El olor ha sido característico para identificar ciertos objetos en la naturaleza. La literatura universal ha referido la importancia del olor en nuestra memoria, el recuerdo que destapa el efluvio de un pan, de una flor o de una petite madeleine. Nuestro olfato puede traer recuerdos a la mente simplemente a través de lo que olemos. Un perfume, una fragancia, una asociación química capaz de relacionar ciertas experiencias con lo que nuestro olfato percibe, harán posible que recordemos eventos marcados a lo largo de nuestra existencia.
El apóstol Pablo nos enseña en su segunda carta a los Corintios que Dios manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento. Acá ya se trata de una evocación, pues el conocimiento no huele, en el sentido físico del concepto. Pasa el apóstol a aclarar cuál es el sentido odorífico nuestro: Porque para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden.
Entonces la referencia se remite a Dios quien es la persona que percibe el olor de Cristo. Al parecer, Jesucristo huele en nosotros y en cada individuo creado. Ya se han mencionado dos elementos importantes acerca de lo que supone este concepto bíblico del aroma emanado: 1) el olor de su conocimiento; 2) el olor de Cristo. Pero lo creado se divide en dos aspectos: 3) el olor de las personas que se pierden; 4) el olor de las personas que se salvan.
En resumen, al olor de su conocimiento se le añaden el olor de Cristo en los que se salvan y se pierden (el olor de muerte producido en los que se pierden junto al olor emanado en los que se salvan). Tenemos que admitir que los objetos del olor también son sujetos que perciben el aroma de su vida o de su muerte. Uno concluye en esta breve lectura de 2 de Corintios que hay dos tipos de olores opuestos: el de muerte y el de vida.
Pero el verso 15 nos aclara que ambos olores son gratos para Dios, si bien comprendemos que no lo son para los hombres. Mientras para el Dios soberano su obra es grata, para el hombre creado solamente es grato el olor de vida. ¿Quién puede agradarse con el olor de muerte? ¿Acaso no apestan los muertos cuando comienzan su proceso de putrefacción? Y no solo hay que ver esto en el plano físico-químico de los efluvios emanados, sino que debemos recurrir al referente espiritual.
La muerte espiritual huele mal y los muertos entierran a sus muertos. Para un hombre condenado en sus delitos y pecados, el olor de su muerte debe apestarle. Sin embargo, para Dios es un grato olor en Cristo, como lo aclara el verso 15: en los que se salvan y en los que se pierden. Uno se pregunta cómo puede Dios sentir con gratitud el olor de la muerte. La respuesta puede descansar en el hecho de que Dios vio que todo lo que Él había hecho era bueno en gran manera.
¿Acaso no dice Pablo que Jacob y Esaú habían sido destinados para vida y para muerte desde antes de la fundación del mundo? Incluso antes de que hicieran bien o mal. En el libro de Apocalipsis, Juan nos revela en los capítulos 13 y 17 que hay un grupo de personas cuyos nombres no han sido inscritos en el libro de la Vida del Cordero desde la fundación del mundo. En conjunto, estos dos apóstoles nos ilustran acerca de la predestinación divina, hecha antes de la fundación del mundo. De manera que la muerte -física y espiritual- es una obra de Dios y como tal es buena en gran manera. Al menos para Él lo es, no necesariamente para los que han sido destinados para tal fin. Sin embargo, para los que somos olor de vida para vida, incluso ese otro olor de muerte ha de ser bueno en gran manera también, por cuanto nos enseña en forma contrastiva la justicia de un lado y la misericordia del otro. Pero más allá de la justicia divina, nos enseña acerca de los actos soberanos del Creador.
El que Dios declare a través del Espíritu, en esta carta escrita por Pablo a los Corintios, que Él siente un grato olor en Cristo en los que se salvan y en los que se pierden, nos muestra un poco la medida de importancia de su Hijo. Es en Él en quien todo cumple su propósito desde la antigüedad, pues en Él y para Él son todas las cosas.
No podemos negar el grado de profundidad de este conocimiento, el nivel de la sabiduría de Dios. Incomprensibles son sus caminos para la mente natural. Lo que se expone acá también es parte del olor de su conocimiento (verso 14), que se percibe como un aroma. Hay olores que disgustan a algunos, pero a otros les parecen agradables. Para Dios los olores de la vida y de la muerte son gratos porque son en Cristo. Para los que se salvan ambos olores han de serlo, aunque nos cueste entenderlo y aceptarlo. Para los que se pierden no han de ser gratos en ninguna medida, como es obvio. Incluso el olor de vida tampoco lo perciben en forma placentera, pues odian a Dios, están enemistados con Él, sienten que Dios está airado contra ellos todos los días de su vida (Salmo 7: 11).
Sin embargo, el olor de su conocimiento, aunque manifiesto en todo lugar a través de nosotros, no siempre es percibido como tal. Los judíos mencionados en Romanos 10: 2 tenían celo de Dios pero no conforme a conocimiento. De tal manera, a pesar de que lo que de Dios se conoce ha sido manifestado a través de su obra creadora, lo espiritual no se puede discernir sino espiritualmente. El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque han de discernirse espiritualmente (1 Corintios 2: 14).
El inicio del verso 14 de 2 de Corintios 2 nos habla de la gratitud del apóstol. Pablo se siente satisfecho porque Dios nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, gracias a lo cual manifiesta siempre el olor de su conocimiento. Si uno hiciera la misma pregunta que hizo el Señor a sus discípulos, acerca de quién era Él, encontraríamos la misma respuesta con idéntico comentario. Le tocó a Pedro responder en aquella oportunidad diciendo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces el Señor le dijo que era bienaventurado por cuanto eso no se lo había revelado intelecto humano sino el de Dios. Fue el Padre quien le hubo dado esa revelación a Pedro por lo cual había respondido en esa forma. Cada persona que responda con vehemencia que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, porque el Padre se lo ha revelado, es un bienaventurado.
No se trata de una vana repetición intelectual, porque hayamos oído que lo dice la iglesia o que está escrito en la Biblia. Tiene que tratarse de una revelación del Padre, de la misma forma que está escrito en Juan 6: 44 (Nadie viene a mí, si el Padre que me envió no lo trajere). Algunos, dentro de las decenas de discípulos que seguían a Jesús y le llamaban Señor, se apartaron molestos porque les pareció dura de oír esta palabra (Juan 6: 60), y muchos se volvieron atrás y ya no andaban con él (Juan 6: 66). Otros se fueron cuando Jesús les manifestó que eran hijos de su padre el diablo. De manera que no basta con repetir que Jesucristo es el Hijo del Dios viviente, sino que se hace necesaria la revelación dada por el Padre. Eso es parte del nuevo nacimiento que opera el Espíritu, bajo la voluntad de Dios (Juan 3).
Para finalizar, Pablo cierra la idea con la advertencia de que muchos medran falsificando la palabra de Dios (verso 17). Estos son grato olor de Cristo aunque se pierdan, pero otros hablan con sinceridad, como de parte de Dios y delante de Dios, los cuales también son grato olor de Cristo, pero son de los de vida para vida. Cada uno examínese a sí mismo para ver qué tipo de olor es. En la angustia podrá acudir -si le es permitido- al único sabio Dios que puede salvar al pecador más perdido. El mensaje de antes continúa siendo el mismo: arrepentíos y creed en el evangelio.
César Paredes
destino.blogcindario.com