¿Cree usted que si obedece a la Ley ganará el favor de Dios? ¿O tal vez, que si desobedece la Ley, estará bajo la ira de Dios? Las personas que han sido regeneradas son guiadas por el Espíritu de Dios. Ello implica que son conducidas (guiadas) por el Espíritu que les permite conocer a Dios como su Padre, de tal forma que el mismo Espíritu se convierte en un testigo de su adopción como hijos.
De allí que obedecer o desobedecer la Ley no es cuestión de premio o castigo para el creyente. ¿Por qué razón? Porque ya no tenemos el espíritu de temor, sino el de adopción por el cual podemos gritar Abba Padre. La expresión Abba es fraterna, pertenece al mundo de la gente libre. Anteriormente un esclavo tenía prohibido pronunciar tal vocablo. Esta palabra no traducida de los papiros siríacos tiene un valor semántico muy relevante. Según la ley judía, solamente un hombre libre puede dirigirse a otro hombre libre. Era prohibido para un esclavo dirigirse a un hombre libre con el vocablo Abba. De allí que Pablo nos enfatice que nuestra libertad en Cristo, otorgada por su expiación y reconciliación hecha a su pueblo, capacita al creyente para el uso de este término cuando se dirige a Dios el Padre.
En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu (1 de Juan 4: 13). Esta es la clave que atestigua en nuestro espíritu que tenemos fe. Poseemos la certeza de la esperanza, la convicción de lo que no se ve, sencillamente porque el Espíritu de Cristo habita en nosotros, pues si alguno no tiene tal Espíritu no es de Él. Esta es una tautología, solamente demostrable a partir de la presencia de ese otro, el Espíritu de Cristo. Juan y Pablo coinciden de nuevo en la misma doctrina: el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Romanos 8: 16).
Pasar del espíritu de esclavitud y temor al espíritu de adopción, que nos hace gritar Abba Padre, es un acto de fe producido en el nuevo nacimiento. Un espíritu muerto en delitos y pecados, que por naturaleza permanece como hijo de la ira, está condenado a temer. A temer la ira de Dios y el agobio del mundo con su príncipe. Para que opere el fin del temor y el inicio de la libertad, se hace imperativo la adopción como hijos. El Espíritu ordena a los huesos secos para que vivan, la voz de Cristo ordena a Lázaro a salir de su tumba, son claros ejemplos del nuevo nacimiento en operación. No pueden los huesos secos salir a la vida por voluntad propia; tampoco puede un muerto resucitar por auto disposición. De igual manera nunca podrá una criatura no engendrada disponer de su nacimiento.
Jesucristo le explicaba a Nicodemo, el fariseo maestro de la Ley, lo que era el nuevo nacimiento (Juan 3). Le dijo que era el acto por el cual el Espíritu de Dios daba vida al espíritu del hombre, pero que eso era voluntad de Dios y no humana. Jesucristo vino a salvar, no a condenar. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (Juan 3: 17), sin embargo no todos son salvos sino solamente los que creen en Él. ¿Y por qué razón hay muchos que no creen en Él? Porque sus obras son malas (verso 19). ¿Cuál es la mala obra del hombre que le impide venir a la luz? Su propia naturaleza.
Fue el mismo Jesucristo quien le dijo a un grupo de judíos que habían creído en Él que ellos eran hijos de su padre el diablo (Juan 5); también dijo que los que no creían en Él no podían creer porque no eran de sus ovejas (Juan 10). De la misma manera agregó que el buen Pastor pondría su vida por sus ovejas. Entonces una nueva tautología se presenta, un argumento totalmente cerrado. El nuevo nacimiento, tan imperativo para entrar en el reino de Dios, es un acto sobrenatural, exclusivo del Padre y del Espíritu y por la obra del Hijo. El requisito para nacer de nuevo es ser oveja y no cabra. Es un problema del ser, no del estar. El árbol malo no puede dar buenos frutos, y el árbol bueno no puede dar frutos malos. Un almendro no da higos y una higuera no da aceitunas.
En Mateo 1 leemos la declaración del ángel ante José, el esposo de María, advirtiéndole que le colocara por nombre Jesús al niño que habría de nacer, ya que salvaría a su pueblo de sus pecados. Fue muy específico en aquellos a quienes salvaría. Isaías también expresa la misma idea: salvará mi siervo a muchos. Estos elementos restrictivos en el lenguaje nos orientan a entender que hay un específico grupo de escogidos para tal propósito. No se propuso Jesús salvar a todo el mundo, pues lo hubiera logrado, ya que para eso es Dios Omnipotente, y todo lo que quiso ha hecho. Por el contrario, se propuso salvar a la manada pequeña, a los elegidos de su Padre.
