palabra: o te decides por Cristo o por Satanás.

El pelagianismo apareció entre el siglo IV y V. Pelagio argumentó que el pecado de Adán lo afectaba solamente a él, no al resto de la humanidad. Todos nacemos inocentes, pero la libre escogencia nuestra es la que hace que hagamos buenas o malas obras. Si alguien escoge comportarse decente y virtuosamente, adquiere la salvación espiritual. Nos condenan o nos salvan nuestros propios actos, no el pecado de Adán. Para Pelagio la gracia no tenía ningún papel en la salvación, sólo era importante obrar bien bajo el ejemplo de Jesucristo.

Dos sínodos en Cartago y uno en Milevo dieron condenación definitiva a la tesis de Pelagio. Su continuo renacer dio paso a que en otros posteriores sínodos se ratificara su condena, en Gales y después en Orange. Se condenaba, además, al semipelagianismo en este último lugar. Pero el semipelagianismo se había propagado como la mala hierba, con su manera un poco diferente de presentar la misma idea con diferente soporte.

Para los semipelagianos, la gracia se divide en gracia salvífica y gracia interior, esta última sería un particular favor que ilumina la mente por intermedio de sermones, lectura de la Biblia, buenas costumbres e incluso penitencias. Hubo un monje llamado Casiano, originario de Rumania, que se ocupó de sistematizar lo que hasta hoy día preserva Roma como la doctrina de la castidad. A través de vigilias y autocontrol, el sacerdote puede llegar a dominar la lujuria que le habita.

El semipelagianismo surgió como reacción ante la doctrina de la gracia defendida por Agustín, por el temor de que ésta condujera a un quietismo en el cual el hombre ya no se ocupase de la evangelización. Su motor interno parece ya conocido: si estamos predestinados, ¿para qué el trabajo de la predicación? Pero el sínodo de Orange ya había condenado al semipelagianismo y había impuesto nuevos cánones: Cumplir el querer de Dios entraña vida permanente en Cristo: Él vid, nosotros los sarmientos (23-24). Finalmente, amar a Dios es don de Dios. El libre albedrío quedó malherido por el pecado de Adán, (13). Para que el mísero salga de su miseria viene en su ayuda la misericordia divina, porque el libre albedrío puede arruinar nuestra herencia, pero sólo la mejora la gracia (14-15). Nadie, pues, se gloríe en sí mismo, ni en su fortaleza, ni en sus buenas obras (16-18). La salvación es obra de Dios y del hombre, pero éste nada puede sin la gracia del cielo (19-20). En el hombre sólo habitan la mentira y el pecado, declara el canon 22.

El Arminianismo apareció entre el siglo XVI y XVII y es condenado igualmente por un sínodo, en esta oportunidad por el realizado en la ciudad de Dort. Su argumento estriba en que se deslinda de la tesis de la gracia absoluta de Dios, de su predestinación voluntaria, y tomando elementos doctrinales de la Biblia los combina con supuestos argumentativos que no tienen asidero escritural. Pero olvida que Dios tiene perfecto conocimiento, por lo cual conoce desde antes quiénes serán y quiénes no serán salvos, en base a su voluntad y destino para el alma humana. De esta forma, lo que Dios conoce desde antes no es susceptible de modificación. Una cosa es el conocimiento previo y otra es cómo conoce Dios. Su conocimiento previo es posible en cuanto Él hace (hizo) el futuro, de lo contrario no podría conocer en tanto todo futuro le fuere incierto, lo cual derivaría en el teísmo abierto. La pregunta obligada sería: ¿Dios conoce el futuro porque lo averigua en sus criaturas, o sus criaturas caminan en el futuro trazado por su Creador? Si respondemos que Dios lo conoce porque lo averigua, entonces no es omnisciente pleno, pues necesita indagar en sus criaturas para poder profetizar. Su conocimiento no emanaría de Sí sino del objeto creado. Si respondemos que Dios conoce porque hace el futuro, entonces la tesis de Arminio es contraria a la Biblia  y antilógica.

