Según la Biblia existen muchas cosas creadas. Es más, toda la creación de Dios lo atestigua. Pero uno presume de no ser cosa sino persona, de manera que pretende no caer en esa categoría. No obstante, el relato encontrado en Romanos capítulo 8 niega tal presunción. De hecho, hay una enumeración enunciativa de conceptos, seres y cosas que se someten por dominio sintáctico a lo que concebimos como aquello que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, real o abstracta.
Sabemos que una cosa puede ser un objeto inanimado, por oposición a un ser viviente. Pero el contexto de aparición bíblico que nos ocupa muestra la cosa como el conjunto de entidades creadas, sean estas corporales o espirituales. En lo corpóreo no se excluye la presencia del espíritu. El texto en cuestión se halla en los versos 38 y 39 de Romanos 8: Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.
El escritor incluye en la expresión ni ninguna otra cosa creada el hecho de que todo lo que ha nombrado son cosas. No dice ni cosas creadas, sino que habla de ninguna otra cosa creada. De manera que cuando incluye el adjetivo otro/otra se refiere a lo dicho de una persona o de una cosa distinta de aquella de que se habla. En ocasiones se usa este adjetivo para explicar la gran semejanza que existe entre dos cosas o personas distintas. Pues bien, en el enunciado se incluyen conceptos como la vida y la muerte, lo presente, lo por venir, lo alto, lo profundo, seres espirituales como potestades, ángeles, principados, para terminar con ninguna otra cosa creada.
Desde esta perspectiva todo lo que ha enunciado es interpretado como cosa. Un ser humano puede ser entendido bajo este contexto como una cosa creada. Un ángel también sería una cosa creada. Poco importa la categoría con la que se clasificaría posteriormente: los ángeles, personas, principados y potestades son seres espirituales y corpóreos, que se diferencian de las piedras y los ríos, por lo cual son distintos a éstos. De allí que un río puede ser una cosa frente a una persona. Sin embargo, en el contexto bíblico de Romanos 8, todo lo enunciado son cosas para el Creador, quien es la única persona capaz de hacer la creación. La clasificación hecha por el hombre en la distinción cosas-personas es importante como metodología de análisis, pero no indispensable dentro del enunciado bíblico que se comenta.
¿A qué toda esta disertación? Quiero dejar claro que el hombre, como parte de la creación, es una cosa creada. Más allá de que tenga espíritu, alma y cuerpo, su todo es una cosa más de las que ha hecho Dios. Por eso resulta relevante comprender la imposibilidad que existe en separarnos del amor de Dios. Nada ni nadie puede hacerlo, ni el cielo ni el infierno, ni los ángeles ni los principados y potestades que gobiernan las regiones celestes (como lo afirma Pablo en otra carta). No obstante, siempre hay objetores que quieren subvertir la paz que da esta declaratoria bíblica. Algunos suponen que la voluntad humana puede separarnos del amor declarado en este capítulo 8 de Romanos. Argumentan que Dios puede amar a un hijo, pero que si el hijo decide separarse de ese amor puede hacerlo. A fin de cuentas se tiene voluntad para permanecer o para marcharse.
Pero la Biblia es tajante en que Dios como Creador no se separa de su objeto creado. No se separa en cuanto a la voluntad, pues mucho antes de la fundación del mundo se propuso lo que ahora existe y lo que existirá. De manera que no existe tal voluntad como prerrequisito de responsabilidad moral. Dios hizo al malo para el día malo (Proverbios 16: 4), hizo la luz y las tinieblas, crea la paz y la adversidad, todo lo que quiso ha hecho. Por si fuera poco, su Espíritu declara que En Él vivimos, nos movemos y somos. De esta forma queda expuesto que no hay manera de escapar de sus dominios, ni lo alto ni lo profundo son suficientes para huir de su presencia (David, el salmista).
Ni ninguna cosa creada nos podrá separar del amor de Dios. Esto presupone, en conclusión, que ni siquiera nosotros mismos podemos separarnos de su amor (pues somos cosas creadas). Si presumimos de tener voluntad, esa también ha sido creada y dada a nuestras almas. Pero la voluntad es sierva del corazón, y éste se mueve por las disposiciones de Dios, quien ha preparado vasos de honra y de deshonra. La crucifixión de Jesús es una clara demostración de su poder y de nuestra carencia de poder. Todo lo que fue preordinado que sucediera, aconteció en el momento oportuno. Cada detalle planificado por el Padre, anunciado por sus profetas, fue cumplido a cabalidad. Muchos de esos actos fueron pecado puro: escupir a Jesús, maltratarlo física y psíquicamente, traspasarlo, clavarlo en una cruz hasta el martirio y la muerte. La traición de Judas, el darle hiel y vinagre en lugar de agua, echar suerte sobre sus vestiduras. Un gran número de hechos que ponen de manifiesto la voluntad de Dios respecto a los vasos de honra y de deshonra que hizo en su derecho de Alfarero.
Con todo, a pesar del objetor de Romanos 9, su amor para con sus elegidos permanece por siempre. Pablo se adelanta y pregunta: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Quién es el que acusará y condenará a los escogidos de Dios? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? Somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.
Ni aún nosotros, como cosa creada, podemos separarnos del amor de Dios en Cristo. El que diga lo contrario no ha conocido a Dios, desconoce su voluntad (su propia visión teológica), no ha tenido el Espíritu de Cristo, porque por ese Espíritu entendemos la mente del Señor. Al decir que el hombre puede separarse de ese amor, se establece que la diferencia entre cielo e infierno descansa en la voluntad (otra cosa creada) del hombre, lo cual añade a la obra de Cristo otra obra que ayuda. Esto nos llevaría por fuerza a considerar insuficiente o débil la obra redentora de la cruz. Por lo tanto, quien eso sostenga lo hará porque no le ha amanecido, como asegura Pablo en otro escrito.
Si decimos que Jesucristo hizo su parte y que nosotros hacemos la nuestra, eso es sinergismo, un trabajo conjunto. Con esta visión estaríamos desviando la enseñanza de las Escrituras que afirman que todo ha sido consumado por el Hijo de Dios en la cruz. La obra que le fue encomendada fue acabada, de manera que liberó a su pueblo de sus pecados, quitó la enemistad de Dios con su pueblo escogido. Por ello, el Dios de toda sabiduría no pudo equivocarse cuando exclamó en su oración intercesora que no rogaba por el mundo, sino por los que el Padre le había dado. Tampoco pudo equivocarse cuando aseguró que ponía su vida por las ovejas, que los que no creían en él no lo hacían porque no eran de sus ovejas.
La declaratoria gloriosa de Romanos 8 lo es para los vasos de honra hechos por el Alfarero. No descansa en nosotros la diferencia, pues todos somos hechos de la misma masa. Pero la predicación del evangelio se mantiene vigente: arrepentíos y creed en el evangelio. ¿Y qué es el evangelio? Es la buena noticia de salvación para el pueblo de Dios. Existen los que tienen oído para oír, los cuales ciertamente escucharán en el día del poder de Dios, cuando les sean cambiados sus corazones de piedra por uno de carne, para que puedan obedecer el mandato de Dios. Eso es lo que sucede con el nuevo nacimiento, que no ocurre por voluntad humana sino de Dios. Por eso un salmista: si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón. Pero ¿cómo oirán si no hay quien les predique? Por eso esta es una predicación, un anuncio para que se acerquen a Dios los que deban acercarse a Él.
César Paredes
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