En Juan 17 leemos la oración intercesora de Jesús por su pueblo, por los suyos, por los que el Padre le dio, porque eran del Padre. Estos incluían a todos aquellos que llegaríamos a creer por la palabra anunciada de aquellos primeros discípulos. Muy específicamente Jesús pronunció la célebre sentencia que muchos pretenden no leer en voz alta: no ruego por el mundo. Uno debe preguntarse por qué razón el que no vino a condenar al mundo sino a salvarlo no rogó por ese mundo. Entonces uno debe concluir que el vocablo mundo es polisémico, que tiene varios sentidos.
Jesús salva a su mundo, al cual no condena, pero no salva al mundo que ya está condenado por no creer, pues sus obras malas no le permite salir a la luz. ¿Cuál es la razón por la que nosotros hemos salido a la luz, sin el miedo de las obras malas? El que hayamos sido liberados de la carga del pecado, pues el sacrificio del Hijo de Dios rindió su fruto en aquellos por los cuales rogó en el huerto poco antes de morir. Jesucristo pidió al Padre por los que había de representar en el madero, cuyos pecados expió absolutamente. De esta forma tanto Juan como Pablo, al igual que los demás apóstoles, entendieron que ya no teníamos el espíritu de esclavitud sino el de libertad.
La liberación alcanzada en la cruz nos permite exclamar a gran voz: Abba Padre. Es un canto de libertad que resuena con dulce melodía. Por eso la fe es la sustancia de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. La fe es la confianza, la seguridad, la certeza de lo que aguardamos. ¿Y qué es lo que no se ve? Muchas cosas del pasado no las vemos, así como muchas del futuro. Pero también hay en el presente cosas que no logramos avizorar. De allí que la fe es la certeza de que esas cosas que no vemos (en el pasado, presente y futuro nuestro) son ciertas. Son ciertas porque fueron dichas o hechas por alguien que es fiel y verdadero.
Tenemos fe en las cosas que se esperan, pero este esperar bíblico (elpizo) no es el simple esperar cotidiano. Espero verte pronto, espero que llueva para que haya mejor clima, espero mi jubilación, son frases que aunque hablen de esperanza no tienen nada que ver con el esperar bíblico. Es pues la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve (Hebreos 11: 1). En el verso 3 se nos aclara la diferencia entre las expresiones cotidianas mediante las cuales manifestamos una esperanza retórica y el elpizo bíblico: Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía. Esta convicción la da el Espíritu, no un simple descanso lingüístico. Este capítulo continúa dándonos ejemplos de lo que se considera la fe en términos bíblicos: el sacrificio ofrecido por Abel, el testimonio de Enoc, la preparación de Noé para entrar en el Arca, la obediencia de Abraham, junto a Isaac y Jacob, coherederos de la promesa. Muchos más son nombrados en esta galería de la fe bíblica, para ilustrar la fe como concepto.
De los que no creen esto también la Escritura habla, pues advierte que no es de todos la fe y que la fe es un don (regalo) de Dios. En ocasiones la duda nos visita, pero cuando damos la respuesta positiva lo hacemos porque tenemos fe. Para un creyente no es posible tener y no tener fe, pues la naturaleza del que ha nacido de nuevo es de libertad y no de temor, por lo cual gritamos Abba Padre. La adopción como hijos de Dios nos muestra su gran amor, de manera que es imposible tener y no tener fe en forma simultánea. ¿Y cuándo un hijo de Dios deja de ser hijo de Dios? ¿Quién acusará a los hijos de Dios? ¿Quién los condenará? Ya sabemos la respuesta encontrada en el libro de Romanos capítulo 8, de manera que por extensión entendemos que como siempre los hijos de Dios son hijos de Dios, de la misma forma ellos siempre tendrán fe.
En síntesis, a pesar de que la duda nos visite y batalle contra nosotros penetrando con sus dardos de fuego, nuestra respuesta siempre será promovida de manera afirmativa. El yelmo de la salvación que se coloca en la cabeza, dentro de la analogía con la armadura romana utilizada por Pablo al escribir a los Gálatas, nos ilustra muy bien que es allí, en el cerebro nuestro, donde el ataque doctrinal se instaura. La certeza de nuestra salvación no la dan nuestras palabras sino el Espíritu de Cristo que mora en nosotros. Pero ciertamente nuestras palabras harán un reflejo de lo que hemos creído. Si la duda visita a nuestra mente, la respuesta del creyente en su batalla será una afirmación de su conocimiento en quién ha creído. Como Job puede exclamar que sabe que su Redentor vive, y que lo resucitará en el día postrero.
La fe no puede descansar en las cosas que hayamos hecho, o en las que estemos haciendo. La fe descansa en su depositario, que es Cristo, el autor y consumador de la fe.
César Paredes
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