Martes, 21 de febrero de 2012

Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. En este texto, muchos suponen que como Cristo es el Señor de todos y que es rico para con los que le invocan, en consecuencia cualquiera que le invoque será salvo. A simple vista eso parece decir el enunciado, sin embargo surgen algunos planteamientos que exigen precisión semántica.  ¿De quiénes está hablando Pablo cuando involucra a todos? Obviamente la respuesta es de judíos y griegos, el conglomerado mundial de acuerdo a la perspectiva de un hombre educado bajo el pacto de la Ley. El mundo entero se componía de judíos y de los gentiles (las gentes) que en ocasiones eran concebidos como los griegos. Cualquiera puede comprender que el mundo involucra muchos más países, muchas más culturas, pero esa era la manera de ver el universo humano en aquella época.

Por ejemplo, según el Derecho Romano Antiguo existía el ius romano y el ius gentium. Vale decir, el Derecho Romano y el Derecho de las Gentes. Así veía Roma al universo humano entonces: ellos y los otros. De igual manera lo hicieron los judíos: eran ellos frente a los griegos, y a veces frente a las gentes (los gentiles).

La otra interrogante que se desprende del texto citado pudiera ser ¿quién es el Señor al cual invocan? En la respuesta que se dé se podrá entender si se comprende o no el evangelio. Jesucristo es el Señor del evangelio, pero para que se le invoque es necesario que se crea su evangelio, su buena nueva. ¿Y cuál es esta buena nueva de salvación? Que Dios envió al mundo un Salvador para liberar a su pueblo de sus pecados. Jesucristo murió por las ovejas, puso su vida por su pueblo y rescató a muchos, esto es, a cada uno de aquellos por los que dio su vida a cambio.

La propiciación hecha por Jesucristo es una sustitución hecha por los que Él representó en la cruz. Por algo dijo en Juan 17, poco antes de ir a morir, no ruego por el mundo, porque Jesús sabía que moría por los que el Padre le había dado. De esa forma pudo estar seguro de que ninguno de ellos se perdería y de que nadie podría arrebatar de sus manos a ninguna de sus ovejas.

 Cualquiera no es cualquiera, sino que va referido a una restricción universal. Se presupone que esos cualquiera que invocan el nombre del Señor para salvación son del grupo de sus ovejas, de otra manera no podrían ser salvos:   pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen,  y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos (Juan 10: 26-30).

El que invoca al Señor para salvación lo hace porque cree en el evangelio, porque es una de sus ovejas, de otra forma no podría hacerlo. Eso lo dijo el mismo Jesucristo como lo recogen las palabras de Juan, pero la Biblia abunda en textos explícitos: El sacrificio de los impíos es abominación a Jehová; mas la oración de los rectos es su gozo (Proverbios 15:8). ¿Puede alguien invocar el nombre del Señor para ser salvo si es un impío? El texto de Proverbios lo dice muy claro: no es posible, pues aún sus mismos sacrificios (de alabanza, de ofrenda, de servicio, etc.) es abominación. Para que esto no suceda se hace imperativa la premisa de Juan 10: 26: ser una de sus ovejas para poder creer, entonces cualquiera podrá invocar el nombre del Señor para salvación. Es cualquiera de ese grupo de ovejas el que puede llegar a creer.  Jehová está lejos de los impíos; pero él oye la oración de los justos (Proverbios 15: 29). Esto hace suponer que aún la oración de los impíos le es abominación. No en vano dijo que estaba airado contra el impío todos los días (Salmo 7: 11).

Si Dios no fuese soberano y si en consecuencia no se hubiere dejado un remanente, nadie sería salvo. Si hubiese dejado en manos de los muertos la potestad de invocar su nombre, entonces nadie lo habría invocado. Lázaro no llamó a María o a Martha sus hermanas para que le trajeran a su amigo Jesús. Lázaro hedía porque tenía varios días de muerto. Sin embargo, fue Jesús quien se acercó a su tumba y le llamó: Lázaro, ven fuera. Lo huesos secos relatados en el libro de Ezequiel capítulo 37 cobraron vida porque Jehová hizo entrar espíritu en ellos para darles vida. Los corazones de piedra se cambian en corazones de carne en el día del poder de Jehová, de acuerdo a su voluntad. De manera que no hay chance alguno para invocar su nombre, a menos que la persona que lo haga haya creído el evangelio, porque siendo oveja nació de nuevo y recibió vida.

Decir lo contrario de lo que declara la Biblia es suponer que Dios ha fallado, pues a pesar de sus esfuerzos y de haber expiado la culpa de toda la humanidad representada en Cristo, muchos yacen en el infierno. Esto no es más que atribuir al hombre la última palabra, no es más que brindarle la posibilidad de insuflarse vanidad. Por esta vía el hombre tendría de qué gloriarse, pues diría que fue gracias a su sabia decisión que invocó el nombre del Señor para ser salvo. Pablo afirmó todo lo contrario, dijo que no era por obras sino por gracia,  a fin de que nadie se jacte ante la presencia de Dios. De otra manera la gracia no sería gracia y la obra no sería obra.

En síntesis, que todos aquellos que creen que Dios ama y desea la salvación de cada ser humano, incluyendo a los que están en el infierno (Judas, Faraón, Caín, los réprobos en cuanto a fe, los Esaú o los vasos de ira), así como todos aquellos que irán allí cuya condenación no se tarda, están apuntando a un dios débil que quiere pero no puede.

Invocar el nombre del Señor es posible si se cree el evangelio, y creer el evangelio es posible si se es de sus ovejas (Juan 10: 26). Todo esto lo hizo Dios desde antes de la fundación del mundo, a fin de que nadie se jacte en su presencia (Romanos 9). El objetor presentado por el Espíritu en Romanos 9 sigue hoy día molesto con las Escrituras porque se siente excluido de la presencia de Dios. Por ello las tuerce para que digan lo que sus palabras no dicen pero su necio corazón desea. Quedémonos con las palabras de Jesús para hallar descanso en su voluntad eterna: Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero (Juan 6: 44).

César Paredes

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Tags: SOBERANIA DE DIOS

Publicado por elegidos @ 13:04
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