Los absurdos propagados por la doctrina de Arminio salen a la vista del que los quiera ver. Arminio se opuso al afecto de Dios, el cual no es igual en todas sus criaturas: La Biblia declara que Dios amó a unos y desechó o aborreció a otros, mucho antes de que hiciesen bien o mal (Romanos 9). Esta tesis puede parecer antipática por arbitraria, pero no por ello es menos cierta. La teología humanista se molesta con esta declaración y ha dedicado lápiz y papel para desvirtuar con sutilezas argumentativas lo que es clara manifestación escritural. La teología humanista trata de defender a Dios de la acusación hecha por el hombre natural: ¿Por qué, pues, inculpa?, ya que ¿quién ha resistido a su voluntad? Es curioso que Roma se haya apartado definitivamente, al menos en el plano teórico, de la tesis de la gracia absoluta para salvación. Justamente en el sínodo o concilio de Trento declaró anatema a todo aquel que negare la doctrina del libre albedrío y que dijese que el hombre no colabora en su salvación. En este sentido, Dios hizo su parte y ahora le toca al hombre hacer la suya. Dije en el plano teórico porque en la práctica ya se había distanciado de la salvación por la gracia de Dios en forma absoluta, ya que vendía indulgencias en su comercio con las almas.

Dios no se complace en la maldad, más bien aborrece a todos los que hacen iniquidad (Salmo 5). Dios ha predestinado para salvación, desde antes de la fundación del mundo, a su pueblo (Efesios 1; 2 Tesalonicenses 2:13).  Dios ha amado a su pueblo con amor eterno (Jeremías 31: 3); si eterno entonces no culmina. Ante esta declaración de las Escrituras uno puede preguntarse si lo que Dios amó Dios también lo odió. Como Él no cambia, y tiene designios eternos jurados ante su propio nombre, entendemos que no es posible amar y odiar a su objeto amado. Por lo tanto, Dios no envía al infierno de fuego a su pueblo sino que lo redimió con el sacrificio hecho por su Hijo.  Cristo se entregó a sí mismo por su iglesia (Efesios 5: 25), no por el mundo, por quien no rogó nunca (Juan 17: 9), ni ruega ahora (Hebreos 7: 25).

No es posible acercarse a Cristo si no se tiene humildad, pues resiste a los soberbios. Sabemos que aún la humildad es una cualidad otorgada por Dios a quien quiere, ya que en la criatura no hay virtud alguna meritoria de ningún favor. De esta forma sabemos que quien se acerca a Jesús no puede subrogarse ningún mérito, como si colocara a su favor su propia humildad. Pero en la economía divina Dios no desperdicia ni una gota de la sangre de su Hijo. Suponer con Arminio que el hombre tiene la última palabra en materia soteriológica implicaría contrariar las Escrituras y la lógica de su entendimiento. Para finalizar quisiera traer un texto de Juan: Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (Juan 3: 17). El término mundo no puede significar cada uno de los habitantes del planeta en forma indiscriminada, pues si así fuese Dios ha fracasado en su propósito. Si envió a su Hijo para que cada individuo fuese salvo, entonces su proyecto ha sido un descalabro. Poco importa que Arminio haya aducido que el hombre tiene la última palabra desde el refugio de su libre albedrío, ya que muchos no han escuchado siquiera el mensaje del evangelio para poder ejercer su libre arbitrio. Ni ahora ni mucho menos antes de Cristo. Por lo tanto, si mundo no es todo el mundo sin excepción, en el verso precedente tampoco ha de entenderse de esta manera, ya que es su contexto inmediato: Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3: 16).

¿Podríamos continuar diciendo que Dios quiere pero el hombre se le resiste? Oigamos lo que Él mismo declara acerca de su personalidad: que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero (Isaías 46:10).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

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